(PACO, DE NIÑO:
ESPÍRITU REBELDE. ANTICIPACIONES Y PARALELISMOS)
Era ya por entonces una especie de monaguillo auxiliar o
suplente. Entre los tesoros de los chicos de la aldea había un viejo revólver
con el que especulaban de tal modo, que nunca estaba más de una semana en las
mismas manos. Cuando por alguna razón -por haberlo ganado en juegos o
cambalaches- lo tenía Paco, no se separaba de él, y mientras ayudaba a misa lo
llevaba en el cinto bajo el roquete. Una vez, al cambiar el misal y hacer la
genuflexión, resbaló el arma, y cayó en la tarima con un ruido enorme. Un
momento quedó allí, y los dos monaguillos se abalanzaron sobre ella. Paco
empujó al otro, y tomó su revólver. Se remangó la sotana, se lo guardó en la
cintura, y respondió al sacerdote: -Et cum spiritu tuo. Terminó la misa, y
mosén Millán llamó a capítulo a. Paco, le riñó y le pidió el revólver. Entonces
ya Paco lo había escondido detrás del altar. Mosén Millán registró al chico, y
no le encontró nada. Paco se limitaba a negar, y no le habrían sacado de sus
negativas todos los verdugos de la antigua Inquisición. Al final, mosén Millán
se dio por vencido, pero le preguntó: -¿Para qué quieres ese revólver, Paco? ¿A
quién quieres matar? -A nadie. Añadió que lo llevaba para evitar que lo usaran
otros chicos peores que él. Este subterfugio asombró al cura. Mosén Millán se
interesaba por Paco pensando que sus padres eran poco religiosos. Creía el
sacerdote que atrayendo al hijo, atraería tal vez al resto de la familia. Tenía
Paco siete años cuando llegó el obispo, y confirmó a los chicos de la aldea. La
figura del prelado, que era un anciano de cabello blanco y alta estatura,
impresionó a Paco. Con su mitra, su capa pluvial y el báculo dorado, daba al
niño la idea aproximada de lo que debía de ser Dios en los cielos. Después de
la confirmación habló el obispo con Paco en la sacristía. El obispo le llamaba
galopín. Nunca había oído Paco aquella palabra. El diálogo fue así:
-¿Quién es este galopín?
-Paco, para servir a Dios y a su ilustrísima. -El chico
había sido aleccionado. El obispo, muy afable, seguía preguntándole:
-¿Qué quieres ser tú en la vida? ¿Cura?
-No, señor.
-¿General?
-No, señor, tampoco. Quiero ser labrador, como mi padre.
El obispo reía. Viendo Paco que tenía éxito, siguió
hablando: -Y tener tres pares de mulas, y salir con ellas por la calle mayor
diciendo: ¡Tordillaaa Capitanaaa, oxiqué me ca...! Mosén Millán se asustó, y le
hizo con la mano un gesto indicando que debía callarse. El obispo reía.
Aprovechando la emoción de aquella visita del obispo, mosén Millán comenzó a
preparar a Paco y a otros mozalbetes para la primera comunión, y al mismo
tiempo decidió que era mejor hacerse cómplice de las pequeñas picardías de los
muchachos que censor. Sabía que Paco tenía el revólver, y no había vuelto a
hablarle de él.
MOSÉN MILLÁN y PACO.
DESPERTAR DE LA CONCIENCIA SOCIAL DE PACO: EL EPISODIO DE LAS CUEVAS
Un día, mosén
Millán pidió al monaguillo que le acompañara a llevar la extremaunción a un
enfermo grave. Fueron a las afueras del pueblo, donde ya no había casas, y la
gente vivía en unas cuevas abiertas en la roca. Se entraba en ellas por un
agujero rectangular que tenía alrededor una cenefa encalada.
Paco llevaba
colgada del hombro una bolsa de terciopelo donde el cura había puesto los
objetos litúrgicos. Entraron bajando la cabeza y pisando con cuidado. Había
dentro dos cuartos con el suelo de losas de piedra mal ajustadas. Estaba ya
oscureciendo, y en el cuarto primero no había luz. En el segundo se veía sólo
una lamparilla de aceite. Una anciana, vestida de harapos, los recibió con un
cabo de vela encendido.
El techo de roca
era muy bajo, y aunque se podía estar de pie, el sacerdote bajaba la cabeza por
precaución.
No había otra
ventilación que la de la puerta exterior. La anciana tenía los ojos secos y una
expresión de fatiga y de espanto frío.
En un rincón había
un camastro de tablas, y en él estaba el enfermo. El cura no dijo nada, la
mujer tampoco. Sólo se oía un ronquido regular, bronco y persistente, que salía
del -pecho del enfermo. Paco abrió la bolsa, y el sacerdote, después de ponerse
la estola, fue sacando trocitos de estopa y una pequeña vasija con aceite, y
comenzó a rezar en latín. La anciana escuchaba con la vista en el suelo y el
cabo de vela en la mano. La silueta del enfermo -que tenía el pechó muy
levantado y la cabeza muy baja- se proyectaba en el muro, y el más pequeño
movimiento del cirio hacía moverse la sombra.
Descubrió el
sacerdote los pies del enfermo. Eran grandes, secos, resquebrajados. Pies de
labrador. Después fue a la cabecera. Se veía que el agonizante ponía toda la energía
que le quedaba en aquella horrible tarea de respirar. Los estertores eran más
broncos y más frecuentes. Paco veía dos o tres moscas que revoloteaban sobre la
cara del enfermo, y que a la luz tenían reflejos de metal. Mosén Millán hizo
las unciones en los ojos, en la nariz, en los pies. El enfermo no se daba
cuenta. Cuando terminó el sacerdote, dijo a la mujer:
-Dios lo acoja en
su seno.
La anciana callaba.
Le temblaba a veces la barba, y en aquel temblor se percibía el hueso de la mandíbula
debajo de la piel. Paco seguía mirando alrededor. No había luz, ni agua, ni
fuego. Mosén Millán tenía prisa por salir, pero lo disimulaba porque aquella
prisa le parecía poco cristiana.
Cuando salieron, la
mujer los acompañó hasta la puerta con el cirio encendido. No se veían por allí
más muebles que una silla desnivelada apoyada contra el muro. En el cuarto
exterior, en un rincón y en el suelo había tres piedras ahumadas y un poco de
ceniza fría. En una estaca clavada en el muro, una chaqueta vieja. El sacerdote
parecía ir a decir algo, pero se calló. Salieron.
Era ya de noche, y
en lo alto se veían las estrellas. Paco preguntó:
-¿Esa gente es
pobre, mosén Millán?
-Sí, hijo.
-¿Muy pobre?
-Mucho.
-¿La más pobre del
pueblo?
-Quién sabe, pero
hay cosas peores que la pobreza. Son desgraciados por otras razones.
El monaguillo veía
que el sacerdote contestaba con desgana.
-¿Por qué?
-preguntó.
-Tienen un hijo que
podría ayudarles, pero he oído decir que está en la cárcel.
-¿Ha matado a
alguno?
-Yo no sé, pero no
me extrañaría.
Paco no podía estar
callado. Caminaba a oscuras por terreno desigual. Recordando al enfermo el
monaguillo dijo:
-Se está muriendo
porque no puede respirar. Y ahora nos vamos, y se queda allí solo.
Caminaban. Mosén
Millán parecía muy fatigado. Paco añadió-
-Bueno, con su
mujer. Menos mal.
