jueves, 29 de enero de 2015

COMENTARIO DE "LA CASA DE BERNARDA ALBA"

(Al salir, Martirio mira fijamente a Adela)

 ADELA .- ¡No me mires más! Si quieres te daré mis ojos, que son frescos, y mis espaldas, para que te compongas la joroba que tienes, pero vuelve la cabeza cuando yo pase. (Se va Martirio).

 PONCIA - ¡Adela, que es tu hermana, y además la que más te quiere!

ADELA.- Me sigue a todos lados. A veces se asoma a mi cuarto para ver si duermo. No me deja respirar. Y siempre: "¡Qué lástima de cara! ¡Qué lástima de cuerpo, que no va a ser para nadie!" ¡Y eso no! Mi cuerpo será de quien yo quiera!

 PONCIA.- (Con intención y en voz baja) De Pepe el Romano, ¿no es eso? ADELA.- (Sobrecogida) ¿Qué dices?

 PONCIA.- ¡Lo que digo, Adela!

ADELA.- ¡Calla! PONCIA.- (Alto) ¿Crees que no me he fijado?

ADELA.- ¡Baja la voz!

 PONCIA.- ¡Mata esos pensamientos!

 ADELA.- ¿Qué sabes tú?

 PONCIA.- Las viejas vemos a través de las paredes. ¿Dónde vas de noche cuando te levantas? 

ADELA.- ¡Ciega debías estar!

PONCIA.- Con la cabeza y las manos llenas de ojos cuando se trata de lo que se trata. Por mucho que pienso no sé lo que te propones. ¿Por qué te pusiste casi desnuda con la luz encendida y la ventana abierta al pasar Pepe el segundo día que vi no a hablar con tu hermana?

ADELA.- ¡Eso no es verdad!

PONCIA.- ¡No seas como los niños chicos! Deja en paz a tu hermana y si Pepe el Romano te gusta te aguantas. (Adela llora.) Además, ¿quién dice que no te puedas casar con él? Tu hermana Angustias es una enferma. Ésa no resiste el primer parto. Es estrecha de cintura, vieja, y con mi conocimiento te digo que se morirá. Entonces Pepe hará lo que hacen todos los viudos de esta tierra: se casará con la más joven, la más hermosa, y ésa eres tú. Alimenta esa esperanza, olvídalo. Lo que quieras, pero no vayas contra la ley de Dios.

 FEDERICO GARCÍA LORCA, La casa de Bernarda Alba

1. Esquema [1punto].

2. Comentario crítico del texto [3puntos]
      2.1. Tema, estructura, actitud e intencionalidad del autor y tipo de texto [2 puntos].
      2.2. Valoración personal [1 punto].
 3. Análisis sintáctico global del fragmento: “Si quieres te daré mis ojos, que son frescos, y mis espaldas, para que te compongas la joroba que tienes, pero vuelve la cabeza cuando yo pase” [1 ́5 puntos].
 4. Valor estilístico de los verbos de la última intervención de Poncia (líneas 23-28) [1 ́5 puntos].
 5. Análisis de los personajes que intervienen en el fragmento, su caracterización y sus relaciones en la obra y en el fragmento (1,5 puntos)
 6 – Estructura de la obra y contextualización del fragmento en la obra (1,5)

 El plazo de entrega del comentario concluye el próximo jueves, 5 de febrero


1)    Esquema [1punto].

1.       Adela irritada con su hermana  Martirio.
1.1  La acusa de vigilarla constantemente.
                                    1.2  Poncia le recrimina la agresividad con su hermana.
                                    1.3  Adela proclama su intención de no renunciar al amor.
2.       Poncia descubre a Adela que conoce su relación con Pepe el Romano.
2.1. Adela lo niega .
2.2. Asegura que Poncia no tiene pruebas.
2.3. Poncia amenaza a Adela con denunciarla
3.       Adela se derrumba y llora
3.1.- Poncia trata de consolarla: podrá tenerlo si espera
3.1.1          Podrá casarse con Pepe cuando Angustias muera.
3.1.2     Otra cosa es impensable.

1.    Comentario crítico del texto.

Este fragmento pertenece a la obra de Federico García Lorca “La casa de Bernarda Alba”. El tema de este fragmento podría ser “El deseo de amor frente a la realidad que imponen las normas sociales”.

La estructura externa de este texto tiene forma de diálogo, entre Adela y Poncia, aunque al principio también se alude a Martirio. En cuanto a la estructura interna, el texto se podría dividir en tres partes:

-          Primera parte, desde la línea 1 hasta la 8, donde aparece una discusión entre Adela y Martirio, aunque esta última no llega a participar en el diálogo porque, como indican las acotaciones, ya se estaba yendo (Al salir, Martirio mira fijamente a Adela)
-          Segunda parte, desde la línea 9 hasta la 24, donde Poncia le dice a Adela que ya sabe que ella quiere a Pepe el Romano, y aunque ella al principio lo niegue y se asuste, Poncia la dice que la vio en la ventana medio desnuda para que la viera.
-          Tercera parte, desde la línea 25 hasta la 32, en la que finalmente Poncia la dice que se olvide de Pepe el Romano y que espere a que su hermana muera para casarse con él.
Al ser un texto literario la finalidad del autor es principalmente artística, aunque uno de los temas más importantes de esta obra es la crítica a la sociedad de la época y esa es otra de las intenciones del autor en este fragmento. En concreto, se puede apreciar el conflicto entre la realidad y el deseo: Adela representa al deseo, ella quiere estar con Pepe el Romano, pero Poncia, que representa a la realidad, la hace poner los pies en la tierra y la dice que eso es imposible, que él se va a casar con su hermana y no puede ni debe hacer nada para evitarlo. También es clara en este fragmento la intención de mostrar las consecuencias de la situación de encierro y represión tiene en las hermanas, concretamente, es la causa de la envidia que siente Martirio hacia Adela y el odio de Adela hacia Martirio, cuando Adela dice a su hermana Martirio que ya está vieja, y esta última tiene envidia de Adela porque es joven y guapa y más adelante se verá que ella también quiere a Pepe, y como delata a su hermana por envidia. Realmente, Lorca quiere hacer ver a la gente como es la sociedad de esa época y la represión a la que se veían sometidas las mujeres.
Se trata de un texto literario, ya que tiene una finalidad artística. Se trata además de una obra de teatro, por lo que pertenece al género dramático y, en concreto, al subgénero de drama y presenta algunas características de tragedia, como la imposibilidad de Adela de estar con su amado, lo que finalmente desencadenará el final trágico que es el suicidio de Adela. El modo de elocución de esta obra es el diálogo, ya que dos personas mantienen una conversación.
En cuanto a mi valoración personal, pienso que este fragmento es una situación típica que se daba en esa época: los padres concertaban los matrimonios de sus hijas y las intentaban casar con alguien de su clase social, y lo que importaba en estos acuerdos era el dinero, no el amor. En esta obra, Pepe se va a casar con Angustias porque es la que tiene más dinero aunque se ve que Adela y él quieren estar juntos, como dicen en algún momento de la obra, es lo “natural”. Poncia en este caso actúa de manera autoritaria, intentando impedir que Adela cometa alguna locura y eso afecte a la honra de su familia, pero más adelante en la obra se verá que a Adela le da igual el “qué dirán”, un tema muy presente en la obra y que condiciona la vida de Bernarda y, por tanto, de sus hijas. Por desgracia, esta situación sigue dándose hoy en día, en muchos países se siguen concertando matrimonios, en los que los hijos no tienen ni voz ni voto. En cuanto a la forma de este fragmento, me parece que al ser un diálogo con frases cortas (al menos al principio) lo hace mucho más dinámico y realista.
2.    
Análisis de los personajes que intervienen en el fragmento, su caracterización y sus relaciones en la obra y en el fragmento.
Los dos personajes que intervienen en el diálogo directamente son Adela y Poncia.
Adela es la más joven, femenina y guapa de las hermanas, por eso Lorca la pone un nombre femenino. Ella no acepta el encierro ni la autoridad de Bernarda, representa la rebeldía, la pasión y el deseo de libertad, todo lo que intenta destruir Bernarda. Ella no le tiene miedo a Bernarda, es la que rompe su bastón de mando y decide que quiere estar con Pepe el Romano, la da igual lo que diga la gente por estar con el prometido de su hermana, a ella no le importa el “qué dirán”. Se siente poderosa y capaz de todo por el amor que se tienen Pepe y ella, pero en cuanto piensa que él ha muerto, esa fuerza desaparece y su única manera de escapar es el suicidio. En este fragmento concretamente representa al deseo, deseo de libertad, deseo de amor.
Poncia es la criada de la casa y además Lorca la usa para contar todo lo que sucede fuera de la casa, ya que ninguna de las protagonistas puede salir debido al luto. El nombre de Poncia recuerda a Poncio Pilato, el que se lavaba las manos. Ella advierte a Adela y a Bernarda de que las cosas pueden acabar mal, pero cuando no la hacen caso se desentiende del problema Ella representa el sentido común. Es la única con la que Bernarda mantiene conversaciones, en las que la usa de confidente, pero solo cuando la interesa. En este fragmento Poncia trata de advertir a Adela de que ese lío amoroso que se trae con Pepe solo va a traer desgracia, y a la vez representa a la realidad, a la sociedad, impidiéndola seguir su instinto y buscar el amor.
En el fragmento, Adela se muestra rebelde y reta a Poncia porque se siente poderosa gracias al amor de Pepe. Poncia y Adela tienen mucha confianza porque Poncia sirve desde siempre en la casa y casi habla a Adela como una madre. Trata de consolarla utilizando el sentido común, pero sin renunciar a la moral tradicional de la sociedad en que viven. Se muestra cruel al anunciar con frialdad la muerte prematura de Angustias, como un consuelo que puede alimentar la esperanza de Adela.
Además, en este fragmento se hace referencia a Martirio, que es la hermana más conflictiva, sobre todo con Adela, porque tiene envidia de su relación con Pepe el Romano (ella también le quiere). Martirio, como dice su nombre, martiriza a sus hermanas Ella finalmente provoca el suicidio de Adela al decirla que Pepe a muerto aunque no sea verdad, solo para hacerla daño.
Otro de los personajes que no aparece en este fragmento pero se le hace referencia es Pepe el Romano, aunque este no aparece en escena en ningún momento. Es el que desencadena la tragedia y además es el prototipo de hombre machista de la sociedad de esa época, ya que utiliza a todas a su antojo.

3.    Estructura de la obra y contextualización del fragmento en la obra.
Esta obra de Lorca presenta una estructura clásica en tres actos que corresponden respetivamente a la presentación, nudo y desenlace. Cada acto se representa en una habitación diferente de la casa y en un momento del día diferente (mañana, tarde y noche). Pero lo más característico de su estructura es su carácter cíclico, ya que dentro de cada acto se alternan las escenas de calma y tensión, que en cada acto van intensificándose hasta llegar a la escena final que es de máxima violencia: el suicidio de Adela.
Dentro de la obra, el fragmento a comentar pertenece al segundo acto y, como se puede observar, se representa una escena de tensión que es el enfrentamiento de Adela y Poncia. Esta escena es el primer conflicto de este acto, a lo largo de este los conflictos se irán intensificando hasta llegar al final violento de este acto, que es el linchamiento de la hija de la Librada. Es más violento que el final del primer acto, cuando arrastran a Maria Josefa hasta su habitación, pero esta violencia se intensificará más en el siguiente acto. La siguiente escena será de clama, en concreto la escena lírica de los segadores, en la vuelven del trabajo cantando y pasan por delante de la casa de Bernarda y todas intentan verlos.
Lorca trata de conseguir esa estructura cíclica usando también varios elementos paralelísticos, y en esta obra se puede apreciar la oposición del amor libre y el matrimonio y de la realidad y el deseo. Este es un elemento paralelístico porque toda la obra se construye sobre oposiciones de contrarios. Además, a lo largo de la obra se pueden observar anticipaciones del final trágico, y en este caso esta anticipación se ve en el enfrentamiento de Adela y Poncia, ya que esta última la avisa de que si sigue intentado estar con Pepe, todo va a acabar muy mal, y es finalmente lo que acaba pasando.
Este fragmento es muy importante en la obra porque es el comienzo del desarrollo del conflicto que se había planteado en el primer acto. Pepe viene a casarse con Angustias, pero se e está viendo con Adela, lo que provoca la envidia de Martirio, que la vigila constantemente. En la escena anterior se vio como Poncia empieza también a sospechar por los comentarios de Martirio y por ciertos desajustes en la hora a la que Pepe parece haberse ido de casa, pues Angustias afirma que se va a la una y hay quien dice haberle oído marchar. En la escena del comentario Poncia expone abiertamente sus sospechas a Adela, que al principio lo niega pero luego tiene que reconocer que es verdad que se está viendo con el novio de su hermana. Poncia la amenaza con denunciarla si no cesa en su actitud. Más adelante vernos como Adela no renunciará y Martirio que la envidia cada vez más, provocará el trágico desenlace al denunciarla.

4.    Valor estilístico de los verbos en la última intervención de Poncia.
El verbo es una parte fundamental de la oración, ya que sin él no existen. En este texto de Lorca aparecen varios verbos, entre los que predominan los de modo indicativo. Tan solo hay tres verbos del modo subjuntivo (seas, quieras y vayas), todos ellos se encuentran en presente, y otros tres del modo imperativo (deja, alimenta, olvída(lo)), todos ellos en 2º persona. Los verbos en modo imperativo recalcan la autoridad que ejerce, en este caso, Poncia al actuar como su madre y decirla que deje de ver a Pepe el Romano. Entre los verbos en modo indicativo, podemos encontrar verbos en presente (dice, es, resiste, digo, hacen y eres) y en futuro simple (hará, se casará). El modo indicativo es el modo de la realidad, ya que es esta escena Poncia está exponiendo los hechos, “narrando” lo que está pasando entre Adela y Pepe. Además, aparecen una perífrasis verbal modal de posibilidad (te puedes casar), que sería del presente del modo indicativo.
Según su significado, podemos clasificar los verbos de este texto en verbos de estado, de acción  y de habla. En este fragmento predominan los verbos de acción porque, como he mencionado antes, Poncia está exponiendo a Adela lo que sabe. También aparecen algunos verbos de estado (seas, es, eres) que usa Poncia para describir a Adela y a Angustias, y de habla (digo, dice), que son típicos de los textos dialogados. Los verbos aparecen sobre todo en la 2º persona del singular, porque Poncia se dirige a Adela para hablarla de lo que debe o no debe hacer (te gusta, te aguantas, olvídalo, resiste…). También aparecen algunos verbos en 3º persona para referirse a Angustias (se morirá), a Pepe (se casará) o a los hombres en general (hacen). Todos los verbos de este fragmento muestran un aspecto imperfectivo, ya que las acciones todavía no han acabado (se casará, deja, alimenta, dice, es, resiste…)
Las formas verbales pueden adquirir diferentes valores dependiendo del significado del verbo, la situación en que se usan o el contexto lingüístico en el que se incluyen. En este texto, los verbos en presente del modo indicativo todos tienen un uso recto menos uno, que tiene un uso trasladado con valor de futuro (Esa no resiste al primer parto). Los que tienen un uso recto se dividen a su vez en presente actual, en el que coincide con el momento (te digo que…), en presente habitual (lo que hacen todos los viudos…), presente durativo (te gusta, te aguantas, te puedes casar, es, eres) y presente intemporal (¿quién dice que…?). Los dos verbos en futuro simple tienen un uso recto, ya que indican acciones que se van a realizar con aspecto imperfectivo (se morirá, hará). Por último, los verbos del modo subjuntivo se refieren todos al tiempo presente.
Como conclusión, se puede apreciar que mayoritariamente en este texto se usan verbos en modo indicativo, ya que están describiendo y relatando las situaciones que se están dando de una manera objetiva, por ello casi no aparece el modo subjuntivo. Solo aparecen los tiempos presente y futuro simple, ambos imperfectivos, porque solo hablan acerca de lo que está pasando y Poncia advierte a Adela sobre lo que pasará si sigue viendo a Pepe.
2)  
  Análisis sintáctico global del fragmento: “Si quieres te daré mis ojos, que son frescos, y mis espaldas, para que te compongas la joroba que tienes, pero vuelve la cabeza cuando yo pase” [1 ́5 puntos].

P1.- Si quieres.

P2.- te daré mis ojos, y mis espaldas

            P3.- que son frescos

(pero)            P4.- para que te compongas la joroba

                             P5.- que tienes

 P6.-  vuelve la cabeza

            P7.- cuando yo pase.
·         Es un enunciado oracional compuesto por dos coordinadas adversativas, la primera coordinada adversativa es “Si quieres te daré mis ojos, que son frescos, y mis espaldas, para que te compongas la joroba que tienes” que esta compuesta por la oración principal, que es “te daré mis ojos...y mis espaldas” cuyo núcleo verbal es “daré”,de esta depende una subordinada adverbial condicional introducida por el nexo “si” y con el núcleo verbal "quieres” y luego una subordinada adjetiva con función de complemento del nombre (complemento de ojos) introducida por el pronombre relativo “que” que funciona como sujeto y con verbo “son”, finalmente hay una subordinada adverbial final  “para que te compongas la joroba que tienes” introducida por “para que” que funciona como nexo, con verbo principal “compongas”, esta también depende de una oración subordinada adjetiva “que tienes” cuyo núcleo verbal es “tienes” y está introducida por el nexo “que”, cuyo antecedente es “joroba” y que es un pronombre relativo con función de complemento directo. La segunda coordinada adversativa es “vuelve la cabeza cuando yo pase” con núcleo verbal “vuelve” con una subordinada adverbial de tiempo “cuando yo pase” introducida por el nexo cuando, que es un adverbio, en este caso el núcleo verbal es “pase”.



miércoles, 28 de enero de 2015

RELATOS DEL SIGLO XX

Aquí tenéis una selección de relatos cortos del siglo XX que podéis leer por el placer de disfrutar de la buena literatura de este siglo, o para presentaros al examen y subir nota en la evaluación. En principio la prueba de lectura sería el próximo jueves -tendríais una semana para leer los cuentos. Aunque si alguien necesita más tiempo se puede hacer un control más adelante.


 CAMILO JOSÉ CELA (Iria Flavia, Padrón, La Coruña, 1916 - Madrid, 2002). Autor prolífico como novelista, periodista, ensayista, editor de revistas literarias, conferenciante..., fue académico de la Real Academia Española durante 45 años y galardonado, entre otros, con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1987, el Premio Nobel de Literatura en 1989, y el Premio Cervantes en1995. Por sus méritos literarios, en 1996 el rey Juan Carlos I le otorgó el Marquesado de Iria Flavia, creado ex profeso para él. Otras obras de Cela: La familia de Pascual Duerte, Viaje a la Alcarria, El asesinato del perdedor, Mazurca para dos muertos, San Camilio 1936, Pabellón de reposo. La colmena fue editada en Buenos Aires en el año 1951. No se pudo publicar en España hasta 1955 – en una version censura- no solo por las alusiones sexuales, sino, principalmente, a que muestra de forma bzastante descarnada las sduras condiciones de vida de la España de la posguerra. La estructura externa está compuesta de seis capítulos y un epílogo. Cada capítulo consta de un número variable de secuencias de corta extensión, que desarrollan episodios que están mezclados con otros que ocurren simultáneamente. De esta manera el argumento se rompe en multitud de pequeñas anécdotas. Lo importante es la suma de las mismas, que conforma un conjunto de vidas cruzadas, como las celdas de una colmena. La voluntad de reflejar con exactitud la realidad no supone la absoluta neutralidad del autor, que interviene de dos formas contradictorias. En la mayoría de los casos utiliza la técnica objetivista, es decir, se limita a mostrar, a describir desde fuera, sin penetrar en el interior de los personajes. Otras veces, sin embargo, adopta una actitud omnisciente y comenta irónicamente las actitudes de los personajes.


 CAMILO JOSÉ CELA La colmena (Capítulo 1) —No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante. Doña Rosa va y viene por entre las mesas del Café, tropezando a los clientes con su tremendo trasero. Doña Rosa dice con frecuencia "leñe" y "nos ha merengao". Para doña Rosa, el mundo es su Café, y alrededor de su Café, todo lo demás. Hay quien dice que a doña Rosa le brillan los ojillos cuando viene la primavera y las muchachas empiezan a andar de manga corta. Yo creo que todo eso son habladurías: doña Rosa no hubiera soltado jamás un buen amadeo de plata por nada de este mundo. Ni con primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le gusta es arrastrar sus arrobas, sin más ni más, por entre las mesas. Fuma tabaco de noventa, cuando está a solas, y bebe ojén, buenas copas de ojén, desde que se levanta hasta que se acuesta. Después tose y sonríe. Cuando está de buenas, se sienta en la cocina, en una banqueta baja, y lee novelas y folletines, cuanto más sangrientos, mejor: todo alimenta. Entonces le gasta bromas a la gente y les cuenta el crimen de la calle de Bordadores o el del expreso de Andalucía. —El padre de Navarrete, que era amigo del general don Miguel Primo de Rivera, lo fue a ver, se plantó de rodillas y le dijo: "Mi general, indulte usted a mi hijo, por amor de Dios"; y don Miguel, aunque tenía un corazón de oro, le respondió: "Me es imposible, amigo Navarrete; su hijo tiene que expiar sus culpas en el garrote". —"¡Qué tíos! —piensa—, ¡hay que tener ríñones!" Doña Rosa tiene la cara llena de manchas, parece que está siempre mudando la piel como un lagarto. Cuando está pensativa, se distrae y se saca virutas de la cara, largas a veces como tiras de serpentinas. Después vuelve a la realidad y se pasea otra vez, para arriba y para bajo, sonriendo a los clientes, a los que odia en el fondo, con sus dientecillos renegridos, llenos de basura. Don Leonardo Meléndez debe seis mil duros a Segundo Segura, el limpia. El limpia, que es un grullo, que es igual que un grullo raquítico y entumecido, estuvo ahorrando durante un montón de años para después prestárselo todo a don Leonardo. Le está bien empleado lo que le pasa. Don Leonardo es un punto que vive del sable y de planear negocios que después nunca salen. No es que salgan mal, no; es que, simplemente, no salen, ni bien ni mal. Don Leonardo lleva unas corbatas muy lucidas y se da fijador en el pelo, un fijador muy perfumado que huele desde lejos. Tiene aires de gran señor y un aplomo inmenso, un aplomo de hombre muy corrido. A mí no me parece que la haya corrido demasiado, pero la verdad es que sus ademanes son los de un hombre a quien nunca faltaron cinco duros en la cartera. A los acreedores los trata a patadas y los acreedores le sonríen y le miran con aprecio, por lo menos por fuera. No faltó quien pensara en meterlo en el juzgado y empapelarlo, pero el caso es que hasta ahora nadie había roto el fuego. A don Leonardo, lo que más le gusta decir son dos cosas: palabritas del francés, como, por ejemplo, "madame" y "rué" y "cravate", y también "nosotros los Meléndez". Don Leonardo es un hombre culto, un hombre que denota saber muchas cosas. Juega siempre un par de partiditas de damas y no bebe nunca más que café con leche. A los de las mesas próximas que ve fumando tabaco rubio les dice, muy fino: "¿Me da usted un papel de fumar? Quisiera liar un pitillo de picadura, pero me encuentro sin papel". Entonces el otro se confia: "No, no gasto. Si quiere usted un pitillo hecho..." Don Leonardo pone un gesto ambiguo y tarda unos segundos en responder: "Bueno, fumaremos rubio por variar. A mí la hebra no me gusta mucho, créame usted". A veces el de al lado le dice no más que "no, papel no tengo, siento no poder complacerle", y entonces don Leonardo se queda sin fumar. Acodados sobre el viejo, sobre el costroso mármol de los veladores, los clientes ven pasar a la dueña, casi sin mirarla ya, mientras piensan, vagamente, en ese mundo que, ¡ay!, no fue lo que pudo haber sido, en ese mundo en el que todo ha ido fallando poco a poco, sin que nadie se lo explicase, a lo mejor por una minucia insignificante. Muchos de los mármoles de los veladores han sido antes lápidas en las Sacramentales; en algunos, que todavía guardan las letras, un ciego podría leer, pasando las yemas de los dedos por debajo de la mesa: "Aquí yacen los restos mortales de la señorita Esperanza Redondo, muerta en la flor de la juventud", o bien "R. I. P. el Excmo. Sr. D. Ramiro López Puente. Subsecretario de Fomento". Los clientes de los Cafés son gentes que creen que las cosas pasan porque sí, que no merece la pena poner remedio a nada. En el de doña Rosa, todos fuman y los más meditan, a solas, sobre las pobres, amables, entrañables cosas que les llenan o les vacían la vida entera. Hay quien pone al silencio un ademán soñador, de imprecisa recordación, y hay también quien hace memoria con la cara absorta y en la cara pintado el gesto de la bestia ruin, de la amorosa, suplicante bestia cansada: la mano sujetando la frente y el mirar lleno de amargura como un mar encalmado. Hay tardes en que la conversación muere de mesa en mesa, una conversación sobre gatas paridas, o sobre el suministro, o sobre aquel niño muerto que alguien no recuerda, sobre aquel niño muerto que, ¿no se acuerda usted?, tenia el pelito rubio, era muy mono y más bien delgadito, llevaba siempre un jersey de punto color beige y debia andar por los cinco años. En estas tardes, el corazón del Café late como el de un enfermo, sin compás, y el aire se hace como más espeso, más gris, aunque de cuando en cuando lo cruce, como un relámpago, un aliento más tibio que no se sabe de donde viene, un aliento lleno de esperanza que abre, por unos segundos, un agujerito en cada espíritu. A don Jaime Arce, que tiene un gran aire a pesar de todo, no hacen más que protestarle letras. En el Café, parece que no, todo se sabe. Don Jaime pidió un crédito a un Banco, se lo dieron y firmó unas letras. Después vino lo que vino. Se metió en un negocio donde lo engañaron, se quedó sin un real, le presentaron las letras al cobro y dijo que no podia pagarlas. Don Jaime Arce es, lo más seguro, un hombre honrado y de mala suerte, de mala pata en esto del dinero. Muy trabajador no es, ésa es la verdad, pero tampoco tuvo nada de suerte. Otros tan vagos o más que él, con un par de golpes afortunados, se hicieron con unos miles de duros, pagaron las letras y andan ahora por ahí fumando buen tabaco y todo el día en taxi. A don Jaime Arce no le pasó esto, le pasó todo lo contrario. Ahora anda buscando un destino, pero no lo encuentra. Él se hubiera puesto a trabajar en cualquier cosa, en lo primero que saliese, pero no salía nada que mereciese la pena y se pasaba el día en el Café, con la cabeza apoyada en el respaldo de pelu che, mirando para los dorados del techo. A veces cantaba por lo bajo algún que otro trozo de zarzuela mientras llevaba el compás con el pie. Don Jaime no solía pensar en su desdicha; en realidad, no solía pensar nunca en nada. Miraba para los espejos y se decía: "¿Quién habrá inventado los espejos?" Después miraba para una persona cualquiera, fijamente, casi con impertinencia: "¿Tendrá hijos esa mujer? A lo mejor, es una vieja pudibunda". "¿Cuántos tuberculosos habrá ahora en este Café?" Don Jaime se hacía un cigarrillo finito, una pajita, y lo encendía. "Hay quien es un artista afilando lápices, les saca una punta que clavaria como una aguja y no la estropean jamás." Don Jaime cambia de postura, se le estaba durmiendo una pierna. "¡Qué misterioso es esto! Tas, tas; tas, tas; y así toda la vida, día y noche, invierno y verano: el corazón." A una señora silenciosa que suele sentarse al fondo, conforme se sube a los billares, se le murió un hijo, aún no hace un mes. El joven se llamaba Paco, y estaba preparándose para Correos. Al principio dijeron que le había dado un paralís, pero después se vio que no, que lo que le dio fue la meningitis. Duró poco y además perdió el sentido en seguida. Se sabía ya todos los pueblos de León, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva y parte de Valencia (Castellón y la mitad, sobre poco más o menos, de Alicante); fue una pena grande que se muriese. Paco había andado siempre medio malo desde una mojadura que se dio un invierno, siendo niño. Su madre se había quedado sola, porque su otro hijo, el mayor, andaba por el mundo, no se sabía bien dónde. Por las tardes se iba al Café de doña Rosa, se sentaba al pie de la escalera y allí se estaba las horas muertas, cogiendo calor. Desde la muerte del hijo, doña Rosa estaba muy cariñosa con ella. Hay personas a quienes les gusta estar atentas con los que van de luto. Aprovechan para dar consejos o pedir resignación o presencia de ánimo y lo pasan muy bien. Doña Rosa, para consolar a la madre de Paco, le suele decir que, para haberse quedado tonto, más valió que Dios se lo llevara. La madre la miraba con una sonrisa de conformidad y le decía que claro que, bien mirado, tenía razón. La madre de Paco se llamaba Isabel, doña Isabel Montes, viuda de Sanz. Es una señora aún de cierto buen ver, que lleva una capita algo raída. Tiene aire de ser de buena familia. En el Café suelen respetar su silencio y sólo muy de tarde en tarde alguna persona conocida, generalmente una mujer, de vuelta de los lavabos, se apoya en su mesa para preguntarle: "¿Qué? ¿Ya se va levantando ese espíritu?" Doña Isabel sonríe y no contesta casi nunca; cuando está algo más animada, levanta la cabeza, mira para la amiga y dice: "¡Qué guapetona está usted, Fulanita!" Lo más frecuente, sin embargo, es que no diga nunca nada: un gesto con la mano, al despedirse, y en paz. Doña Isabel sabe que ella es de otra clase, de otra manera de ser distinta, por lo menos. Una señorita casi vieja llama al cerillero. —¡Padilla! —¡Voy, señorita Elvira! —Un tritón. La mujer rebusca en su bolso, lleno de tiernas, deshonestas cartas antiguas, y pone treinta y cinco céntimos sobre la mesa. —Gracias. —A usted. Enciende el cigarro y echa una larga bocanada de humo, con el mirar perdido. Al poco rato, la señorita vuelve a llamar. —¡Padilla! —¡Voy, señorita Elvira! —¿Le has dado la carta a ése? —Sí, señorita. —¿Qué te dijo? —Nada, no estaba en casa. Me dijo la criada que descuidase, que se la daría sin falta a la hora de la cena. La señorita Elvira se calla y sigue fumando. Hoy está como algo destemplada, siente escalofríos y nota que le baila un poco todo lo que ve. La señorita Elvira lleva una vida perra, una vida que, bien mirado, ni merecía la pena vivirla. No hace nada, eso es cierto, pero por no hacer nada, ni come siquiera. Lee novelas, va al Café, se fuma algún que otro tritón y está a lo que caiga. Lo malo es que lo que cae suele ser de Pascuas a Ramos, y para eso, casi siempre de desecho de tienta y defectuoso. A don José Rodríguez de Madrid le tocó un premio de la pedrea, en el último sorteo. Los amigos le dicen: —Ha habido suertecilla, ¿eh? Don José responde siempre lo mismo; parece que se lo tiene aprendido: —¡Bah! Ocho cochinos durejos. —No, hombre, no explique, que no le vamos a pedir a usted nada. Don José es escribiente de un juzgado y parece ser que tiene algunos ahorrillos. También dicen que se casó con una mujer rica, una moza manchega que se murió pronto, dejándole todo a don José, y que él se dio buena prisa en vender los cuatro viñedos y los dos olivares que había, porque aseguraba que los aires del campo le hacían mal a las vías respiratorias, y que lo primero de todo era cuidarse. Don José, en el Café de doña Rosa, pide siempre copita; él no es un cursi ni un pobretón de esos de café con leche. La dueña lo mira casi con simpatía por eso de la común afición al ojén. "El ojén es lo mejor del mundo; es estomacal, diurético y reconstituyente; cria sangre y aleja el espectro de la impotencia." Don José habla siempre con mucha propiedad. Una vez, hace ya un par de años, poco después de terminarse la guerra civil, tuvo un altercado con el violinista. La gente, casi toda, aseguraba que la razón la tenia el violinista, pero don José llamó a la dueña y le dijo: "O echa usted a puntapiés a ese rojo irrespetuoso y sinvergüenza, o yo no vuelvo a pisar el local". Doña Rosa, entonces, puso al violinista en la calle y ya no se volvió a saber más de él. Los clientes, que antes daban la razón al violinista, empezaron a cambiar de opinión, y al final ya decían que doña Rosa había hecho muy bien, que era necesario sentar mano dura y hacer un escarmiento. "Con estos desplantes, ¡cualquiera sabe a dónde iriamos a parar!" Los clientes, para decir esto, adoptaban un aire serio, ecuánime, un poco vergonzante. "Si no hay disciplina, no hay manera de hacer nada bueno, nada que merezca la pena", se oía decir por las mesas. Algún hombre ya metido en años cuenta a gritos la broma que le gastó, va ya para el medio siglo, a Madame Pimentón. —La muy imbécil se creia que me la iba a dar. Si, sí... ¡Estaba lista! La invité a unos blancos y al salir se rompió la cara contra la puerta. ¡Ja, ja! Echaba sangre como un becerro. Decía: "Oh, la, la; oh, la, la", y se marchó escupiendo las tripas. ¡Pobre desgraciada, andaba siempre bebida! ¡Bien mirado, hasta daba risa! Algunas caras, desde las próximas mesas, lo miran casi con envidia. Son las caras de las gentes que sonreían en paz, con beatitud, en esos instantes en que, casi sin darse cuenta, llegan a no pensar en nada. La gente es cobista por estupidez y, a veces, sonríen aunque en el fondo de su alma sientan una repugnancia inmensa, una repugnancia que casi no pueden contener. Por coba se puede llegar hasta el asesinato; seguramente que ha habido más de un crimen que se haya hecho por quedar bien, por dar coba a alguien. —A todos estos mangantes hay que tratarlos así; las personas decentes no podemos dejar que se nos suban a las barbas. ¡Ya lo decía mi padre! ¿Quieres uvas? Pues entra por uvas. ¡Ja, ja! ¡La muy zorrupia no volvió a arrimar por allí! Corre por entre las mesas un gato gordo, reluciente; un gato lleno de salud y de bienestar; un gato orondo y presuntuoso. Se mete entre las piernas de una señora, y la señora se sobresalta. —¡Gato del diablo! ¡Largo de aquí! El hombre de la historia le sonríe con dulzura. —Pero, señora, ¡pobre gato! ¡Qué mal le hacía a usted? Un jovencito melenudo hace versos entre la baraúnda. Está evadido, no se da cuenta de nada; es la única manera de poder hacer versos hermosos. Si mirase para los lados se le escaparía la inspiración. Eso de la inspiración debe ser como una mariposita ciega y sorda, pero muy luminosa; si no, no se explicarían muchas cosas. El joven poeta está componiendo un poema largo, que se llama "Destino". Tuvo sus dudas sobre si debía poner "El destino", pero al final, y después de consultar con algunos poetas ya más hechos, pensó que no, que sería mejor titularlo "Destino", simplemente. Era más sencillo, más evocador, más misterioso. Además, así, llamándole "Destino", quedaba más sugeridor, más... ¿cómo diríamos?, más impreciso, más poético. Así no se sabía si se quería aludir a "el destino", o a "un destino", a "destino incierto", a "destino fatal" o "destino feliz" o "destino azul" o "destino violado". "El destino" ataba más, dejaba menos campo para que la imaginación volase en libertad, desligada de toda traba. El joven poeta llevaba ya vanos meses trabajando en su poema. Tenía ya trescientos y pico de versos, una maqueta cuidadosamente dibujada de la futura edición y una lista de posibles suscríptores, a quienes, en su hora, se les enviaría un boletín, por si querían cubrirlo. Había ya elegido también el tipo de imprenta (un tipo sencillo, claro, clásico; un tipo que se leyese con sosiego; vamos, queremos decir un bodoní), y tenía ya redactada la justificación de la tirada. Dos dudas, sin embargo, atormentaban aún al joven poeta: el poner o no poner el "Laus Deo" rematando el colofón, y el redactar por sí mismo, o no redactar por sí mismo, la nota biográfica para la solapa de la sobrecubierta. Doña Rosa no era, ciertamente, lo que se suele decir una sensitiva. —Y lo que le digo, ya lo sabe. Para golfos ya tengo bastante con mi cuñado. ¡Menudo pendón! Usted está todavía muy verdecito, ¿me entiende?, muy verdecito. ¡Pues estaría bueno! ¿Dónde ha visto usted que un hombre sin cultura y sin principios ande por ahí, tosiendo y pisando fuerte como un señorito? ¡No seré yo quien lo vea, se lo juro! Doña Rosa sudaba por el bigote y por la frente. —Y tú, pasmado, ya estás yendo por el periódico. ¡Aquí no hay respeto ni hay decencia, eso es lo que pasa! ¡Ya os daría yo para el pelo, ya, si algún día me cabreara! ¡Habrá-se visto! Doña Rosa clava sus ojitos de ratón sobre Pepe, el viejo camarero llegado, cuarenta o cuarenta y cinco años atrás, de Mondoñedo. Detrás de los gruesos cristales, los ojitos de doña Rosa parecen los atónitos ojos de un pájaro disecado. —¡Qué miras! ¡Qué miras! ¡Bobo! ¡Estás igual que el día que llegaste! ¡A vosotros no hay Dios que os quite el pelo de la dehesa! ¡Anda, espabila y tengamos la fiesta en paz, que si fueras más hombre ya te había puesto de patas en la calle! ¿Me entiendes? ¡Pues nos ha merengao! Doña Rosa se palpa el vientre y vuelve de nuevo a tratarlo de usted. —Ande, ande... Cada cual a lo suyo. Ya sabe, no perdamos ninguno la perspectiva, ¡qué leñe!, ni el respeto, ¿me entiende?, ni el respeto. Doña Rosa levantó la cabeza y respiró con profundidad. Los pelitos de su bigote se estremecieron con un gesto retador, con un gesto airoso, solemne, como el de los negros cuernecitos de un grillo enamorado y orgulloso. Flota en el aire como un pesar que se va clavando en los corazones. Los corazones no duelen y pueden sufrir, hora tras hora, hasta toda una vida, sin que nadie sepamos nunca, demasiado a ciencia cierta, qué es lo que pasa. Un señor de barbita blanca le da trocitos de bollo suizo, mojado en café con leche, a un niño morenucho que tiene sentado sobre las rodillas. El señor se llama don Trinidad García Sobrino y es prestamista. Don Trinidad tuvo una primera juventud turbulenta, llena de complicaciones y de veleidades, pero en cuanto murió su padre, se dijo: "De ahora en adelante hay que tener cautela; si no, la pringas, Trinidad"; se dedicó a los negocios y al buen orden y acabó rico. La ilusión de toda su vida hubiera sido llegar a diputado; él pensaba que ser uno de quinientos entre veinticinco millones no estaba nada mal. Don Trinidad anduvo coqueteando varios años con algunos personajes de tercera fila del partido de Gil Robles, a ver si conseguía que lo sacasen diputado; a él el sitio le era igual; no tenia ninguna demarcación preferida. Se gastó algunos cuartos en convites, dio su dinero para propaganda, oyó buenas palabras, pero al final no presentaron su candidatura por lado alguno y ni siquiera lo llevaron a la tertulia del jefe. Don Trinidad pasó por momentos duros, de graves crisis de ánimo, y al final acabó haciéndose lerrouxista. En el partido radical parece que le iba bastante bien, pero en esto vino la guerra y con ella el fin de su poco brillante, y no muy dilatada carrera política. Ahora don Trinidad vivía apartado de la "cosa pública", como aquel día memorable dijera don Alejandro, y se conformaba con que lo dejaran vivir tranquilo, sin recordarle tiempos pasados, mientras seguía dedicándose al lucrativo menester del préstamo a interés. Por las tardes se iba con el nieto al Café de doña Rosa, le daba de merendar y se estaba callado, oyendo la música o leyendo el periódico, sin meterse con nadie. Doña Rosa se apoya en una mesa y sonríe. —¿Qué.me dice, Elvirita? —Pues ya ve usted, señora, poca cosa. La señorita Elvira chupa del cigarro y ladea un poco la cabeza. Tiene las mejillas ajadas y los párpados rojos, como de tenerlos delicados. —¿Se le arregló aquello? —¿Cuál? —Lo de... —No, salió mal. Anduvo conmigo tres días y después me regaló un frasco de fijador. La señorita Elvira sonríe. Doña Rosa entorna la mirada, llena de pesar. —¡Es que hay gente sin conciencia, hija! —¡Psché! ¿Qué más da? Doña Rosa se le acerca, le habla casi al oído. —¿Por qué no se arregla con don Pablo? —Porque no quiero. Una también tiene su orgullo, doña Rosa. —¡Nos ha merengao! ¡Todas tenemos nuestras cosas! Pero lo que yo le digo a usted, Elvirita, y ya sabe que yo siempre quiero para usted lo mejor, es que con don Pablo bien le iba. —No tanto. Es un tío muy exigente. Y además un baboso. Al final ya lo aborrecía, ¡qué quiere usted!, ya me daba hasta repugnancia. Doña Rosa pone la dulce voz, la persuasiva voz de los consejos. —¡Hay que tener más paciencia, Elvirita! ¡Usted es aún muy niña! —¿Usted cree? La señorita Elvirita escupe debajo de la mesa y se seca la boca con la vuelta de un guante. Un impresor enriquecido que se llama Vega, don Mario de la Vega, se fuma un puro descomunal, un puro que pare-ce de anuncio. El de la mesa de al lado le trata de resultar simpático. —¡Buen puro se está usted fumando, amigo! Vega le contesta sin mirarle, con solemnidad: —Sí, no es malo, mi duro me costó. Al de la mesa de al lado, que es un hombre raquítico y sonriente, le hubiera gustado decir algo así como: "¡Quién como usted!", pero no se atrevió; por fortuna, le dio la vergüenza a tiempo. Miró para el impresor, volvió a sonreír con humildad, y le dijo: —¿Un duro nada más? Parece lo menos de siete pesetas. —Pues no: un duro y treinta de propina. Yo con