Hasta las primeras
casas había un buen trecho. Mosén Millán dijo al chico que su compasión era
virtuosa y que tenía buen corazón. El chico preguntó aún si no iba nadie a
verlos porque eran pobres o porque tenían un hijo en la cárcel y mosén Millán
queriendo cortar el diálogo aseguró que de un momento a otro el agonizante
moriría y subiría al cielo donde sería feliz. El chico miró las estrellas.
-Su hijo no debe
ser muy malo, padre Millán.
-¿Por qué?
-Si fuera malo, sus
padres tendrían dinero. Robaría.
El cura no quiso
responder. Y seguían andando.
Paco se sentía
feliz yendo con el cura.
Ser su amigo le
daba autoridad aunque no podría decir en qué forma. Siguieron andando sin
volver a hablar, pero al llegar a la iglesia Paco repitió una vez más:
-¿Por qué no va a
verlo nadie, mosén Millán?
-¿Qué importa eso,
Paco? El que se muere, rico o pobre, siempre está solo aunque vayan los demás a
verlo. La vida es así y Dios que la ha hecho sabe por qué.
Paco recordaba que
el enfermo no decía nada. La mujer tampoco. Además el enfermo tenía los pies de
madera como los de los crucifijos rotos y abandonados en el desván.
El sacerdote
guardaba la bolsa de los óleos. Paco dijo que iba a avisar a los .vecinos para
que fueran a ver al enfermo y ayudar a su mujer. Iría de parte de mosén Millán
y así nadie se negaría. El cura le advirtió que lo mejor que podía hacer era ir
a su casa. «Cuando Dios permite la pobreza y el dolor -dijo- es por algo.»
-¿Qué puedes hacer
tú? -añadió-. Esas cuevas que has visto son miserables pero las hay peores en otros
pueblos.
Medio convencido,
Paco se fue a su casa, pero durante la cena habló dos o tres veces más del
agonizante y dijo que en su choza no tenían ni siquiera un poco de leña para
hacer fuego. Los padres callaban.
La madre iba y
venía. Paco decía que el pobre hombre que se moría no tenía siquiera un colchón
porque estaba acostado sobre tablas. El padre dejó de cortar pan y lo miró.
-Es la última vez
-dijo- que vas con mosén Millán a dar la unción a nadie.
Todavía el chico
habló de que el enfermo tenía un hijo presidiario, pero que no era culpa del
padre.
-Ni del hijo
tampoco.
Paco estuvo
esperando que el padre dijera algo más, pero se puso a hablar de otras cosas.
Como en todas las
aldeas, había un lugar en las afueras que los campesinos llamaban el carasol,
en la base de una cortina de rocas que daban al mediodía. Era caliente en
invierno y fresco en verano. Allí iban las mujeres más pobres -generalmente ya
viejas- y cosían, hilaban, charlaban de lo que sucedía en el mundo.
Durante el invierno
aquel lugar estaba siempre concurrido. Alguna vieja peinaba a su nieta. La
Jerónima, en el carasol, estaba siempre alegre, y su alegría contagiaba a las
otras. A veces, sin más ni más, y cuando el carasol estaba aburrido, se ponía
ella a bailar sola, siguiendo el compás de las campanas de la iglesia.
Fue ella quien
llevó la noticia de la piedad de Paco por la familia agonizante, y habló de la
resistencia de mosén Millán a darles ayuda -esto muy exagerado para hacer
efecto- y de la prohibición del padre del chico. Según ella, el padre había
dicho a mosén Millán:
-¿Quién es usted
para llevarse al chico a dar la unción?
Era mentira, pero
en el carasol creían todo lo que la Jerónima decía. Ésta hablaba con respeto de
mucha gente, pero no de las familias de don Valeriano y de don Gumersindo.
Veintitrés años
después, mosén Millán recordaba aquellos hechos, y suspiraba bajo sus ropas
talares, esperando con la cabeza apoyada en el muro -en el lugar de la mancha
oscura- el momento de comenzar la misa. Pensaba que aquella visita de Paco a la
cueva influyó mucho en todo lo que había de sucederle después. «Y vino conmigo.
Yo lo llevé», añadía un poco perplejo. El monaguillo entraba en la sacristía y decía:
-Aún no ha venido
nadie, mosén Millán.
PACO: CAMPESINO
ESPAÑOL Y REBELDE (EL NOVIAZGO, EN ENFRENTAMIENTO CON OS GUARDIAS)
Lo mejor de la novia de Paco, según los aldeanos, era su
diligencia y laboriosidad. Por dos años antes de ser novios, Paco había pasado
día tras día al ir al campo frente a la casa de la chica. Aunque era la primera
hora del alba, las ropas de cama estaban ya colgadas en las ventanas, y la
calle no sólo barrida y limpia, sino regada y fresca en verano. A veces veía
también Paco a la muchacha. La saludaba al pasar, y ella respondía. A lo largo
de dos años el saludo fue haciéndose un poco más expresivo. Luego cambiaron palabras
sobre cosas del campo. En febrero, por ejemplo, ella preguntaba:
-¿Has visto ya las cotovías?
-No, pero no tardarán -respondía Paco- porque ya comienza a
florecer la aliaga.
Algún día, con el temor de no hallarla en la puerta o en la
ventana antes de llegar, se hacía Paco presente dando voces a las mulas y, si
aquello no bastaba, cantando. Hacia la mitad del segundo año, ella -que se
llamaba Águeda- lo miraba ya de frente, y le sonreía. Cuando había baile iba
con su madre y sólo bailaba con Paco.
Más tarde hubo un incidente bastante sonado. Una noche el
alcalde prohibió rondar al saber que había tres rondallas diferentes y rivales,
y que podrían producirse violencias. A pesar de la prohibición salió Paco con
los suyos, y la pareja de la guardia civil disolvió la ronda, y lo detuvo a él.
Lo llevaban a dormir a la cárcel, pero Paco echó mano a los fusiles de
los guardias y se los quitó. La verdad era que los guardias no podían esperar
de Paco -amigo de ellos- una salida así. Paco se fue con los dos rifles a casa.
Al día siguiente todo el pueblo sabía lo ocurrido, y mosén Millán fue a ver al
mozo, y le dijo que el hecho era grave, y no sólo para él, sino para todo el
vecindario.
-¿Por qué? -preguntaba Paco.
Recordaba mosén Millán que había habido un caso parecido en
otro pueblo, y que el Gobierno condenó al municipio a estar sin guardia civil
durante diez años.
-¿Te das cuenta? -le decía el cura, asustado.
-A mí no me importa estar sin guardia civil.
-No seas badulaque.
-Digo la verdad, mosén Millán.
-¿Pero tú crees que sin guardia civil se podría sujetar a la
gente? Hay mucha maldad en el mundo.
-No lo creo.
-¿Y la gente de las cuevas?
-En lugar de traer guardia civil, se podían quitar las
cuevas, mosén Millán.
-Iluso. Eres un iluso.
Entre bromas y veras el alcalde recuperó los fusiles y echó
tierra al asunto. Aquel incidente dio a Paco cierta fama de mozo atrevido. A
Águeda le gustaba, pero le daba una inseguridad temerosa.
Por fin, Águeda y Paco se dieron palabra de matrimonio. La
novia tenía más nervio que su suegra, y aunque se mostraba humilde y
respetuosa, no se entendían bien. Solía decir la madre de Paco:
-Agua mansa. Ten cuidado, hijo, que es agua mansa.
Pero Paco lo echaba a broma. Celos de madre. Como todos los
novios, rondó la calle por la noche, y la víspera de San Juan llenó de flores y
ramos verdes las ventanas, la puerta, el tejado y hasta la chimenea de la casa
de la novia.
La boda fue como todos esperaban. Gran comida, música y
baile.