esto ya me conformo. —¡Ya puede! —¡Hombre! No creo yo que haga falta ser un Romano-nes para fumar estos puros. —Un Romanones, no, pero ya ve usted, yo no me lo podría fumar, y como yo muchos de los que estamos aquí. —¿Quiere usted fumarse uno? —¡Hombre...! Vega sonrió, casi arrepintiéndose de lo que iba a decir. —Pues trabaje usted como trabajo yo. El impresor soltó una carcajada violenta, descomunal. El hombre raquítico y sonriente de la mesa de al lado dejó de sonreír. Se puso colorado, notó un calor quemándole las orejas y los ojos empezaron a escocerle. Agachó la vista para no enterarse de que todo el Café lo estaba mirando; él, por lo menos, se imaginaba que todo el Café le estaba mirando. Mientras don Pablo, que es un miserable que ve las cosas al revés, sonríe contando lo de Madame Pimentón, la señorita Elvira deja caer la colilla y la pisa. La señorita Elvira, de cuando en cuando, tiene gestos de verdadera princesa. —¿Qué daño le hacía a usted el gatito? ¡Michino, michino, toma, toma...! Don Pablo mira a la señora. —¡Hay que ver qué inteligentes son los gatos! Discurren mejor que algunas personas. Son unos animalitos que lo entienden todo. ¡Michino, michino, toma, toma...! El gato se aleja sin volver la cabeza y se mete en la cocina. —Yo tengo un amigo, hombre adinerado y de gran influencia, no se vaya usted a creer que es un pelado, que tiene un gato persa que atiende por Sultán, que es un prodigio. —¿Sí? —¡Ya lo creo! Le dice: "Sultán, ven", y el gato viene moviendo su rabo hermoso, que parece un plumero. Le dice: "Sultán, vete", y allá se va Sultán como un caballero muy digno. Tiene unos andares muy vistosos y un pelo que parece seda. No creo yo que haya muchos gatos como ése; ése, entre los gatos, es algo asi como el duque de Alba entre las personas. Mi amigo lo quiere como a un hijo. Claro que también es verdad que es un gato que se hace querer. Don Pablo pasea su mirada por el Café. Hay un momento que tropieza con la de la señorita Elvira. Don Pablo pestañea y vuelve la cabeza. —Y lo cariñosos que son los gatos. ¿Usted se ha fijado en lo cariñosos que son? Cuando cogen cariño a una persona ya no se lo pierden en toda la vida. Don Pablo carraspea un poco y pone la voz grave, importante: —¡Ejemplo deberían tomar muchos seres humanos! —Verdaderamente. Don Pablo respira con profundidad. Está satisfecho. La verdad es que eso de "ejemplo deberían tomar, etc." algo que le ha salido bordado. Pepe, el camarero, se vuelve a su rincón sin decir ni palabra. Al llegar a sus dominios, apoya una mano sobre el respaldo de una silla y se mira, como si mirase algo muy raro muy extraño, en los espejos. Se ve de frente, en el de más cerca; de espalda, en el del fondo; de perfil, en los de las esquinas. —A esta tia bruja lo que le vendría de primera es que la abrieran en canal un buen día. ¡Cerda! ¡Tía zorra! Pepe es un hombre a quien las cosas se le pasan pronto; le basta con decir por lo bajo una frasecita que no se hubiera atrevido jamás a decir en voz alta. —¡Usurera! ¡Guarra! ¡Que te comes el pan de los pobres! A Pepe le gusta mucho decir frases lapidarias en los momentos del mal humor. Después se va distrayendo poco a poco y acaba por olvidarse de todo. Dos niños de cuatro o cinco años juegan aburridamente, sin ningún entusiasmo, al tren por entre las mesas. Cuando van hacia el fondo, va uno haciendo de máquina y otro dé vagón. Cuando vuelven hacia la puerta, cambian. Nadie les hace caso, pero ellos siguen impasibles, desganados, andando para arriba y para abajo con una seriedad tremenda. Son dos niños ordenancistas, consecuentes, dos niños que juegan al tren, aunque se aburren como ostras, porque se han propuesto divertirse y, para divertirse, se han propuesto, pase lo que pase, jugar al tren durante toda la tarde. Si ellos no lo consiguen, ¿qué culpa tienen? Ellos hacen todo lo posible. Pepe los mira y les dice: —Que os vais a ir a caer... Pepe habla el castellano, aunque lleva ya casi medio siglo en Castilla, traduciendo directamente del gallego. Los niños le contestan "no, señor", y siguen jugando al tren sin fe, sin esperanza, incluso sin caridad, como cumpliendo un penoso deber. Doña Rosa se mete en la cocina. —¿Cuántas onzas echaste, Gabriel? —Dos, señorita. —¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡Así no hay quien pueda! ¡Y después, que si bases de trabajo, y que si la Virgen! ¿No te dije bien claro que no echases más que onza y media? Con vosotros no vale hablar en español, no os da la gana de entender. Doña Rosa respira y vuelve a la carga. Respira como una máquina, jadeante, precipitada: todo el cuerpo en sobresalto y un silbido roncándole por el pecho. —Y si a don Pablo le parece que está muy claro, que se vaya con su señora a donde se lo den mejor. ¡Pues estaría bueno! ¡Habráse visto! Lo que no sabe ese piernas desgraciado es que lo que aquí sobran, gracias a Dios, son clientes. ¿Te enteras? Si no le gusta, que se vaya; eso saldremos ganando. ¡Pues ni que fueran reyes! Su señora es una víbora, que me tiene muy harta. ¡Muy harta es lo que estoy yo de la doña Pura! Gabriel la previene, como todos los dias. —¡Que la van a oír, señorita! —¡Que me oigan si quieren, para eso lo digo! ¡Yo no tengo pelos en la lengua! ¡Lo que yo no sé es cómo ese mastuerzo se atrevió a despedir a la Elvirita, que es igual que un ángel y que no vivia pensando más que en darle gusto, y aguanta como un cordero a la liosa de la doña Pura, que es un culebrón siempre riéndose por lo bajo! En fin, como decía mi madre, que en paz descanse: ¡vivir para ver! Gabriel trata de arreglar el desaguisado. —¿Quiere que quite un poco? —Tú sabrás lo que tiene que hacer un hombre honrado, un hombre que esté en sus cabales y no sea un ladrón. ¡Tú, cuando quieres, muy bien sabes io que te conviene! Padilla, el cerillero, habla con un cliente nuevo que le compró un paquete entero de tabaco. —¿Y está siempre así? —Siempre, pero no es mala. Tiene el genio algo fuerte, pero después no es mala. —¡Pero a aquel camarero le llamó bobo! —¡Anda, eso no importa! A veces también nos llama maricas y rojos. El cliente nuevo no puede creer lo que está viendo. —Y ustedes, ¿tan tranquilos? —Sí, señor; nosotros tan tranquilos. El cliente nuevo se encoge de hombros. —Bueno, bueno... El cerillero se va a dar otro recorrido al salón. El cliente se queda pensativo. —Yo no sé quién será más miserable, si esa foca sucia y enlutada o esta partida de gaznápiros. Si la agarrasen un día y le dieran una somanta entre todos, a lo mejor entraba en razón. Pero, ¡ca!, no se atreven. Por dentro estarán todo el día mentándole al padre, pero por fuera, ¡ya lo vemos! "¡Bobo, lárgate! ¡Ladrón, desgraciado!" Ellos, encantados. "Si, señor; nosotros tan tranquilos." ¡Ya lo creo! Caray con esta gente, ¡asi da gusto! El cliente sigue fumando. Se llama Mauricio Segovia y está empleado en la Telefónica. Digo todo esto porque, a lo mejor, después vuelve a salir. Tiene unos treinta y ocho o cuarenta años y el pelo rojo y la cara llena de pecas. Vive lejos, por Atocha; vino a este barrio por casualidad, vino detrás de una chica que, de repente, antes de que Mauricio se decidiese a decirle nada, dobló una esquina y se metió por el primer portal. Segundo, el limpia, va voceando: —¡Señor Suárez! ¡Señor Suárez! El señor Suárez, que tampoco es un habitual, se levanta de donde está y va al teléfono. Anda cojeando, cojeando de arriba, no del pie. Lleva un traje a la moda, de un color cla-rito, y usa lentes de pinza. Representa tener unos cincuenta años y parece dentista o peluquero. También parece, fijándose bien, un viajante de productos químicos. El señor Suárez tiene todo el aire de ser un hombre muy atareado, de esos que dicen al mismo tiempo: "Un exprés solo; el limpia; chico, búscame un taxi". Estos señores tan ocupados, cuando van a la peluquería, se afeitan, se cortan el pelo, se hacen las manos, se limpian los zapatos y leen el periódico. A veces, cuando se despiden de algún amigo, le advierten: "De tal a tal hora, estaré en el Café; después me daré una vuelta por el despacho, y a la caída de la tarde me pasaré por casa de mi cuñado; los teléfonos vienen en la guía; ahora me voy porque tengo todavía multitud de pequeños asuntos que resolver". De estos hombres se ve en seguida que son los triunfadores, los señalados, los acostumbrados a mandar. Por teléfono, el señor Suárez habla en voz bajá, atiplada, una voz de lila, un poco redicha. La chaqueta le está algo corta y el pantalón le queda ceñido, como el de un torero. —¿Eres tú? —¡Descarado, más que descarado! ¡Eres un carota! —Sí... Sí... Bueno, como tú quieras. —Entendido. Bien; descuida, que no faltaré. —Adiós, chato. —¡Je, je! ¡Tú siempre con tus cosas! Adiós, pichón; ahora te recojo. El señor Suárez vuelve a su mesa. Va sonriendo y ahora lleva la cojera algo temblona, como estremecida; ahora lleva una cojera casi cachonda, una cojera coqueta, casquivana. Paga su café, pide un taxi y, cuando se lo traen, se levanta y se va. Mira con la frente alta, como un gladiador romano; va rebosante de satisfacción, radiante de gozo. Alguien lo sigue con la mirada hasta que se lo traga la puerta giratoria. Sin duda alguna, hay personas que llaman más la atención que otras. Se les conoce porque tienen como una estrellita en la frente. La dueña da media vuelta y va hacia el mostrador. La cafetera niquelada borbotea pariendo sin cesar tazas de café exprés, mientras la registradora de cobriza antigüedad suena constantemente. Algunos camareros de caras flaccidas, tristonas, amarillas, esperan, embutidos en sus trasnochados smokings, con el borde de la bandeja apoyada sobre el mármol, a que el encargado les dé las consumisiones y las doradas y plateadas chapitas de las vueltas. El encargado cuelga el teléfono y reparte lo que le piden. —¿Conque otra vez hablando por ahí, como si no hubiera nada que hacer? —Es que estaba pidiendo más leche, señorita. —¡Sí, más leche! ¿Cuánta han traído esta mañana? —Como siempre, señorita: sesenta.—¿Y no ha habido bastante? —No, parece que no va a llegar. —Pues, hijo, ¡ni que estuviésemos en la Maternidad! ¿Cuánta has pedido? —Veinte más. —¿Y no sobrará? —No creo. —¿Cómo "no creo"? ¡Nos ha merengao! ¿Y si sobra, di? —No, no sobrará. ¡Vamos, digo yo! —Si, "digo yo", como siempre, "digo yo", eso es muy cómodo. ¿Y si sobra? —No, ya verá como no ha de sobrar. Mire usted cómo está el salón. —Sí, claro, cómo está el salón, cómo está el salón. Eso se dice muy pronto. ¡Porque soy honrada y doy bien, que si no ya verías a donde se iban todos! ¡Pues menudos son! Los camareros, mirando para el suelo, procuran pasar inadvertidos. —Y vosotros, a ver si os alegráis. ¡Hay muchos cafés solos en esas bandejas! ¿Es que no sabe la gente que hay suizos, y mojicones, y torteles? No, ¡si ya lo sé! ¡Si sois capaces de no decir nada! Lo que quisierais es que me viera en la miseria, vendiendo los cuarenta iguales. ¡Pero os reventáis! Ya sé yo con quienes me juego la tela. ¡Estáis buenos! Anda, vamos, mover las piernas y pedir a cualquier santo que no se me suba la sangre a la cabeza. Los camareros, como quien oye llover, se van marchando del mostrador con los servicios. Ni uno solo mira para doña Rosa. Ninguno piensa, tampoco, en doña Rosa. Uno de los hombres que, de codos sobre el velador, ya sabéis, se sujeta la pálida frente con la mano —triste y amarga la mirada, preocupada y como sobrecogida la expresión—, habla con el camarero. Trata de sonreír con dulzura, parece un niño abandonado que pide agua en una casa del camino. El camarero hace gestos con la cabeza y llama al echador. Luis, el echador, se acerca hasta la dueña. —Señorita, dice Pepe que aquel señor no quiere pagar. —Pues que se las arregle corno pueda para sacarle los cuartos; eso es cosa suya; si no se los saca, dile que se le pegan al bolsillo y en paz. ¡Hasta ahí podíamos llegar! La dueña se ajusta los lentes y mira. —¿Cuál es? —Aquel de allí, aquel que lleva gafitas de hierro. —¡Anda, qué tío, pues esto si que tiene gracia! ¡Con esa cara! Oye, ¿y por qué regla de tres no quiere pagar? —Ya ve... Dice que se ha venido sin dinero. —¡Pues sí, lo que faltaba para el duro! Lo que sobran en este país son picaros. El echador, sin mirar para los ojos de doña Rosa, habla con un hilo de voz: —Dice que cuando tenga ya vendrá a pagar. Las palabras, al salir de la garganta de doña Rosa, suenan como el latón. —Eso dicen todos y después, para uno que vuelve, cien se largan, y si te he visto no me acuerdo. ¡Ni hablar! ¡Cria cuervos y te sacarán los ojos! Dile a Pepe que ya sabe: a la calle con suavidad, y en la acera, dos patadas bien dadas donde se tercie. ¡Pues nos ha merengao! El echador se marchaba cuando doña Rosa volvió a hablarle. —¡Oye! ¡Dile a Pepe que se fije en la cara! —Sí, señorita. Doña Rosa se quedó mirando para la escena. Luis llega, siempre con sus lecheras, hasta Pepe y le habla al oído. —Eso es todo lo que dice. Por mí, ¡bien lo sabe Dios! Pepe se acerca al cliente y éste se levanta con lentitud. Es un hombrecillo desmedrado, paliducho, enclenque, con lentes de pobre alambre sobre la mirada. Lleva la americana raída y el pantalón desflecado. Se cubre con un flexible gris oscuro, con la cinta llena de grasa, y lleva un libro forrado de papel de periódico debajo del brazo. —Si quiere, le dejo el libro. —No. Ande, a la calle, no me alborote. El hombre va hacia la puerta con Pepe detrás. Los dos salen afuera. Hace frío y las gentes pasan presurosas. Los vendedores vocean los diarios de la tarde. Un tranvía tristemente, trágicamente, casi lúgubremente bullanguero, baja por la calle de Fuencarral. El hombre no es un cualquiera, no es uno de tantos, no es un hombre vulgar, un hombre del montón, un ser corriente y moliente; tiene un tatuaje en el brazo izquierdo y una cicatriz en la ingle. Ha hecho sus estudios y traduce algo del francés. Ha seguido con atención el ir y venir del movimiento intelectual y literario, y hay algunos folletones de El Sol que todavía podría repetirlos casi de memoria. De mozo tuvo una novia suiza y compuso poesías ultraístas. El limpia habla con don Leonardo. Don Leonardo le está diciendo: —Nosotros los Meléndez, añoso tronco emparentado con las más rancias familias castellanas, hemos sido otrora dueños de vidas y haciendas. Hoy, ya lo ve usted, ¡casi en medio de la rué! Segundo Segura siente admiración por don Leonardo. El que don Leonardo le haya robado sus ahorros es, por lo visto, algo que le llena de pasmo y de lealtad. Hoy don Leonardo está locuaz con él, y él se aprovecha y retoza a su alrededor como un perrillo faldero. Hay días, sin embargo, en que tiene peor suerte y don Leonardo lo trata a patadas. En esos días desdichados, el limpia se le acerca sumiso y le habla humildemente, quedamente. —¿Qué dice usted? Don Leonardo ni le contesta. El limpia no se preocupa y vuelve a insistir. —¡Buen día de frío! —Si. El limpia entonces sonríe. Es feliz y, por ser correspondido, hubiera dado gustoso otros seis mil duros. —¿Le saco un poco de brillo? El limpia se arrodilla, y don Leonardo, que casi nunca suele ni mirarle, pone el pie con, displicencia en la plantilla de hierro de la caja. Pero hoy, no. Hoy don Leonardo está contento. Segura mente está redondeando el anteproyecto para la creación ile una importante Sociedad Anónima. —En tiempos, ¡oh, mon Dieu!, cualquiera de nosotros se asomaba a la Bolsa y allí nadie compraba ni vendía hasta ver lo que hacíamos. —¡Hay que ver! ¿Eh? Don Leonardo hace un gesto ambiguo con la boca, mientras con la mano dibuja jeribeques en el aire. —¿Tiene usted un papel de fumar? —dice al de la mesa de al lado—; quisiera fumar un poco de picadura y me encuentro sin papel en este momento. El limpia calla y disimula; sabe que es su deber. Doña Rosa se acerca a la mesa de Elvirita, que habia estado mirando para la escena del camarero y el hombre que no pagó el café. —¿Ha visto usted, Elvirita? La señorita Elvira tarda unos instantes en responder. —¡Pobre chico! A lo mejor no ha comido en todo el día, doña Rosa. —¿Usted también me sale romántica? ¡Pues vamos servidos! Le juro a usted que a corazón tierno no hay quien me gane, pero, ¡con estos abusos! Elvirita no sabe qué contestar. La pobre es una sentimental que se echó a la vida para no morirse de hambre, por lo menos, demasiado de prisa. Nunca supo hacer nada y, además, tampoco es guapa ni de modales finos. En su casa, de niña, no vio más que desprecio y calamidades. Elvirita era de Burgos, hija de un punto de mucho cuidado, que se llamó, en vida, Fidel Hernández. A Fidel Hernández, que mató a la Eudosia, su mujer, con una lezna de zapatero, lo condenaron a muerte y lo agarrotó Gregorio Ma yoral en el año 1909. Lo que él decia: "Si la mato a sopas con sulfato, no se entera ni Dios". Elvirita, cuando se que do huérfana, tenia once o doce años y se fue a Villalón, a vivir con una abuela, que era la que pasaba el cepillo del pan de San Antonio en la parroquia. La pobre vieja vivia mal, y cuando le agarrotaron al hijo empezó a desinflarse y al poco tiempo se murió. A Elvirita la embromaban las otras mozas del pueblo enseñándole la picota y diciéndole: "¡En otra igual colgaron a tu padre, tía asquerosa!" Elvirita, un dia que ya no pudo aguantar más, se largó del pueblo con un asturiano que vino a vender peladillas por la función. Anduvo con él dos años largos, pero como le daba unas tundas tremendas que la deslomaba, un día, en Orense, lo mandó al cuerno y se metió de pupila en casa de la Pelona, en la calle del Villar, donde conoció a una hija de la Marraca, la leñadora de la pradera de Francelos, en Ri-badavia, que tuvo doce hijas, todas busconas. Desde entonces, para Elvirita todo fue rodar y coser y cantar, digámoslo así. La pobre estaba algo amargada, pero no mucho. Además, era de buenas intenciones y, aunque tímida, todavía un poco orgullosa. Don Jaime Arce, aburrido de estar sin hacer nada, mirando para el techo y pensando en vaciedades, levanta la cabeza del respaldo y explica a la señora silenciosa del hijo muerto, a la señora que ve pasar la vida desde debajo de la escalera de caracol que sube a los billares: —Infundios... Mala organización... También errores, no lo niego. Créame que no hay más. Los bancos funcionan defectuosamente, y los notarios, con sus oficiosidades, con sus precipitaciones, echan los pies por alto antes de tiempo y organizan semejante desbarajuste que después no hay quien se entienda. Don Jaime pone un mundano gesto de resignación. —Luego viene lo que viene: los protestos, los líos y la monda. Don Jaime Arce habla despacio, con parsimonia, incluso con cierta solemnidad. Cuida el ademán y se preocupa por dejar caer las palabras lentamente, como para ir viendo, y midiendo y pesando, el efecto que hacen. En el fondo, no carece también de cierta sinceridad. La señora del hijo muerto, en cambio, es como una tonta que no dice nada; escucha y abre los ojos de una manera rara, de una manera que parece más para no dormirse que para atender. —Eso es todo, señora, y lo demás, ¿sabe lo que le digo?, lo demás son macanas. Don Jaime Arce es hombre que habla muy bien, aunque dice, en medio de una frase bien cortada, palabras poco finas, como la monda, o el despiporrio, y otras por el estilo. La señora lo mira y no dice nada. Se limita a mover la cabeza, para adelante y para atrás, con un gesto que tampoco significa nada. —Y ahora, ¡ya ve usted!, en labios de la gente. ¡Si mi pobre madre levantara la cabeza! La señora, la viuda de Sanz, doña Isabel Montes, cuando don Jaime andaba por lo de "¿Sabe lo que le digo?", empezó a pensar en su difunto, en cuando lo conoció, de veintitrés años, apuesto, elegante, muy derecho, con el bigote engomado. Un vaho de dicha recorrió, un poco confusamente, su cabeza, y doña Isabel sonrió, de una manera muy discreta, durante medio segundo. Después se acordó ' del pobre Paquito, de la cara de bobo que se le puso con la meningitis, y se entristeció de repente, incluso con violencia. Don Jaime Arce, cuando abrió los ojos que había entornado para dar mayor fuerza a lo de "¡Si mi pobre madre levantara la cabeza!", se fijó en doña Isabel y le dijo, obsequioso: —¿Se siente usted mal, señora? Está usted un poco pálida. —No, nada, muchas gracias. ¡Ideas que se le ocurren a una! Don Pablo, como sin querer, mira siempre un poco de reojo para la señorita Elvira. Aunque ya todo terminó, él no puede olvidar el tiempo que pasaron juntos. Ella, bien mirado, era buena, dócil, complaciente. Por fuera, don Pablo fingía como despreciarla y la llamaba tía guarra y meretriz, pero por dentro la cosa variaba. Don Pablo, cuando, en voz baja, se ponía tierno, pensaba: "No son cosas del sexo, no; son cosas del corazón". Después se le olvidaba y la hubiera dejado morir de hambre y de lepra con toda tranquilidad; don Pablo era asi. —Oye, Luis, ¿qué pasa con ese joven? —Nada, don Pablo, que no le daba la gana de pagar el café que se había tomado. —Habérmelo dicho, hombre; parecía buen muchacho. —No se fíe; hay mucho mangante, mucho desaprensivo. Doña Pura, la mujer de don Pablo, dice: —Claro que hay mucho mangante y mucho desaprensivo, ésa es la verdad. ¡Si se pudiera distinguir! Lo que tendría que hacer todo el mundo es trabajar como Dios manda, ¿verdad, Luis? —Puede; sí, señora. —Pues eso. Así no habría dudas. El que trabaje que se tome su café y hasta un bollo suizo si le da la gana; pero el que no