ESTILO DE LA OBRA y
PERSONAJES SECUNDARIOS (LA BODA DE PACO)
La rondalla
siguió con la energía con que suelen tocar los campesinos de manos rudas y
corazón caliente. Cuando creyeron que habían tocado bastante, fueron entrando.
Formaron grupo al lado opuesto de la cabecera del salón, y estuvieron bebiendo
y charlando. Después pasaron todos al comedor.
En la presidencia
se instalaron los novios, los padrinos, mosén Millán, el señor Cástulo y algunos otros labradores acomodados. El cura
hablaba de la infancia de Paco y contaba sus diabluras, pero también su
indignidad contra los búhos que mataban por la noche a los gatos extraviados, y
su deseo de obligar a todo el pueblo a visitar a los pobres de las cuevas y a
ayudarles. Hablando de esto vio en los ojos de Paco una seriedad llena de
dramáticas reservas, y entonces el cura cambió de tema, y recordó con
benevolencia el incidente del revólver, y hasta sus aventuras en la plaza del
agua.
No faltó en la
comida la perdiz en adobo ni la trucha al horno, ni el capón relleno. Iban de
mano en mano porrones, botas, botellas, con vinos de diferentes cosechas.
La noticia de la
boda llegó al carasol, donde las
viejas hilanderas bebieron a la salud de los novios el vino que llevaron la Jerónima y el zapatero. Éste se mostraba más alegre y libre de palabra que otras
veces, y decía que los curas son las únicas personas a quienes todo el mundo
llama padre, menos sus hijos, que los llaman tíos.
Las viejas aludían a los recién casados:
-Frescas están ya las noches.
-Lo propio para dormir con compañía.
Una decía que cuando ella se casó había
nieve hasta la rodilla.
-Malo para el novio -dijo otra.
-¿Por qué?
-Porque tendría sus noblezas escondidas en
los riñones, con la helada.
-Eh, tú, culo de hanega. Cuando enviudes,
échame un parte -gritó la Jerónima.
El zapatero, con más deseos de hacer reír a
la gente que de insultar a la Jerónima, fue diciéndole una verdadera letanía de
desvergüenzas:
-Cállate, penca del diablo, pata de
afilador, albarda, zurupeta, tía chamusca, estropajo. Cállate, que te traigo
una buena noticia: Su Majestad el rey va envidao y se lo lleva la trampa.
-¿Y a mí qué?
-Que en la república no empluman a las
brujas.
Ella decía de sí misma que volaba en una
escoba, pero no permitía que se lo dijeran los demás. Iba a responder cuando el
zapatero continuó:
-Te lo digo a ti, zurrapa, trotona,
chirigaita, mochilera, trasgo, pendón, zancajo, pinchatripas, ojisucia,
mocarra, fuina...
La ensalmadora se apartaba mientras él la
seguía con sus dicharachos. Las viejas del carasol reventaban de risa, y antes
de que llegaran las reacciones de la Jerónima, que estaba confusa, decidió el
zapatero retirarse victorioso. Por el camino tendía la oreja a ver lo que decían
detrás. Se oía la voz de la Jerónima:
-¿Quién iba a decirme que ese monicaco tenía
tantas dijendas en el estómago?
Y volvían a hablar de los novios. Paco era
el mozo mejor plantao del pueblo, y se había llevado la novia que
merecía. Volvían a aludir a la noche de novios con expresiones salaces.
Siete años después, mosén Millán recordaba
la boda sentado en el viejo sillón de la sacristía. No abría los ojos para
evitarse la molestia de hablar con don
Valeriano, el alcalde. Siempre le había sido difícil entenderse con él
porque aquel hombre no escuchaba jamás.
Se oían en la iglesia las botas de campo de don Gumersindo. No había en la aldea
otras botas como aquéllas, y mosén Millán supo que era él mucho antes de llegar
a la sacristía. Iba vestido de negro, y al ver al cura con los ojos cerrados,
habló en voz baja para saludar a don Valeriano. Pidió permiso para fumar, y
sacó la petaca. Entonces, mosén Millán abrió los ojos.
TÉCNICAS
NARRATIVAS – PUNTO DE VISTA DEL NARRADOR
Viva Paco el del Molino y Águeda la del buen
garbo, que ayer eran sólo novios, y ahora son ya desposados.
-¿Ha venido alguien más? -preguntó.
-No, señor -dijo don Gumersindo
disculpándose como si tuviera él la culpa-. No he visto como el que dice un
alma en la iglesia.
Mosén Millán parecía muy fatigado, y volvió
a cerrar los ojos y a apoyar la cabeza en el muro. En aquel momento entró el monaguillo, y don Gumersindo le
preguntó:
-Eh, zagal. ¿Sabes por quién es la misa?
El chico recurrió al romance en lugar de
responder:
-No lo digas todo, zagal, porque aquí, el
alcalde, te llevará a la cárcel.
El monaguillo miró a don Valeriano,
asustado. Éste, la vista perdida en el techo, dijo:
-Cada broma quiere su tiempo y lugar.
Se hizo un silencio penoso. Mosén Millán
abrió los ojos otra vez, y se encontró con los de don Gumersindo, que
murmuraba:
-La verdad es que no sé si sentirme con lo
que dice.
El cura intervino diciendo que no había
razón para sentirse. Luego ordenó al monaguillo que saliera a la plaza a
ver si había gente esperando para la misa. Solía quedarse allí algún grupo
hasta que las campanas acababan de tocar. Pero el cura quería evitar que el
monaguillo dijera la parte del romance en laque se hablaba de él:
Estaba don Gumersindo siempre hablando de su
propia bondad -como el que dice- y de la gente desagradecida que le
devolvía mal por bien. Eso le parecía especialmente adecuado delante del cura y
de don Valeriano en aquel momento. De pronto tuvo un arranque generoso:
-Mosén Millán. ¿Me oye, señor cura? Aquí hay
dos duros para la misa de hoy.
El sacerdote abrió los ojos, somnolente, y
advirtió que el mismo ofrecimiento había hecho don Valeriano, pero que le
gustaba decir la misa sin que nadie la pagara. Hubo un largo silencio. Don
Valeriano arrollaba su cadena en el dedo índice y luego la dejaba resbalar. Los
dijes sonaban. Uno tenía un rizo de pelo de su difunta esposa. Otro, una
reliquia del santo padre Claret heredada de su bisabuelo. Hablaba en voz baja
de los precios de la lana y del cuero, sin que nadie le contestara.
Mosén Millán, con los ojos cerrados,
recordaba aún el día de la. boda de Paco. En el comedor, una señora había
perdido un pendiente, y dos hombres andaban a cuatro manos buscándolo. Mosén
Millán pensaba que en las bodas siempre hay una mujer a quien se le cae un
pendiente, y lo busca, y no lo encuentra.
La novia, perdida la palidez de la primera
hora de la mañana -por el insomnio de la noche anterior-, había recobrado sus
colores. De vez en cuando consultaba el novio la hora. Y a media tarde se
fueron a la estación conducidos por el mismo señor Cástulo.
La mayor parte de los invitados habían
salido a la calle a despedir a los novios con vítores y bromas.
Muchos desde allí volvieron a sus casas. Los
más jóvenes fueron al baile.
Se entretenía mosén Millán con aquellas
memorias para evitar oír lo que decían don Gumersindo y don Valeriano, quienes
hablaban, como siempre, sin escucharse el uno al otro.
Tres semanas después de la boda volvieron
Paco y su mujer, y el domingo siguiente se celebraron elecciones.
EL ZAPATERO: LA SITUACIÓN
POLÍTICA
Cerca de la casa del novio encontró al zapatero, vestido de gala. Era
pequeño, y como casi todos los del oficio, tenía anchas caderas. Mosén Millán,
que tuteaba a todo el mundo, lo trataba a él de usted. Le preguntó si había
estado en la casa de Dios.