trabaje..., ¡pues mira! El que no trabaja no es digno de compasión; los demás no vivimos del aire. Doña Pura está muy satisfecha de su discurso; realmente le ha salido muy bien. Don Pablo vuelve otra vez la cabeza hacia la señora que se asustó del gato. —Con estos tipos que no pagan el café hay que andarse con ojo, con mucho ojo. No sabe uno nunca con quién tropieza. Ése que acaban de echar a la calle, lo mismo es un ser genial, lo que se dice un verdadero genio como Cervantes o como Isaac Peral, que un fresco redomado. Yo le hubiera pagado el café. ¿A mi qué más me da un café de más que de menos? —Claro. Don Pablo sonrió como quien, de repente, encuentra que tiene toda la razón. —Pero eso no lo encuentra usted entre los seres irracionales. Los seres irracionales son más gallardos y no engañan nunca. Un gatito noble como ése, ¡je, je!, que tanto miedo le daba, es una criatura de Dios, que lo que quiere es jugar, nada más que jugar. A don Pablo le sube a la cara una sonrisa de beatitud. Si se le pudiese abrir el pecho, se le encontraría un corazón negro y pegajoso como la pez. Pepe vuelve a entrar a los pocos momentos. La dueña, que tiene las manos en los bolsillos del mandil, los hombros echados para atrás y las piernas separadas, lo llama con una voz seca, cascada; con una voz que parece el chasquido de un timbre con la campanilla partida. —Ven acá. Pepe casi no se atreve a mirarla. —¿Qué quiere? —¿Le has arreado? —Sí, señorita. —¿Cuántas? —Dos. La dueña entorna los ojitos tras los cristales, saca las manos de los bolsillos y se las pasa por la cara, donde apuntan los cañotes de la barba, mal tapados por los polvos de arroz. —¿Dónde se las has dado? —Donde pude; en las piernas. —Bien hecho. ¡Para que aprenda! ¡Así otra vez no querrá robarle el dinero a las gentes honradas! Doña Rosa, con sus manos gordezuelas apoyadas sobre el vientre, hinchado como un pellejo de aceite, es la imagen misma de la venganza del bien nutrido contra el hambriento. ¡Sinvergüenzas! ¡Perros! De sus dedos como morcillas se reflejan hermosos, casi lujuriosos, los destellos de las lámparas. Pepe, con la mirada humilde, se aparta de la dueña. En el fondo, aunque no lo sepa demasiado, tiene la conciencia tranquila. Don José Rodríguez de Madrid está hablando con dos amigos que juegan a las damas. —Ya ven ustedes, ocho duros, ocho cochinos duros. Después la gente, habla que te habla. Uno de los jugadores le sonríe. —¡Menos da una piedra, don José! —¡Psché! Poco menos. ¿A dónde va uno con ocho duros? —Hombre, verdaderamente, con ocho duros poco se puede hacer, ésa es la verdad; pero, ¡en fin!, lo que yo digo, para casa todo, menos una bofetada. —Sí, eso también es verdad; después de todo, los he ganado bastante cómodamente... Al violinista a quien echaron a la calle por contestar a don José, ocho duros le duraban hasta ocho días. Comía poco y mal, cierto es, y no fumaba más que de prestado, pero conseguía alargar los ocho duros durante una semana entera; seguramente, habría otros que aún se defendían con menos. La señorita Elvira llama al cerillero. —¡Padilla! —¡Voy, señorita Elvira! —Dame dos tritones; mañana te los pago. —Bueno. Padilla sacó los dos tritones y se los puso a la señorita Elvira sobre la mesa. —Uno es para luego, ¿sabes?, para después de la cena. —Bueno, ya sabe usted, aquí hay crédito. El cerillero sonrió con un gesto de galantería. La señorita Elvira sonrió también. —Oye, ¿quieres darle un recado a Macario? —Sí. —Dile que toque "Luisa Fernanda", que haga el favor. El cerillero se marchó arrastrando los pies, camino de la tarima de los músicos. Un señor que llevaba ya un rato timándose con Elvirita, se decidió por fin a romper el hielo. —Son bonitas las zarzuelas, ¿verdad, señorita? La señorita Elvira asintió con un mohín. El señor no se desanimó; aquel visaje lo interpretó como un gesto de simpatía. —Y muy sentimentales, ¿verdad? La señorita Elvira entornó los ojos. El señor tomó nuevas fuerzas. —¿A usted le gusta el teatro? —Si es bueno... El señor se rió como festejando una ocurrencia muy chistosa. Carraspeó un poco, ofreció fuego a la señorita Elvira, y continuó: —Claro, claro. ¿Y el cine? ¿También le agrada el cine? —A veces... El señor hizo un esfuerzo tremendo, un esfuerzo que le puso colorado hasta las cejas. —Esos cines oscuritos, ¿eh?, ¿qué tal? La señorita Elvira se mostró digna y suspicaz. —Yo al cine voy siempre a ver la película. El señor reaccionó. —Claro, naturalmente, yo también... Yo lo decía por los jóvenes, claro, por las parejitas, ¡todos hemos sido jóvenes!... Oiga, señorita, he observado que es usted fumadora; a mí esto de que las mujeres fumen me parece muy bien, claro que muy bien; después de todo, ¿qué tiene de malo? Lo mejor es que cada cual viva su vida, ¿no le parece a usted? Lo digo porque, si usted me lo permite (yo ahora me tengo que marchar, tengo mucha prisa, ya nos encontraremos otro día para seguir charlando), si usted me lo permite, yo tendría mucho gusto en... vamos, en proporcionarle una cajetilla de tritones. El señor habla precipitadamente, azoradamente. La señorita Elvira le respondió con cierto desprecio, con el gesto de quien tiene la sartén por el mango. —Bueno, ¿por qué no? ¡Si es capricho! El señor llamó al cerillero, le compró la cajetilla, se la entregó con su mejor sonrisa a la señorita Elvira, se puso el abrigo, cogió el sombrero y se marchó. Antes le dijo a la señorita Elvira: —Bueno, señorita, tanto gusto. Leoncio Maestre, para servirla. Como le digo, ya nos veremos otro día. A lo mejor somos buenos amiguitos. La dueña llama al encargado. El encargado se llama López, Consorcio López, y es natural de Tomelloso, en la provincia de Ciudad Real, un pueblo grande y hermoso y de mucha riqueza. López es un hombre joven, guapo, incluso atildado, que tiene las manos grandes y la frente estrecha. Es un poco haragán y los malos humores de doña Rosa se los pasa por la entrepierna. "A esta tía —suele decir— lo mejor es dejarla hablar; ella sola se para." Consorcio López es un filósofo práctico; la verdad es que su filosofia le da buen resultado. Una vez, en Tomelloso, poco antes de venirse para Madrid, diez o doce años atrás, el hermano de una novia que tuvo, con la que no quiso casar después de hacerle dos gemelos, le dijo: "O te casas con la Marujita o te los corto donde te encuentre". Consorcio, como no quería casarse ni tampoco quedar capón, cogió el tren y se metió en Madrid; la cosa debió irse poco a poco olvidando porque la verdad es que no volvieron a meterse con él. Consorcio llevaba siempre en la cartera dos fotos de s gemelitos: una, de meses aún, desnuditos encima de un cojin, y otra de cuando hicieron la primera comunión, que había mandado su antigua novia, Maruja Ranero, entonces ya señora de Gutiérrez. Doña Rosa, como decimos, llamó al encargado. —¡López! —Voy, señorita. —¿Cómo andamos de vermú? —Bien, por ahora bien. —¿Y de anís? —Así, así. Hay algunos que ya van faltando. —¡Pues que beban de otro! Ahora no estoy para meterme en gastos, no me da la gana. ¡Pues anda con las exigencias! Oye, ¿has comprado eso? —¿El azúcar? —Sí. —Si; mañana lo van a traer. —¿A catorce cincuenta, por fin? —Sí; querían a quince, pero quedamos en que, por junto, bajarían esos dos reales. —Bueno, ya sabes: bolsita y no repite ni Dios. ¿Estamos? —Si, señorita. El jovencito de los versos está con el lápiz entre los labios, mirando para el techo. Es un poeta que hace versos "con idea". Esta tarde la idea ya la tiene. Ahora le faltan consonantes. En el papel tiene apuntados ya algunos. Ahora busca algo que rime bien con río y que no sea tio, ni tronío; albedrío, le anda ya rondando. Estío, también. —Me aguarda una caparazón estúpida, una concha de hombre vulgar. La niña de ojos azules... Quisiera, sin embargo, ser fuerte, fortísimo. De ojos azules y bellos... O la obra mata al hombre o el hombre mata a la obra. La de los rubios cabellos... ¡Morir! ¡Morir, siempre! Y dejar un breve libro de poemas. ¡Qué bella, qué bella está...! El joven poeta está blanco, muy blanco, y tiene dos rosetones en los pómulos, dos rosetones pequeños. —La niña de ojos azules... Río, rio, río. De ojos azules y bellos... Tronío, tío, tronío, tio. La de los rubios cabellos... Albedrío. Recuperar de pronto su albedrío. La niña de ojos azules... Estremecer de gozo su albedrío. De ojos azules y bellos... Derramando de golpe su albedrío. La niña de ojos azules... Y ahora ya tengo, intacto, mi albedrío. La niña de ojos azules... O volviendo la cara al manso estío. La niña de ojos azules... La niña de ojos... ¿Cómo tiene la niña los ojos...? Cosechando las mieses del estío. La niña... ¿Tiene ojos la niña...? Larán, larán, larán, larán, la, estío... El jovencito, de pronto, nota que se le borra el Café. —Besando el universo en el estío. Es gracioso... Se tambalea un poco, como un niño mareado, y siente que un calor intenso le sube hasta las sienes. —Me encuentro algo... Quizás mi madre... Sí; estío, estío... Un hombre vuela sobre una mujer desnuda... ¡Qué tío...! No, tío, no... Y entonces yo le diré: ¡jamás!... El mundo, el mundo... Sí, gracioso, muy gracioso... En una mesa del fondo, dos pensionistas, pintadas como monas, hablan de los músicos. —Es un verdadero artista; para mí es un placer escucharle. Ya me lo decía mi difunto Ramón, que en paz descanse: "Fíjate, Matilde, sólo en la manera que tiene de echarse el violin a la cara". Hay que ver lo que es la vida: si ese chico tuviera padrinos llegaría muy lejos. Doña Matilde pone los ojos en blanco. Es gorda, sucia y pretensiosa. Huele mal y tiene una barriga tremenda, toda llena de agua. —Es un verdadero artista, un artistazo. —Sí, verdaderamente: yo estoy todo el día pensando en esta hora. Yo también creo que es un verdadero artista. Cuando toca, como él sabe hacerlo, el vals de "La viuda alegre", me siento otra mujer. Doña Asunción tiene un condescendiente aire de oveja. —¿Verdad que aquélla era otra música? Era más fina, ¿verdad?, más sentimental. Doña Matilde tiene un hijo imitador de estrellas, que vive en Valencia. Doña Asunción tiene dos hijas: una casada con un subalterno del Ministerio de Obras Públicas, que se llama Miel Contreras y es algo borracho, y otra, soltera, que salió armas tomar y vive en Bilbao, con un catedrático. El prestamista limpia la boca del niño con un pañuelo. Tiene los ojos brillantes y simpáticos y, aunque no va muy aseado, aparenta cierta prestancia. El niño se ha tomado un doble de café con leche y dos bollos suizos, y se ha quedado tan fresco. Don Trinidad García Sobrino no piensa ni se mueve. Es un hombre pacífico, un hombre de orden, un hombre que quiere vivir en paz. Su nieto parece un gitanillo flaco, y barrigón. Lleva un gorro de punto y unas polainas, también Ir punto; es un niño que va muy abrigado. ¿Le pasa a usted algo, joven? ¿Se siente usted mal? El joven poeta no contesta. Tiene los ojos abiertos y pasmados y parece que se ha quedado mudo. Sobre la frente le cae una crencha de pelo. —¿Está usted enfermo? Algunas cabezas se volvieron. El poeta sonreía con un gesto estúpido, pesado. —Oiga, ayúdeme a incorporarlo. Se conoce que se ha puesto malo. Los pies del poeta se escurrieron y su cuerpo fue a dar debajo de la mesa. —Échenme una mano; yo no puedo con él. La gente se levantó. Doña Rosa miraba desde el mostrador. —También es ganas de alborotar... El muchacho se dio un golpe en la frente al rodar debajo de la mesa. —Vamos a llevarlo al water, debe de ser un mareo. Mientras don Trinidad y tres o cuatro clientes dejaron al poeta en el retrete, a que se repusiese un poco, su nieto se entretuvo en comer las migas del bollo suizo que habían quedado sobre la mesa. —El olor del desinfectante lo espabilará; debe de ser un mareo. El poeta, sentado en la taza del retrete y con la cabeza apoyada en la pared, sonreía con un aire beatifico. Aun sin darse cuenta, en el fondo era feliz. Don Trinidad se volvió a su mesa. —¿Le ha pasado ya? —Sí, no era nada, un mareo. La señorita Elvira devolvió los dos tritones al cerillero. —Y este otro para ti. —Gracias. Ha habido suerte, ¿eh? —¡Psché! Menos da una piedra... Padilla, un día, llamó cabrito a un galanteador de la señorita Elvira y la señorita Elvira se incomodó. Desde en tonces, el cerillero es más respetuoso. A don Leoncio Maestre por poco lo mata un tranvía. ¡Burro! ¡Burro lo será usted, desgraciado! ¿En qué va usted pensando? Don Leoncio Maestre iba pensando en Elvirita. Es mona, sí, muy mona. ¡Ya lo creo! Y parece chica fina... No, una golfa no es. ¡Cualquiera sabe! Cada vida es una novela. Parece así como una chica de buena familia que haya reñido en su casa. Ahora estará trabajando en alguna oficina, seguramente en un sindicato. Tiene las facciones tristes y delicadas; probablemente lo que necesita es cariño, y que la mimen mucho, que estén todo el día contemplándola. A don Leoncio Maestre le saltaba el corazón debajo de la camisa. -Mañana vuelvo. Sí, sin duda. Si está, buena señal. Y si no... Si no está... ¡A buscarla! Don Leoncio Maestre se subió el cuello del abrigo y dio dos saltitos. Elvira, señorita Elvira. Es un bonito nombre. Yo creo que la cajetilla de tritones le habrá agradado. Cada vez que fume uno se acordará de mí... Mañana le repetiré el nombre. Leoncio, Leoncio, Leoncio. Ella, a lo mejor, me pone un nombre más cariñoso, algo que salga de Leoncio. Leo. Oncio. Oncete... Me tomo una caña porque me da la gana. Don Leoncio Maestre se metió en un bar y se tomó una caña en el mostrador. A su lado, sentada en una banqueta, una muchacha le sonreía. Don Leoncio se volvió de espaldas. Aguantar aquella sonrisa le hubiera parecido una traición; la primera traición que hacia a Elvirita. —No; Elvirita, no. Elvira. Es un nombre sencillo, un nombre muy bonito. La muchacha del taburete le habló por encima del hombro. —¿Me da usted fuego, tio serio? Don Leoncio le dio fuego, casi temblando. Pagó la caña y salió a la calle apresuradamente. —Elvira..., Elvira... Doña Rosa, antes de separarse del encargado, le pregunta: —¿Has dado el café a los músicos? —No. —Pues anda, dáselo ya; parece que están desmayados. ¡Menudos bribones! Los músicos, sobre su tarima, arrastran los últimos compases de un trozo de "Luisa Fernanda", aquel tan hermoso que empieza diciendo: Por los encinares de mi Extremadura, tengo una casita tranquila y segura. Antes habían tocado "Momento musical" y antes aún, "La del manojo de rosas", por la parte de "madrileña bonita, flor de verbena". Doña Rosa se les acercó. —He mandado que le traigan el café, Macario. —Gracias, doña Rosa. —No hay de qué. Ya sabe, lo dicho vale para siempre; yo no tengo más que una palabra. —Ya lo sé, doña Rosa. Pues por eso. El violinista, que tiene los ojos grandes y saltones como un buey aburrido, la mira mientras lía un pitillo. Frunce la boca, casi con desprecio, y tiene el pulso tembloroso. Y a usted también se lo traerán, Seoane. Bien. ¡Pues anda, hijo, que no es usted poco seco! Macario interviene para templar gaitas. Es que anda a vueltas con el estómago, doña Rosa. Pero no es para estar tan soso, digo yo. ¡Caray con la educacación de esta gente! Cuando una les tiene que decir algo sueltan una patada, y cuando tienen que estar satisfechos porque una les hace un favor, van y dicen "¡bien!", como si fueran marqueses. ¡Pues sí! Seoane calla mientras su compañero pone buena cara a doña Rosa. Después pregunta al señor de una mesa contigua: ¿Y el mozo? Reponiéndose en el water, no era nada. Vega, el impresor, le alarga la petaca al cobista de la mesa de al lado. Ande, líe un pitillo y no las píe. Yo anduve peor que está usted y, ¿sabe lo que hice?, pues me puse a trabajar. El de al lado sonríe como un alumno ante el profesor: ton la conciencia turbia y, lo que es peor, sin saberlo. ¡Pues ya es mérito! Claro, hombre, claro, trabajar y no pensar en nada más. Ahora ya lo ve, nunca me falta mi cigarro ni mi copa de todas las tardes. El otro hace un gesto con la cabeza, un gesto que no significa nada. ¿Y si le dijera que yo quiero trabajar y no tengo en qué?. —¡Vamos, ande! Para trabajar lo único que hacen falta son ganas. ¿Usted está seguro que tiene ganas de trabajar? —¡Hombre, si! —¿Y por qué no sube maletas de la estación? —No podría; a los tres días habría reventado... Yo soy bachiller... —¿Y de qué le sirve? —Pues, la verdad, de poco. —A usted lo que le pasa, amigo mío, es lo que les pasa a muchos, que están muy bien en el Café, mano sobre mano, sin dar golpe. Al final se caen un día desmayados, como ese niño litri que se han llevado para adentro. El bachiller le devuelve la petaca y no le lleva la contraria. —Gracias. —No hay que darlas. ¿Usted es bachiller de verdad? —Sí, señor, del plan del 3. —Bueno, pues le voy a dar una ocasión para que no acabe en un asilo o en la cola de los cuarteles. ¿Quiere trabajar? —Sí, señor. Ya se lo dije. —Vaya mañana a verme. Tome una tarjeta. Vaya por la mañana, antes de las doce, a eso de las once y media. Si quiere y sabe, se queda conmigo de corrector; esta mañana tuve que echar a la calle al que tenia, por golfo. Era un desaprensivo. La señorita Elvira mira de reojo a don Pablo. Don Pablo le explica a un pollito que hay en la mesa de al lado: —El bicarbonato es bueno, no hace daño alguno. Lo que pasa es que los médicos no lo pueden recetar porque para que le den bicarbonato nadie va al médico. El joven asiente, sin hacer mucho caso, y mira para las rodillas de la señorita Elvira, que se ven un poco por debajo la mesa. —No mire para ahí, no haga el canelo; ya le contaré, no la vaya a pringar. Doña Pura, la señora de don Pablo, habla con una amiga gruesa, cargada de bisutería, que se rasca los dientes de oro con un palillo. —Yo ya estoy cansada de repetirlo. Mientras haya hombres y haya mujeres, habrá siempre líos; el hombre es fuego y la mujer estopa y luego, ¡pues pasan las cosas! Eso que le digo a usted de la plataforma del 49, es la pura verdad. ¡Yo no sé a dónde vamos a parar! La señora gruesa rompe, distraídamente, el palillo entre los dedos. —Sí, a mi también me parece que hay poca decencia. Eso viene de las piscinas; no lo dude, antes no éramos asi... Ahora le presentan a usted cualquier chica joven, le da la mano y ya se queda una con aprensión todo el santo día. ¡A lo mejor coge una lo que no tiene! —Verdaderamente. —Y los cines yo creo que también tienen mucha culpa. Eso de estar todo el mundo tan mezclado y a oscuras por completo no puede traer nada bueno. —Eso pienso yo, doña María. Tiene que haber más moral si no, estamos perdiditas. Doña Rosa vuelve a pegar la hebra. —Y además, si le duele el estómago, ¿por qué no me pide un poco de bicarbonato? ¿Cuándo le he negado a usted un un poco de bicarbonato? ¡Cualquiera diría que no sabe usted hablar! Doña Rosa se vuelve y domina con su voz chillona y desagradable todas las conversaciones del Café. -¡López! ¡López! ¡Manda bicarbonato para el violín! El echador deja las cacharras sobre una mesa y trae un plato con un vaso mediado de agua, una cucharilla y el azucarero de alpaca que guarda el bicarbonato. —¿Ya habéis acabado con las bandejas? —Así me lo dio el señor López, señorita. —Anda, anda; ponió ahí y lárgate. El echador coloca todo sobre el piano y se marcha. Seoane llena la cuchara de polvitos, echa la cabeza atrás, abre la boca... y adentro. Los mastica como si fueran nueces y después bebe un sorbito de agua. —Gracias, doña Rosa. —¿Lo ve usted, hombre, lo ve usted qué poco trabajo cuesta tener educación? A usted le duele el estómago, yo le mando traer bicarbonato y todos tan amigos. Aquí estamos para ayudarnos unos a otros; lo que pasa es que no se puede porque no queremos. Ésa es la vida. Los niños que juegan al tren han parado de repente. Un señor les está diciendo que hay que tener más educación y más compostura, y ellos, sin saber qué hacer con las manos, lo miran con curiosidad. Uno, el mayor, que se llama Bernabé, está pensando en un vecino suyo, de su edad poco más o menos, que se llama Chus. El otro, el pequeño, que se llama Paquito, está pensando en que al señor le huele mal la boca. —Le huele como a goma podrida. A Bernabé le da la risa al pensar aquello tan gracioso que le pasó a Chus con su tía. —Chus, eres un cochino, que no te cambias el calzoncillo hasta que tiene palomino; ¿no te da vergüenza? Bernabé contiene la risa; el señor se hubiera puesto furioso. —No, tía, no me da vergüenza; papá también deja palomino. ¡Era para morirse de risa! Paquito estuvo cavilando un rato. —No, a ese señor no le huele la boca a goma podrida. Le huele a lombarda y a pies. Si yo fuese de ese señor mepondría una vela derretida en la nariz. Entonces hablaria como la prima Emilita —gua, gua—, que la tienen que operar de la garganta. Mamá dice que cuando la operen de la garganta se le quitará esa cara de boba que tiene y ya no dormirá con la boca abierta. A lo mejor, cuándo la operen se muere. Entonces la meterán en una caja blanca, porque aún no tiene tetas ni lleva tacón. Las dos pensionistas, recostadas sobre el diván, miran para doña Pura. Aún flotan en el aire, como globitos vagabundos, las ideas de los dos loros sobre el violinista. Yo no sé cómo hay mujeres así; ésa es igual que un sapo. Se pasa el día sacándole el pellejo a tiras a todo el mundo y no se da cuenta de que si su marido la aguanta es por-que todavía le quedan algunos duros. El tal don Pablo es un punto filipino, un tío de mucho cuidado. Cuando mira para una, parece como si la desnudara. Ya, ya. Y aquella otra, la Elvira de marras, también tiene sus ronchas. Porque lo que yo digo: no es lo mismo lo de su niña, la Paquita, que después de todo vive decentemente, aunque sin los papeles en orden, que lo de ésta, que anda por ahí rodando como una peonza y sacándole los cuartos cualquiera para malcomer. Y además, no compare usted, doña Matilde, a ese pelao del don Pablo con el novio de mi hija, que es catedrático de Psicología, Lógica y Ética, y todo un caballero. Naturalmente que no. El novio de la Paquita la respeta y la hace feliz y ella, que tiene un buen parecer y es simpática, pues se deja querer, que para eso está. Pero estas pelanduscas ni tienen conciencia ni saben otra cosa que abrir la boca para pedir algo. ¡Vergüenza les había de dar! Doña Rosa sigue su conversación con los músicos. Gorda, abundante, su cuerpecillo hinchado se estremece de gozo al discursear; parece un gobernador civil. —¿Que tiene usted un apuro? Pues me lo dice y yo, si puedo, se lo arreglo. ¿Que usted trabaja bien y está ahí subido, rascando como Dios manda? Pues yo voy y, cuando toca cerrar, le doy su durito y en paz. ¡Si lo mejor es llevarse bien! ¿Por qué cree usted que yo estoy a matar con mi cuñado? Pues porque es un golfante, que anda por ahí de flete las veinticuatro horas del día y luego se viene a casa para comerse la sopa boba. Mi hermana, que es tonta y se lo aguanta, la pobre fue siempre así. ¡Anda que si da con migo! Por su cara bonita le iba a pasar yo que anduviese todo el día por ahí calentándose con las marmotas. ¡Sería bueno! Si mi cuñado trabajara, como trabajo yo, y arrimara el hombro y trajera algo para casa, otra cosa sería; pero el hombre prefiere camelar a la simple de la Visi y pegarse la gran vida sin dar golpe. —Claro, claro. —Pues eso. El andova es un zángano malcriado que nació para chulo. Y no crea usted que esto lo digo a sus espaldas, que lo mismo se lo casqué el otro dia en sus propias narices. —Ha hecho usted bien. —Y tan bien. ¿Por quién nos ha tomado ese muerto de hambre? —¿Va bien ese reló, Padilla? —Sí, señorita Elvira. —¿Me da usted fuego? Todavía es temprano. El cerillero le dio fuego a la señorita Elvira. Está usted contenta, señorita. ¿Usted cree? Vamos, me parece a mí. La encuentro a usted más animada que otras tardes. ...