-Mire, mosén Millán. Si aquello es la casa de Dios, yo no merezco estar
allí, y si no lo es, ¿para qué?
El zapatero encontró todavía antes de separarse del cura un momento para
decirle algo de veras extravagante.
Le dijo que sabía de buena tinta que en Madrid el rey se tambaleaba, y
que si caía, muchas cosas iban a caer con él. Como el zapatero olía a vino, el
cura no le hizo mucho caso. El zapatero repetía con una rara alegría:
-En Madrid pintan bastos, señor cura.
Podía haber algo de verdad, pero el zapatero hablaba fácilmente. Sólo
había una persona que en eso se le pudiera igualar: la Jerónima.
Era el zapatero como un viejo gato, ni amigo ni enemigo de nadie, aunque
con todos hablaba. Mosén Millán recordaba que el periódico de la capital de la
provincia no disimulaba su alarma ante lo que pasaba en Madrid. Y no sabía qué
pensar.
Veía el cura a los novios solemnes, a los invitados jóvenes ruidosos, y
a los viejos discretamente alegres.
Pero no dejaba de pensar en las palabras del zapatero. Éste se había
puesto, según dijo, el traje que llevó en su misma boda, y por eso olía a
alcanfor. A su alrededor se agrupaban seis u ocho invitados, los menos adictos
a la parroquia. «Debía de estar hablándoles -pensaba mosén Millán- de la
próxima caída del rey y de que en Madrid pintaban bastos.»
Comenzaron a servir vino. En una mesa había pimientos en adobo, hígado
de pollo y rabanitos en vinagre para abrir el apetito. El zapatero se servía
mientras elegía entre las botellas que había al lado. La madre del novio le
dijo indicándole una:
-Este vino es de los que raspan.
En la sala de al lado estaban las mesas. En la cocina, la Jerónima
arrastraba su pata reumática.
Era ya vieja, pero hacía reír a la gente joven:
-No me dejan salir de la cocina –decía- porque tienen miedo de que con
mi aliento agrie, el vino. Pero me da igual. En la cocina está lo bueno. Yo
también sé vivir. No me casé, pero por detrás de la iglesia tuve todos los
hombres que se me antojaban. Soltera, soltera, pero con la llave en la gatera.
Las chicas reían escandalizadas.
Entraba en la casa el señor Cástulo Pérez. Su presencia causó sensación
porque no lo esperaban.
Llegaba con dos floreros de porcelana envueltos en papel y
cuidadosamente atados con una cinta. «No sé qué es esto -dijo dándoselos a la
madre de la novia-. Cosas de la dueña.» Al ver al cura se le acercó:
-Mosén Millán, parece que en Madrid van a darle la vuelta a la tortilla.
Del zapatero se podía dudar, pero refrendado por el señor Cástulo, no. Y
éste, que era hombre prudente, buscaba, al parecer, el arrimo de Paco el del
Molino. ¿Con qué fin? Había oído el cura hablar de elecciones.
A las preguntas del cura, el señor Cástulo decía evasivo: « Un runrún
que corre». Luego, dirigiéndose al padre del novio, gritó con alegría:
-Lo importante no es si ponen o quitan rey, sino saber si la rosada
mantiene el tempero de las viñas. Y si no, que lo diga Paco.
-Bien que le importan a Paco las viñas en un día como hoy-dijo alguien.
Con sus apariencias simples, el señor Cástulo era un carácter fuerte. Se
veía en sus ojos fríos y escrutadores.
COMPROMISO POLÍTICO DE PACO: LA REPÚBLICA,
AYUNTAMIENTOS DEMOCRÁTICOS. EL DUQUE Y LOS CACIQUES
Tres semanas después de la boda volvieron Paco y su
mujer, y el domingo siguiente se celebraron elecciones.
Los nuevos concejales eran jóvenes, y con excepción de
algunos, según don Valeriano, gente baja.
El padre de Paco vio de pronto que todos los que con él
habían sido elegidos se consideraban contrarios al duque y echaban roncas contra
el sistema de arrendamientos de pastos. Al saber esto Paco el del Molino, se
sintió feliz, y creyó por vez primera que la política valía para algo. «Vamos a
quitarle la hierba al duque», repetías.
El resultado de la elección dejó a todos un poco
extrañados. El cura estaba perplejo. Ni uno solo de los concejales se podía
decir que fuera hombre de costumbres religiosas. Llamó a Paco, y le preguntó:
-¿Qué es eso que me han dicho de los montes del duque?
Ya lo llevan cuesta arriba
camino del camposanto...
Aquel que lo bautizara,
mosén Millán el nombrado,
en confesión desde el
coche
le escuchaba los pecados.
-Nada -dijo Paco-. La verdad. Vienen tiempos nuevos,
mosén Millán.
-¿Qué novedades son ésas?
-Pues que el rey se va con la música a otra parte, y lo
que yo digo: buen viaje.
Pensaba Paco que el cura le hablaba a él porque no se
atrevía a hablarle de aquello a su padre. Añadió:
-Diga la verdad, mosén Millán. Desde aquel día que fuimos
a la cueva a llevar el santolio sabe usted que yo y otros cavilamos para
remediar esa vergüenza. Y más ahora que se ha presentado la ocasión.
-¿Qué ocasión? Eso se hace con dinero. ¿De dónde vais a
sacarlo?
-Del duque. Parece que a los duques les ha llegado su San
Martín.
-Cállate, Paco. Yo no digo que el duque tenga siempre
razón. Es un ser humano tan falible como los demás, pero hay que andar en esas
cosas con pies de plomo, y no alborotar a la gente ni remover las bajas
pasiones.
Las palabras del joven fueron comentadas en el carasol.
Decían que Paco había dicho al cura: «A los reyes, a los duques y a los curas
los vamos a pasar a cuchillo, como a los cerdos por San Martín». En el carasol
siempre se exageraba.
Se supo de pronto que el rey había huido de España. La
noticia fue tremenda para don Valeriano y para el cura. Don Gumersindo no
quería creerla, y decía que eran cosas del zapatero. Mosén Millán estuvo dos
semanas sin salir de la abadía, yendo a la iglesia por la puerta del huerto y
evitando hablar con nadie. El primer domingo fue mucha gente a misa esperando
la reacción de mosén Millón, pero el cura no hizo la
menor alusión. En vista de esto el domingo siguiente
estuvo el templo vacío.
Paco buscaba al zapatero, y lo encontraba taciturno y
reservado.
Entretanto, la bandera tricolor flotaba al aire en el
balcón de la casa consistorial y encima de la puerta de la escuela. Don
Valeriano y don Gumersindo no aparecían por ningún lado, y Cástulo buscaba a
Paco, y se exhibía con él, pero jugaba con dos barajas, y cuando veía al cura
le decía en voz baja:
-¿A dónde vamos a parar, mosén Millán?
Hubo que repetir la elección en la aldea porque había
habido incidentes que, a juicio de don Valeriano, la hicieron ilegal. En la
segunda elección el padre de Paco cedió el puesto a su hijo. El muchacho fue
elegido.
En Madrid suprimieron los bienes de señorío, de
origen medioeval y los incorporaron a los municipios.
Aunque el duque alegaba que sus montes no entraban en
aquella clasificación, las cinco aldeas acordaron, por iniciativa de Paco, no
pagar mientras los tribunales decidían. Cuando Paco fue a decírselo a don Valeriano,
éste se quedó un rato mirando al techo y jugando con el guardapelo de la
difunta. Por fin se negó a darse por enterado, y pidió que el municipio se lo
comunicara por escrito.
La noticia circuló por el pueblo. En el carasol se decía
que Paco había amenazado a don Valeriano.
Atribuían a Paco todas las arrogancias y desplantes a los
que no se atrevían los demás. Querían en el carasol a la familia de Paco y a
otras del mismo tono cuyos hombres, aunque tenían tierras, trabajaban de sol a
sol. Las mujeres del carasol iban a misa, pero se divertían mucho con la
Jerónima cuando cantaba aquella canción que decía:
El
cura le dijo al ama
que
se acostara a los pies.
No se sabía exactamente lo que planeaba el ayuntamiento
«en favor de los que vivían en las cuevas», pero la imaginación de cada cual
trabajaba, y las esperanzas de la gente humilde crecían. Paco había tomado muy
en serio el problema, y las reuniones del municipio no trataban de otra cosa.
Paco envió a don Valeriano el acuerdo del municipio, y el
administrador lo transmitió a su amo.
La respuesta telegráfica del duque fue la siguiente:
Doy orden a mis guardas de que vigilen
mis montes, y disparen sobre cualquier animal o persona que entre en ellos. El
municipio debe hacerlo pregonar para evitar la pérdida de bienes o de vidas
humanas.
Al leer
esta respuesta, Paco propuso al alcalde que los guardas fueran destituidos, y
que les dieran un cargo mejor retribuido en el sindicato de riegos, en la
huerta. Estos guardas no eran más que tres, y aceptaron contentos. Sus
carabinas fueron a parar a un rincón del salón de sesiones, y los ganados del
pueblo entraban en los montes del duque sin dificultad.
Don Valeriano, después de consultar varias veces con
mosén Millón, se arriesgó a llamar a Paco, quien acudió a su casa. Era la de
don Valeriano grande y sombría, con balcones volados y puerta cochera. Don
Valeriano se había propuesto ser conciliador y razonable, y lo invitó a
merendar. Le habló del duque de una
manera familiar y ligera. Sabía que Paco solía acusarlo
de no haber estado nunca en la aldea, y eso no era verdad. Tres veces había ido
en los últimos añosa ver sus propiedades, pero no hizo noche en aquel pueblo,
sino en el de al lado. Y aún se acordaba don Valeriano de que cuando el señor
duque y la señora duquesa hablaban con el guarda más viejo, y éste escuchaba
con el sombrero en la mano, sucedió una
ocurrencia memorable. La señora duquesa le preguntaba al
guarda por cada uña de las personas de su familia, y al preguntarle por el hijo
mayor, don Valeriano se acordaba de las mismas palabras del guarda, y las
repetía:
-¿Quién, Miguel? -dijo el guarda-. ¡Tóquele vuecencia los
cojones a Miguelico, que está en Barcelona ganando nueve pesetas diarias!
Don Valeriano reía. También rió Paco, aunque de pronto se
puso serio, y dijo:
-La duquesa puede ser buena persona, y en eso no me meto.
Del duque he oído cosas de más y de menos. Pero nada tiene que ver con nuestro
asunto.
-Eso es verdad. Pues bien, yendo al asunto, parece que el
señor duque está dispuesto a negociar con usted -dijo don Valeriano.
-¿Sobre el monte? -don Valeriano afirmó con el gesto-. No
hay que negociar, sino bajar la cabeza.
Don Valeriano no decía nada, y Paco se atrevió a añadir:
-Parece que el duque templa muy a lo antiguo.
Seguía don Valeriano en silencio, mirando al techo.
-Otra jota cantamos por aquí -añadió Paco.
Por fin habló don Valeriano:
-Hablas de bajar la cabeza. ¿Quién va a bajar la cabeza?
Sólo la bajan los cabestros.
-Y los hombres honrados cuando hay uña ley.
-Ya lo veo, pero el abogado del señor duque piensa de
otra manera. Y hay leyes y leyes.
Paco se sirvió vino diciendo entre dientes: con
permiso. Esta pequeña libertad ofendió a don Valeriano, quien sonrió, y
dijo: sírvase, cuando Paco había llenado ya su vaso.
Volvió Paco a preguntar:
-¿De qué manera va a negociar él duque? No hay más que
dejar los montes, y no volver a pensar en el asunto.
Don Valeriano miraba el vaso de Paco, y se atusaba
despacio los bigotes, que estaban tan lamidos y redondeados, que parecían
postizos. Paco murmuró:
-Habría que ver qué papeles tiene el duque sobre esos
montes. ¡Si es que tiene alguno!
Don Valeriano estaba irritado:
-También en eso te equivocas. Son muchos siglos de
usanza, y eso tiene fuerza. No se deshace en un día lo que se ha hecho en cuatrocientos
años. Los montes no son botellicas de vino -añadió viendo que Paco volvía a
servirse-, sino fuero. Fuero de reyes.
-Lo que hicieron los hombres, los hombres lo deshacen,
creo yo.
-Sí, pero de hombre a hombre ya algo.
Paco negaba con la cabeza.
-Sobre este asunto -dijo bebiendo el segundo vaso y
chascando la lengua- dígale al duque que si tiene tantos derechos, puede venir
a defenderlos él, mismo, pero que traiga un rifle nuevo, porque los de los
guardas los tenemos nosotros.
-Paco, parece mentira. ¿Quién iba a pensar que un hombre
con un jaral y un par de mulas tuviera aliento para hablar así? Después de esto
no me queda nada que ver en el mundo.
Terminada la entrevista, cuyos términos comunicó don
Valeriano al duque, éste volvió a enviar órdenes, y el administrador, cogido
entre dos fuegos, no sabía qué hacer, y acabó por marcharse del pueblo después
de ver a mosén Millán, contarle a su manera lo sucedido y decirle que el pueblo
se gobernaba por las dijendas del carasol. Atribuía a Paco amenazas e
insultos e insistía mucho en aquel detalle de la botella y el vaso. El cura
unas veces le escuchaba y otras no.
Mosén Millán movía la cabeza con lástima recordando todo
aquello desde su sacristía. Volvía el monaguillo a apoyarse en el quicio de la
puerta, y como no podía estar quieto, frótaba una bota contra la otra, y
mirando al cura recordaba todavía el romance:
EL GOLPE DE ESTADO: LOS
PIJAÍTOS.
Llegó a la aldea un grupo de señoritos
con vergas y con pistolas. Parecían personas de poco más o menos, y algunos
daban voces histéricas. Nunca habían visto gente tan desvergonzada. Normalmente
a aquellos tipos rasurados y finos como mujeres los llamaban en el carasol pijaitos,
pero lo primero que hicieron fue dar una paliza tremenda al zapatero, sin que
le valiera para nada su neutralidad. Luego mataron a seis campesinos -entre
ellos cuatro de los que vivían en las cuevas- y dejaron sus cuerpos en las
cunetas de la carretera entre el pueblo y el carasol. Como los perros acudían a
lamer la sangre, pusieron a uno de los guardas del duque de vigilancia para
alejarlos. Nadie preguntaba. Nadie comprendía. No había guardias civiles que
salieran al paso de los forasteros.
En la iglesia, mosén Millán anunció
que estaría El Santísimo expuesto día y noche, y después protestó ante
don Valeriano -al que los señoritos habían hecho alcalde- de que hubieran
matado a los seis campesinos sin darles tiempo para confesar. El cura se pasaba
el día y parte de la noche rezando.
El pueblo estaba asustado, y nadie
sabía qué hacer. La Jerónima iba y venía, menos locuaz que de costumbre.