¡Psché! A veces la mala uva pone buena cara. La señorita Elvira tiene un aire débil, enfermizo, casi vicioso. La pobre no come lo bastante para ser ni viciosa ni virtuosa. La del hijo muerto que se estaba preparando para Correos dice: Bueno, me voy. Don Jaime Arce, reverenciosamente, se levanta al po de hablar, sonriendo. A sus pies, señora; hasta mañana si Dios quiere. La señora aparta una silla. Adiós, siga usted bien. Lo mismo digo, señora; usted me manda. Doña Isabel Montes, viuda de Sanz, anda como una reina. Con su raida capita de quiero y no puedo, doña Isabel parece una gastada hetaira de lujo que vivió como las cigarras y no guardó para la vejez. Cruza el salón en silencio y se cuela por la puerta. La gente la sigue con una mirada donde puede haber de todo menos indiferencia; donde puede haber admiración, o envidia, o simpatía, o desconfianza, cariño, vaya usted a saber. Don Jaime Arce ya no piensa ni en los espejos, ni en las viejas pudibundas, ni en los tuberculosos que albergará el Café (un 10% aproximadamente), ni en los afiladores de lápices, ni en la circulación de la sangre. A don Jaime Arce, a última hora de la tarde, le invade un sopor que le atonta. ¿Cuántas son siete por cuatro? Veintiocho. ¿Y seis por nueve? Cincuenta y cuatro. ¿Y el cuadrado de nueve? Cincuenta y uno. ¿Dónde nace el Ebro? En Reinosa, provincia de Santander. Bien. Don Jaime Arce sonríe; está satisfecho de su repaso, y. mientras deslia unas colillas, repite por lo bajo: —Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodoredo, Turismundo... ¿A que esto no lo sabe ese imbécil? Ese imbécil es el joven poeta que sale, blanco como la cal, de su cura de reposo en el retrete. —Deshilvanando, en aguas, el estio... Enlutada, nadie sabe por qué, desde que casi era un niña, hace ya muchos años, y sucia y llena de brillantes que va len un dineral, doña Rosa engorda y engorda todos los años un poco, casi tan de prisa como amontona los cuartos. La mujer es riquísima; la casa donde está el Café es suya, y en las calles de Apodaca, de Churruca, de Campoa mor, de Fuencarral, docenas de vecinos tiemblan como muchachos de la escuela todos los primeros de mes. —En cuanto una se confia —suele decir—, ya están abusando. Son unos golfos, unos verdaderos golfos. ¡Si no hu biera jueces honrados, no sé lo que sería de una! Doña Rosa tiene sus ideas propias sobre la honradez. —Las cuentas claras, hijito, las cuentas claras, que son una cosa muy seria. Jamás perdonó un real a nadie y jamás permitió que le pagaran a plazos. —¿Para qué están los desahucios —decía—, para que no se cumpla la ley? Lo que a mi se me ocurre es que si hay una ley es para que la respete todo el mundo; yo la primera. Lo otro es la revolución. Doña Rosa es accionista de un Banco donde trae dé ca beza a todo el Consejo y, según dicen por el barrio, guarda baúles enteros de oro tan bien escondidos que no se lo en contraron ni durante la Guerra Civil. El limpia acabó de limpiarle los zapatos a don Leonardo. Servidor. Don Leonardo mira para los zapatos y le da un pitillo de noventa. Muchas gracias. Don Leonardo no paga el servicio, no lo paga nunca. Se deja limpiar los zapatos a cambio de un gesto. Don Leonardo es lo bastante ruin para levantar oleadas de admiración entre los imbéciles. El limpia, cada vez que da brillo a los zapatos de don Leonardo, se acuerda de sus seis mil duros. En el fondo está encantado de haber podido sacar de un apuro a don Leonardo; por fuera le escuece un poco, casi nada. Los señores son los señores, está más claro que el agua. Ahora anda todo un poco revuelto, pero al que es señor desde la cuna se le nota en seguida. Si Segundo Segura, el limpia, fuese culto, sería, sin duda, lector de Vázquez Mella. Alfonsito, el niño de los recados, vuelve de la calle con el periódico. Oye, rico, ¿dónde has ido por el papel? Alfonsito es un niño canijo, de doce o trece años, que tiene el pelo rubio y tose constantemente. Su padre, que era periodista, murió dos años atrás en el Hospital del Rey. Su madre, que de soltera fue una señorita llena de remilgos, fregaba unos despachos de la Gran Via y comía en Auxilio Social. Es que había cola, señorita. Si, cola; lo que pasa es que ahora la gente se pone a hacer cola para las noticias, como si no hubiera otra cosa más importante que hacer. Anda, ¡trae acá! —Informaciones se acabó, señorita; le traigo Madrid. —Es igual. ¡Para lo que se saca en limpio! ¿Usted entiende algo de eso de tanto Gobierno como anda suelto por el mundo, Seoane? —¡Psché! —No, hombre, no; no hace falta que disimule; no hable si no quiere. ¡Caray con tanto misterio! Seoane sonríe, con su cara amarga de enfermo del estómago, y calla. ¿Para qué hablar? —Lo que pasa aquí, con tanto silencio y tanto sonreír, ya lo sé yo, pero que muy bien. ¿No se quieren convencer? ¡Allá ustedes! Lo que les digo es que los hechos cantan, ¡vaya si cantan! Alfonsito reparte Madrid por algunas mesas. Don Pablo saca las perras. —¿Hay algo? —No sé, ahí verá. Don Pablo extiende el periódico sobre la mesa y lee los titulares. Por, encima de su hombro, Pepe procura ente rarse. La señorita Elvira hace una seña al chico. —Déjame el de la casa, cuando acabe doña Rosa. Doña Matilde, que charla con el cerillero mientras su amiga doña Asunción está en el lavabo, comenta despreciativa: —Yo no sé para qué querrán enterarse tanto de todo lo que pasa. ¡Mientras aquí estemos tranquilos! ¿No le parece? —Eso digo yo. Doña Rosa lee las noticias de la guerra. —Mucho recular me parece ése... Pero, en fin, ¡si al final lo arreglan! ¿Usted cree que al final lo arreglarán, Macario? El pianista pone cara de duda. No sé, puede ser que sí. ¡Si inventan algo que resulte bien! Doña Rosa mira fijamente para el teclado del piano. Tiene el aire triste y distraído y habla como consigo misma, iguall que si pensara en alto. Lo que hay es que los alemanes, que son unos caballeros corno Dios manda, se fiaron demasiado de los italianos, que tienen más miedo que ovejas. ¡No es más! Suena la voz opaca, y los ojos, detrás de los lentes, parecen velados y casi soñadores. Si yo hubiera visto a Hitler, le hubiera dicho: "¡No se fíe, no sea usted bobo, que ésos tienen un miedo que ni ven!" Doña Rosa suspiró ligeramente. ¡Que tonta soy! Delante de Hitler, no me hubiera atrevido ni a levantar la voz... A doña Rosa le preocupa la suerte de las armas alemanas. Lee con toda atención, día a día, el parte del Cuartel General del Führer, y relaciona, por una serie de vagos presentimientos que no se atreve a intentar ver claros, el destino de la Wehrmacht con el destino de su Café. Vega compra el periódico. Su vecino le pregunta: ¿Buenas noticias? Vega es un ecléctico. Según para quién. El echador sigue diciendo "¡Voy!" y arrastrando los pies por el suelo del Café. Delante de Hitler me quedaría más azorada que una mona; debe ser un hombre que azora mucho; tiene una mi-rada como un tigre. Doña Rosa vuelve a suspirar. El pecho tremendo le tapa el cuello durante unos instantes. Ese y el Papa, yo creo que son los dos que azoran más. Doña Rosa dio un golpecito con los dedos sobre la tapa del piano. —Y después de todo, él sabrá lo que se hace; para eso tiene a los generales. Doña Rosa está un momento en silencio y cambia la voz: —¡Bueno! Levanta la cabeza y mira para Seoane: —¿Cómo sigue su señora de sus cosas? Va tirando; hoy parece que está un poco mejor. —Pobre Sonsoles; ¡con lo buena que es! Sí, la verdad es que está pasando una mala temporada. —¿Le dio usted las gotas que le dijo don Francisco? —Si, ya las ha tomado. Lo malo es que nada le queda dentro del cuerpo; todo lo devuelve. —¡Vaya por Dios! Macario teclea suave y Seoane coge el violín. —¿Qué va? —"La verbena", ¿le parece? —Venga. Doña Rosa se separa de la tarima de los músicos míen tras el violinista y el pianista, con resignado gesto de colegiales, rompen el tumulto del Café con los viejos compases, tantas veces —¡ay, Dios!— repetidos y repetidos. ¿Dónde vas con mantón de Manila, dónde vas con vestido chiné? Tocan sin papel. No hace falta. Macario, como un autómata, piensa: "Y entonces le diré: —Mira, hija, no hay nada que hacer: con un durito por las tardes y otro por las noches, y dos, cafes, tú dirás—. Ella, seguramente, me contestará: —No seas tonto, ya verás; con tus dos duros y alguna clase que me salga...—. Matilde, bien mirado, es un ángel; es igual que un ángel." Macario, por dentro, sonríe; por fuera, casi, casi. Macaririo es un sentimental mal alimentado que acaba, por aquellos días, de cumplir los cuarenta y tres años. Seoane mira vagamente para los clientes del Café, y no piensa en nada. Seoane es un hombre que prefiere no pensar; lo que quiere es que el dia pase corriendo, lo más deprisa posible, y a otra cosa. Suenan las nueve y media en el viejo reló de breves numneritos que brillan como si fueran de oro. El reló es un mueble casi suntuoso que se habia traído de la Exposición de París un marquesito tarambana y sin blanca que anduvo cortejando a doña Rosa, allá por el 905. El marquesito, que se llamaba Santiago y era Grande de España, murió tísico en El Escorial, muy joven todavía, y el reló quedó posado sobre el mostrador del Café, como para servir de recuerdo de unas horas que pasaron sin traer el hombre para doña Rosa y el comer caliente todos los dias, para el muerto. ¡La vida!. Al otro extremo del local, doña Rosa riñe con grandes aspavientos a un camarero. Por los espejos, como a traición, los otros camareros miran la escena, casi despreocupados. El Café, antes de media hora, quedará vacio. Igual que un hombre al que se le hubiera borrado de repente la memoria.   MIGUEL DELIBES (Valladolid, 1920 - 2010)2 fue un novelista español y miembro de la Real Academia Española desde 1975. Licenciado en Comercio, comenzó su carrera como columnista y posterior periodista de El Norte de Castilla, periódico que llegó a dirigir, para pasar de forma gradual a dedicarse enteramente a la novela. Gran conocedor de la fauna y flora de su entorno geográfico, apasionado de la caza y del mundo rural, supo plasmar en sus obras todo lo relativo a Castilla y a la caza. Se trata de una de las primeras figuras de la literatura española posterior a la Guerra Civil, por lo cual fue reconocido con multitud de galardones; pero su influencia va aún más allá, ya que varias de sus obras han sido adaptadas al teatroo se han llevado al cine. Delibes escribió gran cantidad de cuentos que recopiló en distintos volúmenos. Sus novellas más conocidas son el camino, Las ratas, Cinco horas con Mario, El príncipe desgtronado, Mi idolatrado hijo Sisí, El hereje.   La mortaja [Cuento. Texto completo.] Miguel Delibes El valle, en rigor, no era tal valle sino una polvorienta cuenca delimitada por unos tesos blancos e inhóspitos. El valle, en rigor no daba sino dos estaciones: invierno y verano y ambas eran extremosas, agrias, casi despiadadas. Al finalizar mayo comenzaba a descender de los cerros de greda un calor denso y enervante, como una lenta invasión de lava, que en pocas semanas absorbía las últimas humedades del invierno. El lecho de la cuenca, entonces, empezaba cuartearse por falta de agua y el río se encogía sobre sí mismo y su caudal pasaba en pocos días de una opacidad lora y espesa a una verdosidad de botella casi transparente. El trigo, fustigado por el sol, espigaba y maduraba apenas granado y a primeros de junio la cuenca únicamente conservaba dos notas verdes: la enmarañada fronda de las riberas del río y el emparrado que sombreaba la mayor de las tres edificaciones que se levantaban próximas a la corriente. El resto de la cuenca asumía una agónica amarillez de desierto. Era el calor y bajo él se hacía la siembra de los melonares, se segaba el trigo, y la codorniz, que había llegado con los últimos fríos de la Baja Extremadura, abandonaba los nidos y buscaba el frescor en las altas pajas de los ribazos. La cuenca parecía emanar un aliento fumoso, hecho de insignificantes partículas de greda y de polvillo de trigo. Y en invierno y verano la casa grande, flanqueada por el emparrado, emitía un «bom bom» acompasado, casi siniestro, que era como el latido de un enorme corazón. El niño jugaba en el camino, junto a la casa blanca, bajo el sol, y sobre los trigales, a su derecha, el cernícalo aleteaba sin avanzar, como si flotase en el aire, cazando insectos. La tarde cubría la cuenca compasivamente y el hombre que venía de la falda de los cerros, con la vieja chaqueta desmayada sobre los hombros, pasó por su lado, sin mirarle, empujó con el pie la puerta de la casa y casi a ciegas se desnudó y se desplomó en el lecho sin abrirlo. Al momento, casi sin transición, empezó a roncar arrítmicamente. El Senderines, el niño, le siguió con los ojos hasta perderle en el oscuro agujero de la puerta; al cabo reanudó sus juegos. Hubo un tiempo en que al niño le descorazonaba que sus amigos dijeran de su padre que tenía nombre de mujer; le humillaba que dijeran eso de su padre, tan fornido y poderoso. Años antes, cuando sus relaciones no se habían enfriado del todo, el Senderines le preguntó si Trinidad era, en efecto, nombre de mujer. Su padre había respondido: Las cosas son según las tomes. Trinidad son tres, dioses y no tres diosas, ¿comprendes? De todos modos mis amigos me llaman Trino para evitar confusiones. El Senderines, el niño, se lo dijo así a Canor. Andaban entonces reparando la carretera y solían sentarse al caer la tarde sobre los bidones de alquitrán amontonados en las cunetas. Más tarde, Canor abandonó la Central y se marchó a vivir al pueblo a casa de unos parientes Sólo venía por la Central durante las Navidades. Canor, en aquella ocasión, se las mantuvo tiesas e insistió que Trinidad era nombre de mujer corno todos los nombres que terminaban en «dad» y que no conocía un solo nombre que terminara en «dad» y fuera nombre de hombre, No transigió, sin embargo: Bueno dijo, apurando sus razones . No hay mujer que pese más de cien kilos, me parece a mí. Mi padre pesa más de cien kilos. Todavía no se bañaban las tardes de verano en la gran balsa que formaba el río, junto ala central, porque ni uno ni otro sabía sostenerse sobre el agua. Ni osaban pasar sobre el muro de cemento al otro lado del río porque una vez que el Senderines lo intentó sus pies resbalaron en el verdín y sufrió una descalabradura. Tampoco el río encerraba por aquel tiempo alevines de carpa ni lucios porque aún no los habían traído de Aranjuez, El río no sólo daba por entonces barbos espinosos y alguna tenca, y Ovi, la mujer de Goyo, aseguraba que tenían un asqueroso gusto a cieno, A pesar de ello, Goyo dejaba pasar las horas sentado sobre la presa, con la caña muerta en los dedos, o buscando pacientemente ovas o gusanos para encarnar el anzuelo. Canor y el Senderines solían sentarse a su lado y le observaban en silencio. A veces el hilo se tensaba, la punta de la caña descendía hacia el río y entonces Goyo perdía el color e iniciaba una serie de movimientos precipitados y torpes. El barbo luchaba por su libertad pero Goyo tenía previstas alevosamente cada una de sus reacciones. Al fin el pez terminaba por reposar su fatiga sobre el muro y Canor y el Senderines le hurgaban cruelmente en los ojos y la boca con unos juncos hasta que le veían morir. Más tarde los prohombres de la reproducción piscícola, aportaron al río alevines de carpa y pequeños lucios. Llegaron tres camiones de Aranjuez cargados de perolas con la recría, y allí la arrojaron a la corriente para que se multiplicasen. Ahora Goyo decía que los lucios eran voraces como tiburones y que a una lavandera de su pueblo uno de ellos le arrancó un brazo hasta el codo de una sola dentellada. El Senderines le había oído contar varias veces la misma historia y mentalmente decidió no volver a bañarse sobre la quieta balsa de la represa. Mas una tarde pensó que los camiones de Aranjuez volcaron su carga sobre la parte baja de la represa y bañándose en la balsa no habla por qué temer. Se lo dijo así a Goyo y Goyo abrió mucho los ojos y la boca, como los peces en la agonía, para explicarle que los lucios, durante la noche, daban brincos como títeres y podían salvar alturas de hasta más de siete metros. Dijo también que algunos de los lucios de Aranjuez estarían ya a más de veinte kilómetros río arriba porque eran peces muy viajeros. El Senderines pensó, entonces, que la situación era grave. Esa noche soñó que se despertaba y al asomarse a la ventana sobre el río, divisó un ejército de lucios que saltaban la presa contra corriente; sus cuerpos fosforescían con un lúgubre tono cárdeno, como de fuego fatuo, a la luz de la luna. Le dominó un oscuro temor. No le dijo nada a su padre, sin embargo. A Trinidad le irritaba que mostrase miedo hacia ninguna cosa. Cuando muy chico solía decirle: No vayas a ser como tu madre que tenía miedo de los truenos y las abejas. Los hombres no sienten miedo de nada. Su madre acababa de morir entonces. El Senderines tenía una idea confusa de este accidente. Mentalmente le relacionaba con el piar frenético de los gorriones nuevos y el zumbido incesante de los tábanos en la tarde. Aún recordaba que el doctor le había dicho: Tienes que comer, muchacho. A los niños flacos les ocurre lo que a tu madre. El Senderines era flaco. Desde aquel día le poseyó la convicción de que estaba destinado a morir joven; le sucedería lo mismo que a su madre. En ocasiones, Trinidad le remangaba pacientemente las mangas de la blusita y le tanteaba el brazo, por abajo y por arriba: íBah! ¡Bah! decía, decepcionado. Los bracitos del Senderines eran entecos y pálidos. Trino buscaba en ellos, en vano, el nacimiento de la fuerza. Desde entonces su padre empezó a despreciarle. Perdió por él la ardorosa debilidad de los primeros años. Regresaba de la Central malhumorado y apenas si le dirigía la palabra. Al comenzar el verano le dijo: ¿Es que no piensas bañarte más en la balsa, tú? El Senderines frunció el ceño; se azoró: Baja mucha porquería de la fábrica, padre dijo. Trino sonrió; antes que sonrisa era la suya una mueca displicente: Los lucios se comen a los niños crudos ¿no es eso? El Senderines humilló los ojos. Cada vez que su padre se dirigía a él y le miraba de frente le agarraba la sensación de que estaba descubriendo hasta sus pensamientos más recónditos, La C.E.S.A, montó una fábrica río arriba años atrás. El Senderines sólo había ido allá una vez, la última primavera, y cuando observó cómo la máquina aquélla trituraba entre sus feroces mandíbulas troncos de hasta un metro de diámetro con la misma facilidad que si fuesen barquillos, pensó en los lucios y empezó a temblar. Luego, la C.E.S.A. soltaba los residuos de su digestión en la corriente, y se formaban en la superficie unos montoncitos de espuma blanquiazul semejantes a icebergs. A el Senderines no le repugnaban las espumas pero le recordaban la proximidad de los lucios y temía al río. Frecuentemente, el Senderines, atrapaba alguno de aquellos icebergs y hundía en ellos sus bracitos desnudos, desde la orilla. La espuma le producía cosquillas en las caras posteriores de los