Pero en el carasol insultaba a los
señoritos forasteros, y pedía para ellos tremendos castigos. Esto no era
obstáculo para que cuando veía al zapatero le hablara de leña, de bandeo, de
varas de medir y de otras cosas que aludían a la paliza. Preguntaba por Paco, y
nadie sabía darle razón. Había desaparecido, y lo buscaban, eso era todo.
Al día siguiente de haberse burlado la
Jerónima del zapatero, éste apareció muerto en el camino del carasol con la
cabeza volada. La pobre mujer fue a ponerle encima una sábana, y después se
encerró en su casa, y estuvo tres días sin salir. Luego volvió a asomarse a la
calle poco a poco, y hasta se acercó al carasol, donde la recibieron con
reproches e insultos. La Jerónima lloraba (nadie la había visto llorar nunca),
y decía que merecía que la mataran a pedradas; como a una culebra.
Pocos días más tarde, en el carasol,
la Jerónima volvía a sus bufonadas mezclándolas con juramentos y amenazas.
Nadie sabía cuándo mataban a la gente.
Es decir, lo sabían, pero nadie los veía. Lo hacían por la noche, y durante el
día el pueblo parecía en calma.
Entre la aldea y el carasol habían
aparecido abandonados cuatro cadáveres más, los cuatro de concejales.
Muchos de los habitantes estaban fuera
de la aldea segando. Sus mujeres seguían yendo al carasol, y repetían los
nombres de los que iban cayendo. A veces rezaban, pero después se ponían a
insultar con voz recelosa a las mujeres de los ricos, especialmente a la
Valeriana y a la Gumersinda. La Jerónima decía que la peor de todas era la
mujer de Cástulo, y que por ella habían matado al zapatero.
-No es verdad -dijo alguien-. Es
porque el zapatero dicen que era agente de Rusia.
Nadie sabía qué era la Rusia, y todos
pensaban en la yegua roja de la tahona, a la que llamaban así.
Pero aquello no tenía sentido. Tampoco
lo tenía nada de lo que pasaba en el pueblo. Sin atreverse a levantar la voz
comenzaban con sus dijendas:
-La Cástula es una verruga peluda.
-Una estaferma.
La Jerónima no se quedaba atrás:
-Un escorpión cebollero.
-Una liendre sebosa.
-Su casa -añadía la Jerónima- huele a
fogón meado.
Había oído decir que aquellos
señoritos de la ciudad iban a matar a todos los que habían votado contra el
rey. La Jerónima, en medio de la catástrofe, percibía algo mágico y
sobrenatural, y sentía en todas partes el olor de sangre. Sin embargo, cuando
desde el carasol oía las campanas y a veces el yunque del herrero haciendo
contrapunto, no podía evitar algún meneo y bandeo de sayas. Luego maldecía otra
vez, y llamaba patas puercas a la Gumersinda. Trataba de averiguar qué había
sido de Paco el del Molino, pero nadie sabía sino que lo buscaban. La Jerónima
se daba por enterada, y decía:
-A ese buen mozo no lo atraparán así
como así.
Aludía otra vez a las cosas que había
visto cuando de niño le cambiaba los pañales.
Desde la sacristía, mosén Millán
recordaba la horrible confusión de aquellos días, y se sentía atribulado y
confuso. Disparos por la noche, sangre, malas pasiones, habladurías,
procacidades de aquella gente forastera, que, sin embargo, parecía educada. Y
don Valeriano se lamentaba de lo que sucedía y al mismo tiempo empujaba a los
señoritos de la ciudad a matar más gente.
COBARDÍA
DE MOSÉN MILLÁN Y SENTIMIENTO DE CULPA
CONSIGUE
AVERIGUAR DÓNDE SE ESCONDE PACO.
POSTURA
AMBIGUA DE LA IGLESIA Y ALINEACIÓN CON LOS PODEROSOS
Desde la sacristía, mosén Millán recordaba la horrible
confusión de aquellos días, y se sentía atribulado y confuso. Disparos por la
noche, sangre, malas pasiones, habladurías, procacidades de aquella gente
forastera, que, sin embargo, parecía educada. Y don Valeriano se lamentaba de
lo que sucedía y al mismo tiempo empujaba a los señoritos de la ciudad a matar
más gente. Pensaba el cura en Paco. Su padre esta-ba en aquellos días en casa.
Cástulo Pérez lo había garantizado diciendo que era trigo limpio. Los
otros ricos no se atrevían a hacer nada contra él esperando echarle mano al
hijo.
Nadie más que el padre de Paco sabía dónde su hijo
estaba. Mosén Millán fue a su casa.
-Lo que está sucediendo en el pueblo -dijo- es horrible y
no tiene nombre.
El padre de Paco lo escuchaba sin responder, un poco
pálido. El cura siguió hablando. Vio ir y venir a la joven esposa como una
sombra, sin reír ni llorar. Nadie lloraba y nadie reía en el pueblo. Mosén
Millán pensaba que sin risa y sin llanto la vida podía ser horrible como una
pesadilla.
Por uno de esos movimientos en los que la amistad tiene a
veces necesidad de mostrarse meritoria, mosén Millán dio la impresión de que
sabía dónde estaba escondido Paco. Dando a entender que lo sabía, el padre y la
esposa tenían que agradecerle su silencio. No dijo el cura concretamente que lo
supiera, pero
lo dejó entender. La ironía de la vida quiso que el padre
de Paco cayera en aquella trampa. Miró al cura pensando precisamente lo que
mosén Millán quería que pensara: «Si lo sabe, y no ha ido con el soplo, es un
hombre honrado y enterizo». Esta reflexión le hizo sentirse mejor.
A lo largo de la conversación el padre de Paco reveló el
escondite del hijo, creyendo que no decía nada nuevo al cura. Al oírlo, mosén
Millán recibió una tremenda impresión. «Ah -se dijo-, más valdría que no me lo
hubiera dicho. ¿Por qué he de saber yo que Paco está escondido en las
Pardinas?» Mosén Millán tenía miedo, y no sabía concretamente de qué. Se marchó
pronto, y estaba deseando verse ante los forasteros de las pistolas para
demostrarse a sí mismo su entereza y su lealtad a Paco. Así fue. En vano
estuvieron el centurión y sus amigos hablando con él toda la tarde. Aquella
noche mosén Millán rezó y durmió con una calma que hacía tiempo no conocía.
Al día siguiente hubo una reunión en el ayuntamiento, y
los forasteros hicieron discursos y dieron grandes voces. Luego quemaron la
bandera tricolor y obligaron a acudir todos los vecinos del pueblo y a saludar
levantando el brazo cuando lo mandaba el centurión. Éste era un hombre con cara
bondadosa y gafas oscuras. Era difícil imaginar a aquel hombre matando a nadie.
Los campesinos creían que aquellos
hombres que hacían gestos innecesarios y juntaban los
tacones y daban gritos estaban mal de la cabeza, pero viendo a mosén Millán y a
don Valeriano sentados en lugares de honor, no sabían qué pensar. Además de los
asesinatos, lo único que aquellos hombres habían hecho en el pueblo era
devolver los montes al duque.
Dos días después don Valeriano estaba en la abadía frente
al cura. Con los dedos pulgares en .las sisas del chaleco -lo que hacía más
ostensibles los dijes- miraba al sacerdote a los ojos.
-Yo no quiero el mal de nadie, como quien dice, pero ¿no
es Paco uno de los que más se han señalado?
Es lo que yo digo, señor cura: por menos han caído otros.
Mosén Millán decía:
-Déjelo en paz. ¿Para qué derramar más sangre?
Y le gustaba, sin embargo, dar a entender que sabía dónde
estaba escondido. De ese modo mostraba al alcalde que era capaz de nobleza y
lealtad. La verdad era que buscaban a Paco frenéticamente. Habían llevado a su
casa perros de caza que tomaron el vierto con sus ropas y zapatos
viejos.
El centurión de la cara bondadosa y las gafas oscuras
llegó en aquel momento con dos más, y habiendo oído las palabras del cura,
dijo:
-No queremos reblandecidos mentales. Estamos limpiando el
pueblo, y el que no está con nosotros está en contra.
-¿Ustedes creen -dijo mosén Millán— que soy un
reblandecido mental?
Entonces todos se pusieron razonables.
-Las últimas ejecuciones -decía el centurión- se han
hecho sin privar a los reos de nada. Han tenido hasta la extremaunción. ¿De qué
se queja usted?
Mosén Millán hablaba de algunos hombres honrados que
habían caído, y de que era necesario acabar con aquella locura.
-Diga usted la verdad -dijo el centurión sacando la
pistola y poniéndola sobre la mesa-. Usted sabe dónde se esconde Paco el del
Molino.
Mosén Millán pensaba si el centurión habría sacado la
pistola para amenazarle o sólo para aliviar su cinto de aquel peso. Era un
movimiento que le había visto hacer otras veces. Y pensaba en Paco, a quien
bautizó, a quien casó. Recordaba en aquel momento detalles nimios, como los
búhos nocturnos y el olor de las perdices en adobo. Quizá de aquella respuesta
dependiera la vida de Paco. Lo quería mucho, pero
sus afectos no eran por el hombre en sí mismo, sino por
Dios. Era el suyo un cariño por encima de la muerte y la vida. Y no podía
mentir.
-¿Sabe usted dónde se esconde? -le preguntaban a un
tiempo los cuatro.
Mosén Millán contestó bajando la cabeza. Era una
afirmación. Podía ser una afirmación. Cuando se dio cuenta era tarde. Entonces
pidió que le prometieran que no lo matarían. Podrían juzgarlo, y si era
culpable de algo, encarcelarlo, pero no cometer un crimen más. El centurión de
la expresión bondadosa prometió.
Entonces mosén Millán reveló el escondite de Paco. Quiso
hacer después otras salvedades en su favor, pero no le escuchaban. Salieron en
tropel, y el cura se quedó solo. Espantado de sí mismo, y al mismo tiempo con
un sentimiento de liberación, se puso a rezar.
Media hora después llegaba el señor Cástulo diciendo que
el carasol se había acabado porque los señoritos de la ciudad habían echado dos
rociadas de ametralladora, y algunas mujeres cayeron, y las otras salieron
chillando y dejando rastro de sangre, como una bandada de pájaros después de
una perdigonada.
Entre las que se salvaron estaba la Jerónima, y al
decirlo, Cástulo añadió:
Ya se sabe. Mala hierba...
El cura, viendo reír a Cástulo, se llevó las manos a la
cabeza, pálido. Y, sin embargo, aquel hombre no había denunciado, tal vez, el
escondite de nadie. ¿De qué se escandalizaba? -se preguntaba el cura con
horror-. Volvió a rezar. Cástulo seguía hablando y decía que había once o doce
mujeres heridas, además de las que habían muerto en el mismo carasol. Como el
médico estaba encarcelado, no era fácil que se
curaran todas.
Al día siguiente el centurión volvió sin Paco. Estaba
indignado. Dijo que al ir a entrar en las Pardinas el fugitivo los había
recibido a tiros. Tenía una carabina de las de los guardas de montes, y
acercarse a las Pardinas era arriesgar la vida.
Pedía al cura que fuera a parlamentar con Paco. Había dos
hombres de la centuria heridos, y no quería que se arriesgara ninguno más.
Un año después mosén Millán recordaba aquellos episodios
como si los hubiera vivido el día anterior. Viendo entrar en la sacristía al
señor Cástulo -el que un año antes se reía de los crímenes del carasol volvió a
entornar los ojos y a decirse a sí mismo: «Yo denuncié el lugar donde Paco se
escondía. Yo fui a parlamentar con él. Y ahora...». Abrió los ojos, y vio a los
tres hombres sentados enfrente. El del centro, don Gumersindo, era un poco más
alto que los otros. Las tres caras miraban impasibles a mosén Millán. Las
campanas de la torre dejaron de tocar con tres golpes finales graves y
espaciados, cuya vibración quedó en el aire un rato.
LA REPRESIÓN : Mosén
Millán convence a Paco de que se entregue
Cerraron las puertas, y el templo volvió a quedar en sombras. San Miguel
con su brazo desnudo alzabala espada sobre el dragón. En un rincón
chisporroteaba una lámpara sobre el baptisterio.
Don Valeriano, don Gumersindo y el señor Cástuló fueron a sentarse en el
primer banco.
El monaguillo fue al presbiterio, hizo la genuflexión al pasar frente al
sagrario y se perdió en la sacristía:
-Ya se ha marchado, mosén Millán.
El cura seguía con sus recuerdos de un año antes. Los forasteros de las
pistolas obligaron a mosén Millán a ir con ellos a las Pardinas. Una vez allí
dejaron que el cura se acercara solo.
-Paco -gritó con cierto temor-. Soy yo. ¿No ves que soy yo?
Nadie contestaba. En una ventana se veía la boca de una carabina. Mosén
Millán volvió a gritar:
-Paco, no seas loco. Es mejor que te entregues.
De las sombras de la ventana salió una voz:
-Muerto, me entregaré. Apártese y que vengan los otros si se atreven.
Mosén Millán daba a su voz una gran sinceridad:
-Paco, en el nombre de lo que más quieras, de tu mujer, de tu madre.
Entrégate.
No contestaba nadie. Por fin se oyó otra vez la voz de Paco:
-¿Dónde están mis padres? ¿Y mi mujer?
-¿Dónde quieres que estén? En casa.
-¿No les ha pasado nada?
-No, pero, si tú sigues así, ¿quién sabe lo que puede pasar?
A estas palabras del cura volvió a suceder un largo silencio. Mosén
Millán llamaba a Paco por su nombre, pero nadie respondía. Por fin, Paco se
asomó. Llevaba la carabina en las manos. Se le veía fatigado y pálido.
-Contésteme a lo que le pregunte, Mosén Millán.
-Sí, hijo.
-¿Maté ayer a alguno de los que venían a buscarme?
-No.
-¿A ninguno? ¿Está seguro?
-Que Dios me castigue si miento. A nadie.
Esto parecía mejorar las condiciones. El cura, dándose cuenta, añadió:
-Yo he venido aquí con la condición de que no te harán nada. Es decir,
te juzgaran- delante de un tribunal, y si tienes culpa, irás a la cárcel. Pero
nada más.
-¿Está seguro?
... las cotovías se paran
en la cruz del camposanto.
El cura tardaba en contestar. Por fin dijo:
-Eso he pedido yo. En todo caso, hijo, piensa en tu familia y en que no
merecen pagar por ti.
Paco miraba alrededor, en silencio. Por fin dijo:
-Bien, me quedan cincuenta tiros, y podría vender la vida cara. Dígales
a los otros que se acerquen sin miedo, que me entregaré.
De detrás de una cerca se oyó la voz del centurión:
-Que tire la carabina por la ventana, y que salga.
Obedeció Paco.
Momentos después lo habían sacado de las Pardinas, y lo llevaban a
empujones y culatazos al pueblo.
EL
ROMANCE
Ahí va Paco el del Molino,
que ya ha sido sentenciado,
y que llora por su vida
camino del camposanto.
... y al llegar frente a las tapias
el centurión echa el alto.
... ya los llevan, ya los llevan
atados brazo con brazo.