antebrazos y ello le hacia reír. La última Navidad, Canor y él orinaron sobre una de aquellas pellas y se deshizo como si fuese de nieve. Pero su padre seguía conminándole con los ojos. A veces el Senderines pensaba que la mirada y la corpulencia de Dios serían semejantes a las de su padre. La balsa está muy sucia, padre repitió sin la menor intención de persuadir a Trinidad, sino para que cesase de mirarle. Ya. Los lucios andan por debajo esperando atrapar la tierna piernecita de un niño. ¿A que es eso? Ahora Trinidad acababa de llegar borracho como la mayor parte de los sábados y roncaba desnudo sobre las mantas. Hacía calor y las moscas se posaban sobre sus brazos, sobre su rostro, sobre su pecho reluciente de sudor, mas él no se inmutaba. En el camino, a pocos pasos de la casa, el Senderines manipulaba la arcilla e imprimía al barro las formas más diversas. Le atraía la plasticidad del barro. A el Senderines le atraía todo aquello cuya forma cambiase al menor accidente. La monotonía, la rigidez de las cosas le abrumaba. Le placían las nubes, la maleable ductilidad de la arcilla húmeda, los desperdicios blancos de la C.E.S.A., el trigo molido entre los dientes. Años atrás, llegaron los Reyes Magos desde el pueblo más próximo, montados en borricos, y le dejaron, por una vez, un juguete en la ventana. El Senderines lo destrozó en cuanto lo tuvo entre las manos; él hubiera deseado cambiarlo. Por eso le placía moldear el barro a su capricho, darle una forma e, inmediatamente, destruirla. Cuando descubrió el yacimiento junto al chorro del abrevadero, Conrado regresaba al pueblo después de su servicio en la Central: A tu padre no va a gustarle ese juego, ¿verdad que no? dijo. No lo sé dijo el niño cándidamente. Los rapaces siempre andáis inventando diabluras. Cualquier cosa antes que cumplir vuestra obligación. Y se fue, empujando la bicicleta del sillín, camino arriba. Nunca la montaba hasta llegar a la carretera. El Senderines no le hizo caso. Conrado alimentaba unas ideas demasiado estrechas sobre los deberes de cada uno. A su padre le daba de lado que él se distrajese de esta o de otra manera. A Trino lo único que le irritaba era que él fuese débil y que sintiese miedo de lo oscuro, de los lucios y de la Central. Pero el Senderines no podía remediarlo. Cinco años antes su padre le llevó con él para que viera por dentro la fábrica de luz. Hasta entonces él no había reparado en la mágica transformación. Consideraba la Central, con su fachada ceñida por la vieja parra, cono un elemento imprescindible de su vida. Tan sólo sabía de ella lo que Conrado le dijo en una ocasión: El agua entra por esta reja y dentro la hacemos luz; es muy sencillo. Él pensaba que dentro existirían unas enormes tinas y que Conrado, Goyo y su padre apalearían el agua incansablemente hasta que de ella no quedase más que el brillo. Luego se dedicarían a llenar bombillas con aquel brillo para que, llegada la noche, los hombres tuvieran luz. Por entonces el «bom born» de la Central le fascinaba. Él creía que aquel fragor sostenido lo producía su padre y sus compañeros al romper el agua para extraerle sus cristalinos brillantes. Pero no era así. Ni su padre, ni Conrado, ni Goyo, amasaban nada dentro de la fábrica. En puridad, ni su padre, ni Goyo, ni Conrado «trabajaban» allí , se limitaban a observar unas agujas, a oprimir unos botones, a mover unas palancas. El «bom bom» que acompañaba su vida no lo producía, pues, su padre al desentrañar el agua, ni al sacarla lustre; el agua entraba y luego salía tan sucia como entrara. Nadie la tocaba. En lugar de unas tinas rutilantes, el Senderines se encontró con unos torvos cilindros negros adornados de calaveras por todas partes y experimentó un imponente pavor y rompió a llorar. Posteriormente, Conrado le explicó que del agua sólo se aprovechaba la fuerza; que bastaba la fuerza del agua para fabricar la luz. El Senderines no lo comprendía; a él no le parecía que el agua tuviera ninguna fuerza. Si es caso aprovecharía la fuerza de los barbos y de las tencas y de las carpas, que eran los únicos que luchaban desesperadamente cuando Goyo pretendía atraparlos desde la presa. Más adelante, pensó que el negocio de su padre no era un mal negocio porque don Rafael tenía que comprar el trigo para molerlo en su fábrica y el agua del río, en cambio, no costaba dinero. Más adelante aún, se enteró de que el negocio no era de su padre, sino que su padre se limitaba a aprovechar la fuerza del río, mientras el dueño del negocio se limitaba a aprovechar la fuerza de su padre. La organización del mundo se modificaba a los ojos de el Senderines; se le ofrecía como una confusa maraña. A partir de su visita, el «bom bom» de la Central cesó de agradarle. Durante la noche pensaba que eran las calaveras grabadas sobre los grandes cilindros negros, las que aullaban. Conrado le había dicho que los cilindros soltaban rayos como las nubes de verano y que las calaveras querían decir que quien tocase allí se moriría en un instante y su cuerpo se volvería negro como el carbón. A el Senderines, la vecindad de la Central comenzó a obsesionarle. Una tarde, el verano anterior, la fábrica se detuvo de pronto y entonces se dio cuenta el niño de que el silencio tenía voz, una voz opaca y misteriosa que no podía resistirla. Corrió junto a su padre y entonces advirtió que los hombres de la Central se habían habituado a hablar a gritos para entenderse; que Conrado, la Ovi, y su padre, y Goyo, voceaban ya aunque en torno se alzara el silencio y se sintiese incluso el murmullo del agua en los sauces de la ribera. El sol rozó la línea del horizonte y el Senderines dejó el barro, se puso en pie, y se sacudió formalmente las posaderas. En la base del cerro que hendía al sol se alzaban las blancas casitas de los obreros de la C.E.S.A. y en torno a ellas se elevaba como una niebla de polvillo blanquecino. El niño contempló un instante el agua de la balsa, repentinamente oscurecida en contraste con los tesos de greda, aún deslumbrantes, en la ribera opuesta. Sobre la superficie del río flotaban los residuos de la fábrica como espumas de jabón, y los cínifes empezaban a desperezarse entre las frondas de la orilla. El Senderines permaneció unos segundos inmóvil al sentir el zumbido de uno de ellos junto a Sí. De pronto se disparó una palmada en la mejilla y al notar bajo la mano el minúsculo accidente comprendió que había hecho blanco y sonrió. Con los dedos índice y pulgar recogió los restos del insecto y los examinó cumplidamente; no había picado aún; no tenía sangre. La cabecera de la cama del niño constituía un muestrario de minúsculas manchas rojas. Durante el verano su primera manifestación de vida, cada mañana, consistía en ejecutar a los mosquitos que le habían atacado durante el sueño. Los despachurraba uno a uno, de un seco palmetazo y luego se recreaba contemplando la forma y la extensión de la mancha m la pared y su imaginación recreaba figuras de animales. Jamás le traicionó su fantasía. Del palmetazo siempre salía algo y era aquélla para él la más fascinante colección. Las noches húmedas sufría un desencanto. Los mosquitos no abandonaban la fronda del río y en consecuencia, el niño, al despertar paseaba su redonda mirada ávida, inútilmente, por los cuatro lienzos de pared mal encalada. Se limpió los dedos al pantalón y entró en la casa. Sin una causa aparente, experimentó, de súbito, la misma impresión que el día que los cilindros de la fábrica dejaron repentinamente de funcionar. Presintió que algo fallaba en la penumbra aunque, de momento no acertara a precisar qué. Hizo un esfuerzo para constatar que la Central seguía en marcha y acto seguido se preguntó qué echaba de menos dentro del habitual orden de su mundo. Trinidad dormía sobre el lecho y a la declinante luz del crepúsculo el niño descubrió, una a una, las cosas y las sombras que le eran familiares. Sin embargo, en la estancia aleteaba una fugitiva sombra nueva que el niño no acertaba a identificar. Le pareció que Trinidad estaba despierto, dada su inmovilidad excesiva, y pensó que aguardaba a reconvenirle por algo y el niño, agobiado por la tensión, decidió afrontar directamente su mirada: Buenas tardes, padre dijo, aproximándose a la cabecera del lecho. Permaneció clavado allí, inmóvil, esperando. Mas Trino no se enteró y el niño parpadeaba titubeante, poseído de una sumisa confusión. Apenas divisaba a su padre, de espaldas a la ventana; su rostro era un indescifrable juego de sombras. Precisaba, no obstante, su gran masa afirmando el peso sobre el jergón. Su desnudez no le turbaba. Trino le dijo dos veranos antes: «Todos los hombres somos iguales. » Y, por vez primera, se tumbó desnudo sobre el lecho y al Senderines no le deslumbró sino el oscuro misterio del vello. No dijo nada ni preguntó nada porque intuía que todo aquello, como la misma necesidad de trabajar, era una primaria cuestión de tiempo. Ahora esperaba, como entonces, y aun demoró unos instantes el dar la luz; y lo hizo cuando estuvo persuadido de que su padre no tenía nada que decirle. Pulsó el conmutador y al hacerse la claridad en la estancia bajó la noche a la ventana, Entonces se volvió y distinguió la mirada queda y mecánica del padre; sus ojos desorbitados y vidriosos. Estaba inmóvil como una fotografía. De la boca, crispada patéticamente, escurría un hilillo de baba, junto al que reposaban dos moscas. Otra inspeccionaba confiadamente los orificios de su nariz. El Senderines supo que su padre estaba muerto, porque no había estornudado. Torpe, mecánicamente fue reculando hasta sentir en el trasero el golpe de la puerta. Entonces volvió a la realidad. Permaneció inmóvil, indeciso, mirando sin pestañear el cadáver desnudo. A poco retornó lentamente sobre sus pasos, levantó la mano y espantó las moscas, poniendo cuidado en no tocar a su padre. Una de las moscas tornó sobre el cadáver y el niño la volvió a espantar. Percibía con agobiadora insistencia el latido de la Central y era como una paradoja aquel latido sobre un cuerpo muerto. Al Senderines le suponía un notable esfuerzo pensar; prácticamente se agotaba pensando en la perentoria necesidad de pensar. No quería sentir miedo, ni sorpresa. Permaneció unos minutos agarrado a los pies de hierro de la cama, escuchando su propia respiración. Trino siempre aborreció que él tuviese miedo y aun cuando en la vida jamás se esforzó el Senderines en complacerle, ahora lo deseaba porque era lo último que podía darle. Por primera vez en la vida, el niño o se sentía ante una responsabilidad y se esforzaba en ver en aquellos ojos enloquecidos, en la boca pavorosamente inmóvil, los rasgos familiares. De súbito, entre las pajas del borde del camino empezó a cantar un grillo cebollero y el niño se sobresaltó, aunque el canto de los cebolleros de ordinario le agradaba. Descubrió al pie del lecho las ropas del padre y con la visión le asaltó el deseo apremiante de vestirle. Le avergonzaba que la gente del pueblo pudiera descubrirle así a la mañana siguiente. Se agachó junto a la ropa y su calor le estremeció. Los calcetines estaban húmedos y agujereados, conservaban aún la huella de un pie vivo, pero el niño se aproximó al cadáver, con los ojos levemente espantados, y desmanotadamente se los puso. Ahora sentía en el pecho los duros golpes del corazón, lo mismo que cuando tenía calentura. El Senderines, evitaba pasar la mirada por el cuerpo desnudo. Acababa de descubrir que metiéndose de un golpe en el miedo, cerrando los ojos y apretando la boca, el miedo huía como un perro acobardado. Vaciló entre ponerle o no los calzoncillos, cuya finalidad le parecía inútil, y al fin se decidió por prescindir de ellos porque nadie iba a advertirlo. Tomó los viejos y parcheados pantalones de dril e intentó levantar la pierna derecha de Trinidad, sin conseguirlo. Depositó, entonces, los pantalones al borde de la cama y tiró de la pierna muerta hacia arriba con las dos manos, mas cuando soltó una de ellas para aproximar aquellos, el peso le venció y la pierna se desplomó sobre el lecho, pesadamente. A la puerta de la casa, dominando el sordo bramido de la Central, cantaba enojosamente el grillo. De los trigales llegaba amortiguado el golpeteo casi mecánico de una codorniz. Eran los ruidos de cada noche y el Senderines, a pesar de su circunstancia, no podía darles una interpretación distinta. El niño empezó a sudar. Había olvidado el significado de sus movimientos y sólo reparaba en la resistencia física que se oponía a su quehacer. Se volvió de espaldas al cadáver, con la pierna del padre prendida por el tobillo y de un solo esfuerzo consiguió montarla sobre su hombro derecho. Entonces, cómodamente, introdujo el pie por la pernera y repitió la operación con la otra pierna. El Senderines sonreía ahora, a pesar de que el sudor empapaba su blusa y los rufos cabellos se le adherían obstinadamente a la frente. Ya no experimentaba temor alguno, si es caso el temor de tropezar con un obstáculo irreductible. Recordó súbitamente, cómo, de muy niño, apremiaba a su padre para que le explicase la razón de llamarle Senderines. Trino aún no había perdido su confianza en él. Le decía: Siempre vas buscando las veredas como los conejos; eres lo mismo que un conejo. Ahora que el Senderines intuía su abandono lamentó no haberle preguntado cuando aún era tiempo su verdadero nombre. Él no podría marchar por el mundo sin un nombre cristiano, aunque en realidad ignorase qué clase de mundo se abría tras el teso pelado que albergaba a los obreros de la C.E.S.A. La carretera se perdía allí y él había oído decir que la carretera conducía a la ciudad. Una vez le preguntó a Conrado qué había detrás del teso y Conrado dijo: Mejor es que no lo sepas nunca. Detrás está el pecado. El Senderines acudió a Canor durante las Navidades. Canor le dijo abriendo desmesuradamente los ojos: Están las luces y los automóviles y más hombres que cañas en ese rastrojo. Senderines no se dio por satisfecho: ¿Y qué es el pecado? demandó con impaciencia. Canor se santiguó. Agregó confidencialmente: El maestro dice que el pecado son las mujeres. El Senderines se imaginó a las mujeres de la ciudad vestidas de luto y con una calavera amarilla prendida sobre cada pecho. A partir de entonces, la proximidad de la Ovi, con sus brazos deformes y sus párpados rojos, le sobrecogía. Había conseguido levantar los pantalones hasta los muslos velludos de Trino y ahí se detuvo. Jadeaba. Tenía los deditos horizontalmente cruzados delincas rojas, como los muslos cuando se sentaba demasiado tiempo sobre las costuras del pantalón. Su padre le parecía de pronto un extraño. Su padre se murió el día que le mostró la fábrica y él rompió a llorar al ver las turbinas negras y las calaveras. Pero esto era lo que quedaba de él y había que cubrirlo. Él debía a su padre la libertad, ya que todos los padres que él conocía habían truncado la libertad de sus hijos enviándolos al taller o a la escuela El suyo no le privó de su libertad y el Senderines no indagaba los motivos; agradecía a su padre el hecho en sí. Intentó levantar el cadáver por la cintura, en vano. La codorniz cantaba ahora más cerca. El Senderines se limpió el sudor de la frente con la bocamanga. Hizo otro intento. «Cagüen» murmuró , De súbito se sentía impotente; presentía que había alcanzado el tope de sus posibilidades. Jamás lograría colocar los pantalones en su sitio, Instintivamente posó la mirada en el rostro del ¬padre y vio en sus ojos todo el espanto de la muerte. El niño, por primera vez en la noche, experimentó unos atropellados deseos de llorar. «Algo le hace daño en alguna parte», pensó. Pero no lloró por no aumentar su daño, aunque le empujaba a hacerlo la conciencia de que no podía aliviarlo. Levantó la cabeza y volvió los ojos atemorizados por la pieza. El Senderines reparó en la noche y en su soledad. Del cauce ascendía el rumor fragoroso de la Central acentuando el silencio y el niño se sintió desconcertado. Instintivamente se separó unos metros de la cama; durante largo rato permaneció en pie, impasible, con los escuálidos bracitos desmayados a lo largo del cuerpo. Necesitaba una voz y sin pensarlo más se acercó a la radio y la conectó. Cuando nació en la estancia y se fue agrandando una voz nasal ininteligible, el Senderines clavó sus ojos en los del muerto y todo su cuerpecillo se tensó. Apagó el receptor porque se le hacía que era su padre quien hablaba de esa extraña manera. Intuyó que iba a gritar y paso a paso fue reculando sin cesar de observar el cadáver. Cuando notó en la espalda el contacto de la puerta suspiró y sin volverse buscó a tientas el pomo y abrió aquélla de par en par. Salió corriendo a la noche. El cebollero dejó de cantar al sentir sus pisadas en el sendero. Del río ascendía una brisa tibia que enfriaba sus ropas húmedas. Al alcanzar el almorrón el niño se detuvo. Del otro lado del campo de trigo veía brillar la luz de la casa de Goyo. Respiró profundamente. Él le ayudaría y jamás descubriría a nadie que vio desnudo el cuerpo de Trino. El grillo reanudó tímidamente el cri cri a sus espaldas Según caminaba, el Senderines descubrió una lucecita entre los yerbajos de la vereda. Se detuvo, se arrodilló en el suelo y apartó las pajas. «Oh, una luciérnaga» se dijo, con una alegría desproporcionada. La tomó delicadamente entre sus dedos y con la otra mano extrajo trabajosamente del bolsillo del pantalón una cajita de betún con la cubierta horadada. Levantó la cubierta con cuidado y la encerró allí. En la linde del trigal tropezó con un montón de piedras. Algunas, las más blancas, casi fosforescían en las tinieblas. Tomó dos y las hizo chocar con fuerza. Las chispas se desprendían con un gozoso y efímero resplandor. La llamada insolente de la codorniz, a sus pies, le sobresaltó. El Senderines continuó durante un rato frotando las piedras hasta que le dolieron los brazos de hacerlo; sólo entonces se llegó a la casa de Goyo y llamó con el pie. La Ovi se sorprendió de verle. ¿Qué pintas tú aquí a estas horas? dijo . Me has asustado. El Senderines, en el umbral, con una piedra en cada mano, no sabía qué responder. Vio desplazarse a Goyo al fondo de la habitación, desenmarañando un sedal: ¿Ocurre algo? voceó desde dentro. A el Senderines le volvió inmediatamente la lucidez. Dijo: ¿Es que vas a pescar lucios mañana? Bueno gruñó Goyo aproximándose . No te habrá mandado tu padre a estas horas a preguntar si voy a pescar mañana o no, ¿verdad? A el Senderines se le quebró la sonrisa en los labios Denegó con la cabeza, obstinadamente. Balbució al fin: Mi padre ha muerto. La Ovi, que sujetaba la puerta, se llevó ambas manos a los labios: ¡Ave María! ¿Qué dices? dijo. Había palidecido. Dijo Goyo: Anda, pasa y no digas disparates. ¿Qué esperas ahí a la puerta con una piedra en cada mano? ¿Dónde llevas esas piedras? ¿Estás tonto? El Senderines se volvió y arrojó los guijarros a lo oscuro, hacia la linde del trigal, donde la codorniz cantaba. Luego franqueó la puerta y contó lo que había pasado. Goyo estalló; hablaba a voces con su mujer, con la misma tranquilidad que si el Senderines no existiese. Ha reventado, eso. ¿Para qué crees que tenemos la cabeza sobre los hombros? Bueno, pues a Trino le sobraba. Esta tarde disputó con Baudilio sobre quién de los dos comía más. Pagó Baudilio, claro. Y ¿sabes qué se comió el Trino? Dos docenas de huevos para empezar; luego se zampó un cochinillo y hasta royó los huesos y todo. Yo le decía: «Para ya.» Y ¿sabes qué me contestó? Me dice: «Tú a esconder, marrano.» Se había metido ya dos litros de vino y no sabía lo que se hacía. Y es lo que yo me digo, si no saben beber es mejor que no lo hagan. Le está bien empleado ¡eso es todo lo que se me ocurre! Goyo tenía los ojos enloquecidos, y según hablaba, su voz adquiría unos trémolos extraños. Era distinto a cuando pescaba. En todo caso tenía cara de pez. De repente se volvió al niño, le tomó de la mano y tiró de él brutalmente hacia dentro de la casa. Luego empujó la puerta de un puntapié. Voceó, como si el Senderines fuera culpable de algo: Luego me ha dado dos guantadas ¿sabes? Y eso no se lo perdono yo ni a mi padre, que gloria haya. Si no sabe beber que no beba. Al fin y al cabo yo no quería jugar y él me obligó a hacerlo. Y si le había ganado la apuesta a Baudilio, otras veces tendremos que perder, digo yo. La vida es así. Unas veces se gana y otras se pierde. Pero él, no. Y va y me dice: «¿Tienes triunfo?» Y yo le digo que sí, porque era cierto y el Baudilio terció entonces que la lengua en el culo y que para eso estaban las señas. Pero yo dije que sí y él echó una brisca y Baudilio sacudió el rey pero yo no tenía para matar al rey aunque tenía triunfo y ellos se llevaron la baza. Goyo jadeaba. El sudor le escurría por la piel lo mismo que cuando luchaba con los barbos desde la presa. Le exaltaba una irritación creciente a causa de la conciencia de que Trino estaba muerto y no podía oírle. Por eso voceaba a el Senderines en la confianza de que algo le llegara al otro y el Senderines le miraba atónito, enervado por una dolorosa confusión. La Ovi permanecía muda, con las chatas manos levemente crispadas sobre el respaldo de una silla. Goyo vociferó: Bueno, pues Trino, sin venir a cuento, se levanta y me planta dos guantadas. Así, sin más; va y me dice: «Toma y toma, por tu triunfo. » Pero yo sí tenía triunfo, lo juro por mi madre, aunque no pudiera montar al rey, y se lo enseñé a Baudilio y se puso a reír a lo bobo y yo le dije a Trino que era un mermado y él se puso a vocear que me iba a pisar los hígados. Y yo me digo que un hombre como él no tiene derecho a golpear a nadie que no pese cien kilos, porque es lo mismo que si pegase a una mujer. Pero estaba cargado y quería seguir golpeándome y entonces yo me despaché a mi gusto y me juré por éstas que no volvería a mirarle a la cara así se muriera. ¿Comprendes ahora? Goyo montó los pulgares en cruz y se los mostró insistentemente a el Senderines, pero el Senderines no le comprendía. Lo he jurado por éstas agregó y yo no puedo ir contigo ahora; ¿sabes? Me he jurado no dar un paso por él y esto es sagrado, ¿comprendes? Todo ha sido tal y como te lo digo. Hubo un silencio. Al cabo, añadió Goyo, variando de tono: Quédate con nosotros hasta que le den tierra mañana. Duerme aquí; por la mañana bajas al pueblo y avisas al cura. El Senderines denegó con la cabeza: Hay que vestirle dijo . Está desnudo sobre la cama. La Ovi volvió a llevarse las manos a la boca: ¡Ave María! dijo. Goyo reflexionaba. Dijo al fin, volviendo a poner en aspa los pulgares: ¡Tienes que comprenderme! He jurado por éstas no volver a mirarle a la cara y no dar un paso por él. Yo le estimaba, pero él me dio esta tarde dos guantadas sin motivo y ello no se lo perdono yo ni a mi padre. Ya está dicho. Le volvió la espalda al niño y se dirigió al fondo de la habitación, El Senderines vaciló un momento: «Bueno», dijo. La Ovi salió detrás de él a lo oscuro. De pronto, el Senderines sentía frío. Había pasado mucho calor tratando de vestir a Trino y, sin embargo, ahora, le castañeteaban los dientes. La Ovi le agarró por un brazo; hablaba nerviosamente: Escucha, hijo. Yo no quería dejarte solo esta noche, pero me asustan los muertos. Ésta es la pura verdad. Me dan miedo las manos, los pies de los muertos, Yo no sirvo para eso. Miraba a un lado y a otro empavorecida. Agregó: Cuando lo de mi madre tampoco estuve y ya ves, era mi madre y era en mí una obligación. Luego me alegré porque mi cuñada me dijo que al vestirla después de muerta todavía se quejaba. ¡Ya ves tú! ¿Tú crees, hijo, que es posible que se queje un muerto? Con mi tía también salieron luego con que si la gata estuvo hablando sola tendida a los pies de la difunta. Cuando hay muertos en las casas suceden cosas muy raras y a mí me da miedo y sólo pienso en que llegue la hora del entierro para descansar. El resplandor de las estrellas caía sobre su rostro espantado y también ella parecía una difunta. El niño no respondió. Del ribazo llegó el golpeteo de la codorniz dominando el sordo estruendo de la Central. ¿Qué es eso? dijo la mujer, electrizada. Una codorniz respondió el niño. ¿Hace así todas las noches? Sí. ¿Estás seguro? Ella contemplaba sobrecogida el leve oleaje del trigal. Sí. Sacudió la cabeza: ¡Ave María! Parece como si cantara aquí mismo; debajo de mi saya. Y quiso reír, pero su garganta emitió un ronquido inarticulado. Luego se marchó. El Senderines pensó en Conrado porque se le hacia cada vez más arduo regresar solo al lado de Trino. Vagamente temía que se quejase si él volvía a manipular con sus piernas o que el sarnoso gato de la Central, que miraba talmente como una persona, se hubiera acostado a los pies de la cama y estuviese hablando. Conrado trató de tranquilizarle. Le dijo: Que los muertos, a veces, conservan aire en el cuerpo y al doblarles por la cintura chillan porque el aire se escapa por arriba o por abajo, pero que, bien mirado, no pueden hacer daño. Que los gatos en determinadas ocasiones parece ciertamente que en lugar de «miau» dicen «mío», pero te vas a ver y no han dicho más que «miau» y eso sin intención. Que la noticia le había dejado como sin sangre, ésta es la verdad, pero que estaba amarrado al servicio como un perro, puesto que de todo lo que ocurriese en su ausencia era él el único responsable. Que volviera junto a su padre, se acostara y esperase allí, ya que a las seis de la mañana terminaba su turno y entonces, claro, iría a casa de Trino y le ayudaría. Cuando el niño se vio de nuevo solo junto a la balsa se arrodilló en la orilla y sumergió sus bracitos desnudos en la corriente. Los residuos de la C.E.S.A. resaltaban en la oscuridad y el Senderines arrancó un junco y trató de atraer el más próximo. No lo consiguió y, entonces, arrojó el junco lejos y se sentó en el suelo contrariado. A su derecha, la reja de la Central absorbía ávidamente el agua, formando unos tumultuosos remolinos. El resto del río era una superficie bruñida, inmóvil, que reflejaba los agujeritos luminosos de las estrellas. Los chopos de las márgenes volcaban una sombra tenue y fantasmal sobre las aguas quietas. El cebollero y la codorniz apenas se oían ahora, eclipsadas sus voces por las gárgaras estruendosas de la Central. El Senderines pensó con pavor en los lucios y, luego, el la necesidad de vestir a su padre, pero los amigos de su padre o habían dejado de serlo, o estaban afanados, o sentían miedo de los muertos. El rostro del niño o se iluminó de pronto, extrajo la cajita de betún del bolsillo y la entreabrió. El gusano brillaba con un frío resplandor verdiamarillo que reverberaba en la cubierta plateada. El niño arrancó unas briznas de hierba y las metió en la caja. «Este bicho tiene que comer pensó , si no se morirá también.» Luego tomó una pajita y la aproximó a la luz; la retiró inmediatamente y observó el extremo y no estaba chamuscado y él imaginó que aún era pronto y volvió a incrustarla en la blanda fosforescencia del animal. El gusano se retorcía impotente en su prisión. Súbitamente, el Senderines se incorporó y, a pasos rápidos, se encaminó a la casa. Sin mirar al lecho con el muerto, se deslizó hasta la mesilla de noche y una vez allí colocó la luciérnaga sobre el leve montoncito de yerbas, apagó la luz y se dirigió a la puerta para estudiar el efecto. La puntita del gusano rutilaba en las tinieblas y el niño entreabrió los labios en una semisonrisa. Se sentía más conforme. Luego pensó que debería cazar tres luciérnagas más para disponer una en cada esquina de la cama y se complació previendo el conjunto. De pronto, oyó cantar abajo, en el río, y olvidó sus proyectos. No tenía noticias de que el Pernales hubiera llegado. El Pernales bajaba cada verano a la Cascajera a fabricar piedras para los trillos. No tenía otros útiles que un martillo rudimentario y un pulso matemático para golpear los guijarros del río. A su golpe éstos se abrían como rajas de sandía y los bordes de los fragmentos eran agudos como hojas de afeitar. Canor y él, antaño, gustaban de verle afanar, sin precipitaciones, con la colilla apagada fija en el labio inferior, el parcheado sombrero sobre los ojos, canturreando perezosamente. Las tórtolas cruzaban de vez en cuando sobre el río como ráfagas: y los peces se arrimaban hasta el borde del agua sin recelos porque sabían que el Pernales era inofensivo. Durante el invierno, el Pernales desaparecía. Al concluir la recolección, cualquier mañana, el Pernales ascendía del cauce con un hatillo en la mano y se marchaba carretera adelante, hacia los tesos, canturreando. Una vez, Conrado dijo que le había visto vendiendo confituras en la ciudad, a la puerta de un cine. Pero Baudilio, el capataz de la C.E.S.A., afirmaba que el Pernales pasaba los meses fríos mendigando de puerta en puerta. No faltaba quien decía que el Pernales invernaba en el África como las golondrinas. Lo cierto es que al anunciarse el verano llegaba puntualmente a la Cascajera y reanudaba el oficio interrumpido ocho meses antes. El Senderines escuchaba cantar desafinadamente más abajo de la presa, junto al puente; la voz del Pernales ahuyentaba las sombras y los temores y hacía solubles todos los problemas. Cerró la puerta y tomó la vereda del río. Al doblar el recodo divisó la hoguera bajo el puente y al hombre inclinándose sobre el fuego sin cesar de cantar. Ya más próximo distinguió sus facciones rojizas, su barba de ocho días, su desastrada y elemental indumentaria. Sobre el pilar del puente, un cartelón de brea decía: «Se benden penales para trillos.» El hombre volvió la cara al sentir los pasos del niño: Hola dijo , entra y siéntate. ¡Vaya como has crecido! Ya eres casi un hombre. ¿Quieres un trago? El niño denegó con la cabeza. El Pernales empujó el sombrero hacia la nuca y se rascó prolongadamente: ¿Quieres cantar conmigo? preguntó-. Yo no canto bien, Pero cuando me da la agonía dentro del Pecho, me pongo a cantar y sale. No dijo el niño. ¿Qué quieres entonces? Tu padre el año pasado no necesitaba piedras. ¿Es que del año pasado a éste se ha hecho tu padre un rico terrateniente? Ji, ji, ji. El niño adoptó una actitud de gravedad. Mi padre ha muerto dijo y permaneció a la expectativa. El hombre no dijo nada; se quedó unos segundos perplejo, como hipnotizado por el fuego. El niño agregó: Está desnudo y hay que vestirle antes de dar aviso. ¡Ahí va! dijo, entonces, el hombre y volvió a rascarse obstinadamente la cabeza. Le miraba ahora el niño de refilón. Súbitamente dejó de rascarse y añadió: La vida es eso. Unos viven para enterrar a los otros que se mueren. Lo malo será para el que muera el último. Los brincos de las llamas alteraban a intervalos la expresión de su rostro, El Pernales se agachó para arrimar al fuego una brazada de pinocha. De reojo observaba al niño. Dijo: El Pernales es un pobre diablo, ya lo sabemos todos. Pero eso no quita para que a cada paso la gente venga aquí y me diga: «Pernales, por favor, échame una mano», como si Pernales no tuviera más que hacer que echarle una mano al vecino. El negocio del Pernales no le importa a nadie; al Pernales, en cambio tienen que importarle los negocios de los demás. Así es la vida. Sobre el fuego humeaba un puchero y junto al pilar del puente se amontonaban las esquirlas blancas, afiladas como cuchillos. A la derecha, había media docena de latas abolladas y una botella. El Senderines observaba todo esto sin demasiada atención y cuando vio al Pernales empinar el codo intuyó que las cosas terminarían por arreglarse: ¿Vendrás? preguntó el niño, al cabo de una pausa, con la voz quebrada. El Pernales se frotó una mano con la otra en lo alto de las llamas. Sus ojillos se avivaron: ¿Qué piensas hacer con la ropa de tu padre? preguntó como sin interés . Eso ya no ha de servirle. La ropa les queda a los muertos demasiado holgada; no sé lo que pasa, pero siempre sucede así. Dijo el Senderines: Te daré el traje nuevo de mi padre si me ayudas. Bueno, yo no dije tal agregó el hombre . De todas formas si yo abandono mi negocio para ayudarte, justo es que me guardes una atención, hijo. ¿Y los zapatos? ¿Has pensado que los zapatos de tu padre no te sirven a ti ni para sombrero? Sí dijo el niño . Te los daré también. Experimentaba, por primera vez, el raro placer de disponer de un resorte para mover a los hombres El Pernales podía hablar durante mucho tiempo sin que la colilla se desprendiera de sus labios. Está bien dijo. Tomó la botella y la introdujo en el abombado bolsillo de su chaqueta. Luego apagó el fuego con el pie: Andando agregó. Al llegar al sendero, el viejo se volvió al niño: Si invitaras a la boda de tu padre no estarías solo dijo . Nunca comí yo tanto chocolate como en la boda de mi madre. Había allí más de cuatro docenas de invitados. Bueno, pues, luego se murió ella y allí nadie me conocía. ¿Sabes por qué, hijo? Pues porque no había chocolate. El niño daba dos pasos por cada zancada del hombre, que andaba bamboleándose como un veterano contramaestre. Carraspeó, hizo como si masticase algo y por último escupió con fuerza. Seguidamente preguntó: ¿Sabes escupir por el colmillo, hijo? No dijo el niño Has de aprenderlo. Un hombre que sabe escupir por el colmillo ya puede caminar solo por la vida. El Pernales sonreía siempre. El niño le miraba atónito; se sentía fascinado por los huecos de la boca del otro. ¿Cómo se escupe por el colmillo? preguntó, interesado. Comprendía que ahora que estaba solo en el mundo le convenía aprender la técnica del dominio y la sugestión. El hombre se agachó y abrió la boca y el niño metió la nariz por ella, pero no veía nada y olía mal. El Pernales se irguió: Está oscuro aquí, en casa te lo diré. Mas en la casa dominaba la muda presencia de Trino, inmóvil, sobre la cama. Sus miembros se iban aplomando y su rostro, en tan breve tiempo, había adquirido una tonalidad cérea. El Pernales, al cruzar ante él, se descubrió e hizo un borroso ademán, como sí se santiguara. ¡Ahí va! dijo . No parece él; está como más flaco. Al niño, su padre muerto le parecía un gigante. El Pernales divisó la mancha que había junto al embozo. Ha reventado ¿eh? Dijo el Senderines: Decía el doctor que sólo se mueren los flacos. ¡Vaya! respondió el hombre . ¿Eso dijo el doctor? Sí prosiguió el niño. Mira agregó el Pernales . Los hombres se mueren por no comer o por comer demasiado. Intentó colocar los pantalones en la cintura del muerto sin conseguirlo. De repente reparó en el montoncito de yerbas con la luciérnaga: ¿Quién colocó esta porquería ahí? dijo ¡No lo toques! ¿Fuiste tú? Sí. ¿Y qué pinta eso aquí? ¡Nada; no lo toques! El hombre sonrió. ¡Echa una mano! dijo . Tu padre pesa como un camión. Concentró toda su fuerza en los brazos y por un instante levantó el cuerpo, pero el niño no acertó a coordinar sus movimientos con los del hombre: Si estás pensando en tus juegos no adelantaremos nada gruñó . Cuando yo levante, echa la ropa hacia arriba, si no no acabaremos nunca. De pronto el Pernales reparó en el despertador en la repisa y se fue a él derechamente. ¡Dios! exclamó . ¡Ya lo creo que es bonito el despertador! ¿Sabes, hijo, que yo siempre quise tener un despertador igualito a éste? Le puso o a sonar y su sonrisa desdentada se distendía conforme el timbre elevaba su estridencia. Se rascó la cabeza. Me gusta dijo . Me gusta por vivir. El niño se impacientaba. La desnudez del cuerpo de Trinidad, su palidez de cera, le provocaban el vómito. Dijo: Te daré también el despertador si me ayudas a vestirle. No se trata de eso ahora, hijo se apresuró el Pernales . Claro que yo no voy a quitarte la voluntad si tienes el capricho de obsequiarme, pero yo no te he pedido nada, porque el Pernales si mueve una mano no extiende la otra para que le recompensen. Cuando el interés mueve a los hombres, el mundo marcha mal; es cosa sabida. Sus ojillos despedían unas chispitas socarronas. Cantó la codorniz en el trigo y el Pernales se aquietó. Al concluir el ruido y reanudarse el monótono rumor de la Central, guiñó un ojo. Este va a ser un buen año de codornices dijo . ¿Sentiste con qué impaciencia llama la tía? El niño asintió sin palabras y volvió los ojos al cadáver de su padre. Pero el Pernales no se dio por aludido. ¿Dónde está el traje y los zapatos que me vas a regalar? preguntó . El Senderines le llevó al armario. Mira dijo. El hombre palpaba la superficie de la tela con sensual delectación. ¡Vaya, si es un terno de una vez! dijo . Listado y color chocolate como a mí me gustan. Con él puesto no me va a conocer ni mi madre. Sonreía. Agregó: La Paula, allá arriba, se va a quedar de una pieza cuando me vea, Es estirada como una marquesa, hijo. Yo la digo: «Paula, muchacha, ¿dónde te pondremos que no te cague la mosca?» Y ella se enfada. Jí, ji, ji. El Pernales se descalzó la vieja sandalia e introdujo su pie descalzo en uno de los zapatos. Me bailan, hijo. Tú puedes comprobarlo. Sus facciones, bajo la barba, adoptaron una actitud entre preocupada y perpleja : ¿Qué podemos hacer? El niño reflexionó un momento. Ahí tiene que haber unos calcetines de listas amarillas dijo al cabo . Con ellos puestos te vendrán los zapatos más justos. Probaremos dijo el viejo. Sacó los calcetines de listas amarillas del fondo de un cajón y se vistió uno. En la punta se le formaba una bolsa vacía. Me están que ni pintados, hijo. Sonreía. Se alzó el zapato y se lo abrochó; luego estiró la pierna y se contempló con una pícara expresión de complacencia. Parecía una estatua con un pedestal desproporcionado. ¿Crees tú que Paula querrá bailar conmigo, ahora, hijo? A sus espaldas, Trino esperaba pacientemente, resignadamente, que cubriera su desnudez. A el Senderines empezaba a pesarle el sueño sobre las cejas. Se esforzaba en mantener los ojos abiertos y, a cada intento, experimentaba la sensación de que los globos oculares se dilataban y oprimían irresistiblemente los huecos de sus cuencas. Inmovilidad La inmovilidad de Trino, el zumbido de la Central, la voz del Pernales, el golpeteo de la codorniz, eran incitaciones casi invencibles al sueño. Mas él sabía que era preciso conservarse despierto, siquiera hasta que el cuerpo de su padre estuviera vestido. El Pernales se había calzado el otro pie y se movía ahora con el equilibrio inestable de quien por primera vez calza zuecos. De vez en cuando, la confortabilidad inusitada de sus extremidades tiraba de sus pupilas y él entonces cedía, bajaba los ojos, y se recreaba en el milagro, con un asomo de vanidosa complacencia. Advirtió súbitamente la impaciencia del pequeño, se rascó la cabeza y dijo: ¡Vaaaya! A trabajar. No me distraigas hijo. Se aproximó al cadáver e introdujo las dos manos bajo la cintura. Advirtió: Estate atento y tira del pantalón hacia arriba cuando yo le levante. Pero no lo logró hasta el tercer intento. El sudor le chorreaba por las sienes. Luego, cuando abotonaba el pantalón, dijo, como para sí: Es la primera vez que hago esto con otro hombre. El Senderines sonrió hondo. Oyó la voz del Pernales. No querrás que le pongamos la camisa nueva, ¿verdad, hijo? Digo yo que de esa camisa te sacan dos para ti y aún te sobra tela para remendarla. Regresó del armario con la camisa que Trino reservaba para los domingos. Agregó confidencialmente: Por más que si te descuidas te cuesta más eso que si te las haces nuevas. Superpuso la camisa a sus harapos y miró de frente al niño. Le guiñó un ojo y sonrió. Eh, ¿qué tal? dijo. El niño quería dormir, pero no quería quedarse solo con el muerto. Añadió el Pernales: Salgo yo a la calle con esta camisa y la gente se piensa que soy un ladrón. Sin embargo, me arriesgaría con gusto si supiera que la Paula va a aceptar un baile conmigo por razón de esta camisa. Y yo digo: ¿Para qué vas a malgastar en un muerto una ropa nueva cuando hay un vivo que la puede aprovechar? Para ti dijo el niño a quien la noche pesaba ya demasiado sobre las cejas. Bueno, hijo, no te digo que no, porque este saco de poco te puede servir a ti, si no es para sacarle lustre a los zapatos. Depositó la camisa flamante sobre una silla, tomó la vieja y sudada de la que Trino acababa de despojarse, introdujo su brazo bajo los sobacos del cadáver y le incorporó: Así dijo . Métele el brazo por esa manga..., eso es. La falta de flexibilidad de los miembros de Trino exasperaba al niño. El esperaba algo que no se produjo: No ha dicho nada dijo, al concluir la operación, con cierto desencanto. El Pernales volvió a él sus ojos asombrados: ¿Quién? El padre. ¿Qué querías que dijese? La Ovi dice que los muertos hablan y a veces hablan los gatos que están junto a los muertos. ¡Ah, ya! dijo el Pernales. Cuando concluyó de vestir al muerto , destapó la botella y echó un largo trago. A continuación la guardó en un bolsillo, el despertador en el otro y colocó cuidadosamente el traje y la camisa en el antebrazo. Permaneció unos segundos a los pies de la cama, observando el cadáver. Digo dijo de pronto que este hombre tiene los ojos y la boca tan abiertos como si hubiera visto al diablo. ¿No probaste de cerrárselos? No dijo el niño. El Pernales vaciló y, finalmente, depositó las ropas sobre una silla y se acercó al cadáver. Mantuvo un instante los dedos sobre los párpados inmóviles y cuando los retiró, Trinidad descansaba. Seguidamente le anudó un pañuelo en la nuca, pasándosele bajo la barbilla. Dijo, al concluir: Mañana, cuando bajes a dar aviso, se lo puedes quitar. El Senderines se erizó. ¿Es que te marchas? inquirió anhelante. ¡Qué hacer! Mi negocio está allá abajo, hijo, no lo olvides. El niño se despabiló de pronto: ¿Qué hora es? El Pernales extrajo el despertador del bolsillo. Esto tiene las dos; puede que vaya adelantado. Hasta las seis no subirá Conrado de la Central exclamó el niño . ¿Es que no puedes aguardar conmigo hasta esa hora? ¡Las seis! Hijo, ¿qué piensas entonces que haga de lo mío? El Senderines se sentía desolado. Recorrió con la mirada toda la pieza. Dijo, de súbito, desbordado: Quédate y te daré... te daré se dirigió al armario esta corbata y estos calzoncillos y este chaleco y la pelliza, y... Y... Arrojó todo al suelo, en informe amasijo. El miedo le atenazaba. Echó a correr hacia el rincón. ... Y el aparato de radio exclamó. Levantó hacia el Pernales sus pupilas humedecidas. Pernales, si te quedas te daré también el aparato de radio repitió triunfalmente. El Pernales dio unos pasos ronceros por la habitación. El caso es dijo que más pierdo yo por hacerte caso. Mas cuando le vio sentado, el Senderines le dirigió una sonrisa agradecida. Ahora empezaban a marchar bien las cosas. Conrado llegaría a las seis y la luz del sol no se marcharía ya hasta catorce horas más tarde. Se sentó, a su vez, en un taburete, se acodó en el jergón y apoyó la barbilla en las palmas de las manos. Volvía a ganarle un enervamiento reconfortante. Permaneció unos minutos mirando