Las luces iban po'l monte
y las sombras por el saso...
... Lo buscaban en los montes,
pero no lo han encontrado;
a su casa iban con perros
pa, que tomen el olfato;
ya ventean, ya ventean
las ropas viejas de Paco.
en la Pardina del monte
allí encontraron a Paco;
date, date a la justicia,
o aquí mismo te matamos.
En los ojos de los novios
relucían dos luceros;
ella es la flor de la ontina,
y él es la flor del romero.
Viva Paco el del Molino
y Águeda la del buen garbo,
que ayer eran sólo novios,
y ahora son ya desposados.
Ya lo llevan cuesta arriba
camino del camposanto...
Aquel que lo bautizara,
mosén Millán el nombrado,
en confesión desde el coche
le escuchaba los pecados.
Entre cuatro lo llevaban
adentro del camposanto,
madres, las que tenéis hijos,
Dios os los conserva sanos,
y el Santo Ángel de la Guarda...
En las zarzas del camino
el pañuelo se ha dejado,
las aves pasan deprisa,
las nubes pasan despacio...
... las cotovías se paran
en la cruz del camposanto.
... y rindió el postrer suspiro
al Señor de lo creado. -Amén.
LA
TRAICIÓN
El último en confesarse fue Paco.
-En mala hora lo veo a usted -dijo al cura
con una voz que mosén Millán no le había oído nunca-. Pero usted me conoce,
mosén Millán. Usted sabe quién soy.
-Sí, hijo.
-Usted me prometió que me llevarían a un
tribunal y me juzgarían.
-Me han engañado a mí también. ¿Qué puedo
hacer? Piensa, hijo, en tu alma, y olvida, si puedes, todo lo demás.
-¿Por qué me matan? ¿Qué he hecho yo?
Nosotros no hemos matado a nadie. Diga usted que yo no he hecho nada. Usted
sabe que soy inocente, que somos inocentes los tres.
-Sí, hijo. Todos sois inocentes; pero ¿qué
puedo hacer yo?
-Si me matan por haberme defendido en las
Pardinas, bien. Pero los otros dos no han hecho nada.
Paco se agarraba a la sotana de mosén
Millán, y repetía: «No han hecho nada, y van a matarlos. No han hecho nada».
Mosén Millán, conmovido hasta las lágrimas, decía:
-A veces, hijo mío, Dios permite que muera
un inocente. Lo permitió de su propio Hijo, que era mas inocente que vosotros
tres.
Paco, al oír estas palabras, se quedó
paralizado y mudo. El cura tampoco hablaba. Lejos, en el pueblo, se oían ladrar
perros y sonaba una campana. Desde hacía dos semanas no se oía sino aquélla
campana día y noche. Paco dijo con una firmeza desesperada:
-Entonces, si es verdad que no tenemos
salvación, mosén Millán, tengo mujer. Está esperando un hijo.
¿Qué será de ella? ¿Y de mis padres?
Hablaba como si fuera a faltarle el aliento,
y le contestaba mosén Millán con la misma prisa enloquecida, entre dientes. A
veces pronunciaban las palabras de tal manera, que no se entendían, pero había
entre ellos una relación de sobrentendidos. Mosén Millán hablaba
atropelladamente de los designios de Dios, y al final de una larga-lamentación
preguntó:
-¿Te arrepientes de tus pecados?
Paco no lo entendía. Era la primera
expresión del cura que no entendía. Cuando el sacerdote repitió por cuarta vez,
mecánicamente, la pregunta, Paco respondió que sí con la cabeza. En aquel
momento mosén Millán alzó la mano, y dijo: Ego te absolvo in... Al oír estas
palabras dos hombres tomaron a Paco por los
brazos y lo llevaron al muro donde estaban ya los otros. Paco gritó:
-¿Por qué matan a estos otros? Ellos no han
hecho nada.
Uno de ellos vivía en una cueva, como aquel
a quien un día llevaron la unción. Los faros del coche –del mismo coche donde
estaba mosén Millán- se encendieron, y la descarga sonó casi al mismo tiempo
sin que nadie diera órdenes ni se escuchara voz alguna. Los otros dos
campesinos cayeron, pero Paco, cubierto de sangre, corrió hacia el coche.
-Mosén Millán, usted me conoce -gritaba
enloquecido.
Quiso entrar, no podía. Todo lo manchaba de
sangre. Mosén Millán callaba, con los ojos cerrados y rezando. El centurión
puso su revólver detrás de la oreja de Paco, y alguien dijo alarmado:
-No. ¡Ahí no!
Se llevaron a Paco arrastrando. Iba
repitiendo en voz ronca:
-Pregunten a mosén Millán; él me conoce.
Se oyeron dos o tres tiros más. Luego siguió
un silencio en el cual todavía susurraba Paco: «Él me denunció... Mosén Millán,
mosén Millán...».
El sacerdote seguía en el coche, con los
ojos muy abiertos, oyendo su nombre sin poder rezar. Alguien había vuelto a
apagar las luces del coche.
-¿Ya? -preguntó el centurión.
LA
DIMENSIÓN MÍTICA: PACO, HÉROE Y VÍCTIMA. SIMBOLISMO DEL POTRO
Mosén Millán bajó y, auxiliado por el
monaguillo, dio la extremaunción a los tres. Después un hombre le dio el reloj
de Paco -regalo de boda de su mujer- y un pañuelo de bolsillo.
Regresaron al pueblo. A través de la
ventanilla, mosén Millán miraba al cielo y, recordando la noche en que con el
mismo Paco fue a dar la unción a las cuevas, envolvía el reloj en’ el pañuelo,
y lo conservaba cuidadosamente con las dos manos juntas. Seguía sin poder rezar.
Pasaron junto al carasol desierto. Las grandes rocas desnudas parecían juntar
las cabezas y hablar. Pensando mosén Millán en los campesinos muertos, en las
pobres mujeres del carasol, sentía una especie de desdén involuntario, que al
mismo tiempo le hacía avergonzarse y sentirse culpable.
Cuando llegó a la abadía, mosén Millán
estuvo dos semanas sin salir sino para la misa. El pueblo entero estaba callado
y sombrío, como una inmensa tumba. La Jerónima había vuelto a salir, e iba al
carasol, ella sola, hablando para sí. En el carasol daba voces cuando creía que
no podían oírla, y otras veces callaba y se ponía a contar en las rocas las
huellas de las balas.
Un año había pasado desde todo aquello, y
parecía un siglo. La muerte de Paco estaba tan fresca, que mosén Millán creía
tener todavía manchas de sangre en sus vestidos. Abrió los ojos y preguntó al
monaguillo:
-¿Dices que ya se ha marchado el potro?
-Sí, señor.
Y recitaba en su memoria, apoyándose en un
pie y luego en el otro:
En un cajón del armario de la sacristía
estaba el reloj y el pañuelo de Paco. No se había atrevido mosén Millán todavía
a llevarlo a los padres y a la viuda del muerto.
Salió al presbiterio y comenzó la misa. En
la iglesia no había nadie, con la excepción de don Valeriano, don Gumersindo y
el señor Cástulo. Mientras recitaba mosén Millán, introibo ad altare Dei,
pensaba en Paco, y se decía: «Es verdad. Yo lo bauticé, yo le di la unción. Al
menos -Dios lo perdone- nació, vivió y murió dentro de los ámbitos de la Santa
Madre Iglesia». Creía oír su nombre en los labios del agonizante caído en
tierra: «... Mosén Millán». Y pensaba aterrado y enternecido al mismo tiempo:
«Ahora yo digo en sufragio de su alma esta misa de réquiem, que sus enemigos
quieren pagar».
FIN