al Pernales en silencio. El «bom bom» de la Central ascendía pesadamente del cauce del río. Dijo el niño, de pronto: Pernales, ¿cómo te las arreglas para escupir por el colmillo? Ésa es una cosa que yo quisiera aprender. El Pernales sacó pausadamente la botella del bolsillo y bebió; bebió de largo como si no oyera al niño; como si el niño no existiese. Al concluir, la cerró con parsimonia y volvió a guardarla. Finalmente, dijo: Yo aprendí a escupir por el colmillo, hijo, cuando me di cuenta que en el mundo hay mucha mala gente y que con la mala gente si te líras a trompazos te encierran y si escupes por el colmillo nadie te dice nada. Entonces yo me dije: «Pernales, has de aprender a escupir por el colmillo para poder decir a la mala gente lo que es sin que nadie te ponga la mano encima, ni te encierren.» Lo aprendí. Y es bien sencillo, hijo. La cabecita del niño empezó a oscilar. Por un momento el niño trató de sobreponerse; abrió desmesuradamente los ojos y preguntó: ¿Cómo lo haces? El Pernales abrió un palmo de boca y hablaba como si la tuviera llena de pasta. Con la negra uña de su dedo índice se señalaba los labios. Repitió: Es bien sencillo, hijo. Combas la lengua y en ¬hueco colocas el escupitajo... El Senderines no podía con sus párpados. La codorniz aturdía ahora. El grillo hacía un cuarto de hora que había cesado de cantar. ... luego no haces sino presionar contra los dientes y... El Senderines se dejaba arrullar. La conciencia de compañía había serenado sus nervios. Y también el hecho de que ahora su padre estuviera vestido sobre la cama. Todo lo demás quedaba muy lejos de él. Ni siquiera le preocupaba lo que pudiera encontrar mañana por detrás de los tesos. ... y el escupitajo escapa por el colmillo por que... Aún intentó el niño imponerse a la descomedida atracción del sueño, pero terminó por reclinar suavemente la frente sobre el jergón, junto a la pierna del muerto y quedarse dormido. Sus labios dibujaban la iniciación de una sonrisa y en su tersa mejilla había aparecido un hoyuelo diminuto. Despertó, pero no a los pocos minutos, como pensaba, porque la luz del nuevo día se adentraba ya por la ventana y las alondras cantaban en el camino y el Pernales no estaba allí, sino Conrado, Le descubrió como a través de una niebla, alto y grave, a los pies del lecho. El niño no tuvo que sonreír de nuevo, sino que aprovechó la esbozada sonrisa del sueño para recibir a Conrado. Buenos días dijo. La luciérnaga ya no brillaba sobre la mesa de noche, ni el cebollero cantaba, ni cantaba la codorniz, pero el duro, incansable pulso de la Central, continuaba latiendo abajo, junto al río. Conrado se había abotonado la camisa blanca hasta arriba para entrar donde el muerto. El Senderines se Incorporó desplazando el taburete con el pie. Al constatar la muda presencia de Trino, pavorosamente blanco, pavorosamente petrificado, comprendió que para él no llegaba ya la nueva luz y cesó repentinamente de sonreír Dijo: Voy a bajar a dar aviso. Conrado asintió, se sentó en el taburete que el niño acababa de dejar, lo arrimó a la cama, sacó la petaca y se puso a liar un cigarrillo, aunque le temblaban ligeramente las manos. No tardes dijo. "La mortaja" forma parte de una selección de cuentos escritos entre 1948 y 1963   Navidad sin ambiente [Cuento. Texto completo.] Miguel Delibes -Ella nunca ponía el Niño de esa manera -dijo Chelo al sentarse a la mesa. -Es lo mismo; cámbialo. Ni me di cuenta. Cati se pasó delicadamente las manos por las mejillas sofocadas. -Sentaos -dijo. Raúl y Tomás hablaban junto a la chimenea. Dijo Chelo: -Mujer, es lo mismo. El caso es que el Niño presida, ¿no? La silla crujió al sentarse Raúl, a la cabecera. Elvi rió al otro extremo. -Deberías comer con más cuidado -dijo-. Yo no sé dónde vas a llegar. Dijo Frutos: -¿Por qué no habéis prendido lumbre como otros años? A Cati le temblaba un poco la voz: -Pensé que no hacía frío -levantó sus flacos hombros como disculpándose-. No sé... -Bendice -dijo Toña. La voz de Raúl, a la cabecera, tenía un volumen hinchado y creciente, como el retumbo de un trueno: -Me pesé el jueves y he adelgazado, ya ves. Pásame el vino, Chelo, haz el favor. Dijo Cati: -Si queréis, prendo. Todavía estamos a tiempo. Hubo una negativa general; una ruidosa, alborotada negativa. -¿No bendices? -preguntó Toña. Agregó Frutos: -Yo, lo único por el ambiente; frío no hace. Cati humilló ligeramente la cabeza y murmuró: -Señor, da pan a los que tienen hambre y hambre a los que tienen pan. Al concluir se santiguó. Dijo Elvi: -¡Qué bendición más original, chica! Ella nunca bendecía así. Rodrigo miró furtivamente a su izquierda, hacia Cati: -Se me hace raro no verla aquí, a mi lado, como otros años. Tomás, Raúl y Frutos hablaban de las ventajas del «Seat 600» para aparcar en las grandes ciudades. Dijo Raúl: -En carretera fatiga. Es ideal para la ciudad. Chelo tenía los ojos húmedos cuando dijo: -¿Os acordáis del año pasado? Ella lo presentía. Dijo: «Quién sabe si será la última Navidad que pasamos juntos.» ¿No os acordáis? Hubo un silencio estremecido, quebrado por el repique de los cubiertos contra la loza. Raúl estalló: -Llevaba veinte años diciendo lo mismo. Alguna vez tenía que ser. Es la vida, ¿no? Cati carraspeó: -Esa bendición se la oí un día al padre Martín. Es sobria y bonita. Me gustó. Tomás levantó la voz: -A mí, como no me gusta correr, tanto me da un coche grande como uno pequeño. Elvi fruncía su naricita respingona cada vez que se disponía a hablar. Dijo: -Raúl tiene pan, pero haría mejor pidiéndole a Dios que no le diese hambre. Si no, yo no sé dónde va a llegar. Elena pasaba las fuentes alrededor de la mesa. Y cuando Elvi habló, unió su risa espontánea a la de los demás. -No, gracias, hija; no quiero más -dijo Frutos con un breve gesto de la mano. Rodrigo denegó también. Dijo luego: -Ella ponía la lombarda de otra manera. No sé exactamente lo que es, pero era una cosa diferente. Raúl se volvió a Tomás: -Pero, bueno ¿quieres decirme qué kilómetros haces tú? Dijo Frutos: -Con la chimenea apagada no me parece Nochebuena, la verdad. Toña saltó: -No es la chimenea. Cati se inclinó hacia Rodrigo: -Está rehogada con un poco de ajo, exactamente como ella lo hacía. Elvi arrugó su naricilla: -Sigo pensando en esa bendición tuya, tan original, Cati. Creo que no está bien. Para arreglar ese asunto entre los que tienen hambre y los que no tienen hambre, me parece que no es necesario molestar a Dios. Sería más sencillo decirles a los que tienen pan y no tienen hambre, que les den el pan que les sobra a los que tienen hambre y no tienen pan. De esa manera, todos contentos, ¿no os parece? Tomás se soliviantó un poco: -Haga los kilómetros que haga. Yo no tengo necesidad de correr y en carretera tanto me da un «Seiscientos» como un «Mercedes»; es lo que tengo que decir. -A mí no me parece Nochebuena -dijo Frutos después de observar atentamente la habitación-. Aquí falta algo. Chelo amusgó los ojos y miró hacia Cati: -Cati, mona -dijo- si te miro así con los ojos medio cerrados, como vas de negro, todavía me parece que está ella -se inclinó hacia Raúl-. Raúl -añadió-, cierra los ojos un poco, así, y mira para Cati. ¿No es verdad que te recuerda a ella? Cati hizo un esfuerzo para tragar. Toña hizo un esfuerzo para tragar. Raúl hizo un esfuerzo para tragar. Finalmente, entrecerró los ojos y dijo: -Sí, puede que se le dé un aire. Rodrigo se dirigió a Frutos, cruzando la conversación: -No te pongas pelma con el ambiente. No es el ambiente. Es la lombarda; y el besugo también. Este año tienen otro gusto. Frutos enarcó las cejas. -Lo que sea no lo sé. Pero a mí no me parece que hoy sea Nochebuena. Cati descarnaba el alón del pavo nerviosamente, con increíble destreza. Luego se lo llevaba a la boca con el tenedor en porciones minúsculas. Dijo Raúl: -Pásame el vino, Chelo, anda. Chelo le pasó la botella. Inmediatamente se incorporó y, sin decir nada, colocó al Niño en ángulo recto con el largo de la mesa, encarando a Cati. Inquirió: -¿Y así? Dijo Elvi: -No os molestéis. Es la bendición tan rara de Cati la que lo ha echado todo a perder. Toña gritó: -¡No es la bendición! -Bueno, no os pongáis así. Lo que hay que hacer es beber un poco -dijo Raúl-. El ambiente va por dentro. Y repartió vino en los vasos de alrededor. Frutos se puso en pie y sacó del bolsillo una caja de fósforos: -Aguarda un momento -dijo-. ¿Tenéis un papel? -se dirigió a la chimenea. Chelo le dijo a Toña: -Toña, por favor, cierra un poco los ojos, así, y mira para Cati. -Déjame -dijo Toña. Las llamas caracoleaban en el hogar. Frutos se incorporó con una mano en los riñones. Voceó mirando al fuego: -Esto es otra cosa, ¿no? Añadió Chelo: -Yo no sé si es por el luto o que... Frutos reculaba sin cesar de mirar a la lumbre: -¿Qué? ¿Hay ambiente ahora o no hay ambiente? Hubo un silencio prolongado, Rodrigo lo rompió al fin. Le dijo a Cati: -¿Pusiste manzanas en el pavo? -Sí, claro. Rodrigo encogió los hombros imperceptiblemente. Frutos apartó su silla y se sentó de nuevo. Continuaba mirando al fuego. Toña le dijo irritada: -No te molestes más; no es el fuego. Elvi frunció su naricita: -Cati -dijo-, si probaras a bendecir de otra manera, a lo mejor... Se oyó un ronco sollozo. Raúl dejó el vaso de golpe, sobre la mesa. -¡Lo que faltaba! -dijo-. ¿Pues no está llorando la boba ésta ahora? Cati, mujer, ¿puede saberse qué es lo que te pasa? FIN   ANA MARÍA MATUTE (Barcelona, España, 1925 - 2014) Novelista española miembro de la Real Academia Española, donde ocupaba el asiento «K», y la tercera mujer que recibió el Premio Cervantes, obtenido en 2010. Matute fue una de las voces más personales de la literatura españoladel siglo XX y es considerada por muchos como una de las mejores novelistas de la posguerra española. Novelas de Ana María Matute: Luciérnagas, Los niños muertos, Pequeño teatro, Olvidado rey Gudú. También fue una prolific autora de relatos cortos.   La rama seca Ana María Matute [Cuento. Texto completo.] 1 Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y le decían: -Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña Clementina. Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con "Pipa". Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría el ventanuco tras el cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba. -¿Qué haces, niña? La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate. -Juego con "Pipa" -decía. Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien. -¿Con quién hablas, tú? -Con "Pipa". Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por "Pipa". Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió: -Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña para llevarla a los pagos... -Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado... Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron metiéndosele pecho adentro. -Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré a faltar -se decía. 2 Un día, por fin, se enteró de quién era "Pipa". -La muñeca -explicó la niña. -Enséñamela... La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente. -No la veo, hija. Échamela... La niña vaciló. -Pero luego, ¿me la devolverá? -Claro está... La niña le echó a "Pipa" y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. "Pipa" era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos. -¿Me la echa, doña Clementina...? Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a "Pipa" hacia la ventana. "Pipa" pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego. Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con "Pipa". -"Pipa", no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, "Pipa", cómo me miras! Cogeré un palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, "Pipa"... Siéntate, estate quietecita, te voy a contar, el lobo está ahora escondido en la montaña... La niña hablaba con "Pipa" del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a "Pipa" en las rodillas, y la hacía participar de su comida. -Abre la boca, "Pipa", que pareces tonta... Doña Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el rumor de la acequia. 3 Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer Mediavilla: -¿Y la pequeña? -Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta. -No sabía nada... Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea. -Sí -continuó explicando la Mediavilla-. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin hervir... ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín. Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría. La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó: -¡Pascualín! ¡Pascualín! Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados. -Hola, pequeña -dijo doña Clementina-. ¿Qué tal estás? La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras. -Sabe usted -dijo la niña-, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a "Pipa", que me aburro sin "Pipa"... Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón. Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre. -Pascualín -dijo doña Clementina. El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas. -Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela. Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó. -¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos! Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando. Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa": -Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga... El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la manta. -Yo te voy a traer una muñeca, no llores. Doña Clementina dijo a su marido, por la noche: -Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras. -Baja -respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico. 4 A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado "El Ideal". Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En "El Ideal" compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. "La pequeña va a alegrarse de veras", pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana. Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos. -¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar...! Cortó sus exclamaciones. -Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete... Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar. -Ay, cuitada, y mira quién viene a verte... La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla. -Mira lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita. Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña. Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba. -No es "Pipa" -dijo-. No es "Pipa". La madre empezó a chillar: -¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada...! Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión). -No importa, mujer -dijo, con una pálida sonrisa-. No importa. Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor. -¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta...! Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña: -Te traigo a tu "Pipa". La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros. -No es "Pipa". Día a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio. -Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas... ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir, de todos modos... -¿Se va a morir? -Pues claro, ¡que remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa... ¡Va a ser mejor para todos! 5 En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por "Pipa" y su pequeña madre. 6 Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a "Pipa" entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol. -Verdaderamente- se dijo-. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca! FIN   El niño al que se le murió el amigo [Cuento. Texto completo.] Ana María Matute Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: -El amigo se murió. -Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar. El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar. -Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre. Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto. FIN   IGNACIO ALDECOA (Vitoria, Álava, 1925 - Madrid, 1969) fue un escritor español que cultivó la novela, el relato y la poesía. Adaptó el riguroso realismo anglosajón a la literatura española, de forma que sus cuentos poseen el sabor de una experiencia realmente sentida y vivida, gracias a su agudas dotes de observador y a su gran contenido humano, que suele faltar en los demás narradores de su generación. Casi siempre escoge a gente humilde cuya cotidianeidad expone con una enorme ternura, dejando que el contenido social se deduzca naturalmente de la humanidad de su propia visión. Entre sus cuentos hay auténticas obras maestros. Novelas: El fulgor y la sangre, Gran Sol, Con el viento solano.   IGNACIO ALDECOA Chico de Madrid El mejor y más bonito modo de atrapar gorriones es el de la sábana emplomada cuando hay nieve, acercándose a la bandada silbando de distraídas. Si se quiere apedrear a un gato desinflado de hambre y pelón de tiña, lo importante es el sigilo, llevando las alpargatas colgando del cinturón. Para cazar una mariposa es necesario fingirse miope y poseer una boina grande, sucia y agujereada. Tratándose de un perro vagabundo, al que hay que atar una ristra de latas vacías a la cola, la técnica exige guiñar un ojo y caminar a la pata coja, como si se jugara. Las lagartijas requieren el cuerpo erguido, la mirada al frente y una delicada y cimbreante varita de fresno. Los grillos piden para que se les haga prisioneros tino y necesidades verecundas. Así y no de otro modo son las ordenanzas. "Chico de Madrid" era un maestro zagalejo de moscas y Job caracol, llevando consigo un estercolero; a sus trece años sabía mucho más de caza suburbana que el más calificado cinegético. Se había educado en las orillas del Manzanares, aprendiéndolo todo por experiencia. "Chico de Madrid" era bisojo y autodidacto, sucio y tristón, colillero vicioso y rondador de cuarteles en busca del pre sobrante; saltaba tapias y trepaba a los árboles con agilidad, pero nunca se salió de la ley. Tenía algo de orgullo y bastante puntería, por lo que pudo tener pandilla o doctorarse en golfo o pertenecer a cualquier sociedad de pequeños ladrones. Mas nada de esto le interesaba, porque poseía un alma pura y aventurera. Proposiciones tuvo de pecar del séptimo y ciertos vividores de orilla le pronosticaron una gran carrera, mas él prefirió siempre la alegría de sus cotos y el croar de las ranas cuando, panza arriba, contemplaba las estrellas en las noches de verano, luminoso y santificado por las luciérnagas y llevándole el sueño las libélulas, el sueño y los picores de los piojos que olvidaba. "Chico de Madrid" no se metía con nadie; vivía a temporadas con su madre, viuda de un barrendero, que se dedicaba a vender caramelos y semillicas a los niños más pobres de la ciudad; vivía, por duelo y misterio, algunas veces en cuevas de solares y otras en garitos _cuando apretaba el padre invierno_ de perra gorda y abundante compañía. Comía lo dicho antes: sobrantes de rancho y alguna fritanga de extraordinario. Se empleaba de recadero con el dueño de un tiovivo, diminuto y solitario, colocado junto a un puesto de melones _cuando había melones_, que casi nunca funcionaba, y al que traía arenques y vino aguado para las comidas; chismes de un lado y otro para las sobremesas. Con los gorriones sacaba algunas pesetas; con los grillos, pan y tomate; con las lagartijas, harto solaz, y con los perros sacó una vez un mordiscote que le dio fiebre como si estuviera rabiando, y que le obligó a andar con tiento en adelante. Casi era el único viajero del tiovivo. Se reía con todas sus fuerzas viajando en el aeroplano de hojalata o en el cerdito desorejado o en el rocinante, desfallecido de antiguos galopes en las verbenas de verdad. Porque aquella verbena, su verbena, era una especie de asilo de inválidos que las corrieron buenas, pero que ya no estaban para muchas. Al dueño, que se llamaba Simón y tuvo barraca de monstruos de la naturaleza cuando joven, se le ocurrió repintar el tiovivo. Nunca la gozó más "Chico de Madrid"; se puso hecho un adefesio, y entre ambos dejaron todo pringoso y con expresivas huellas digitales. La pintura se la había comprado a un chapucero y era de tan mala calidad que no se secaba; el polvo se pegaba en todas partes, ennegreciendo el conjunto, según ellos. Para colmo, todos los niños que se montaron con sus trajecitos limpios, el domingo de aquella semana, salieron verdaderamente repugnantes, costándole a Simón muchas reclamaciones de indignados padres y llantos de niños de diversos colores, que se retiraban de su clientela. Simón cambió de barrio, pero "Chico" no se fue con él porque era, ante todo, libre, y porque las orillas del Manzanares tenían mucho que descubrir y que colonizar. Llegó la temporada de las ratas... Las ratas no son animales repugnantes y tienen, por otra parte, el morro gracioso y los bigotes de carabinero de tiempo de Mazzantini. Las ratas viven en una ciudad al revés, que impulsa a despreciar las pompas y vanidades humanas; una ciudad donde hay mucho sueño y donde ni ellas pueden dormir. "Chico de Madrid" mataba las ratas; las mataba por sport, como otros matan pichones. Se divertía con su tiragomas, paqueándolas sin prisa. Conocía la mejor hora: la del atardecer, cuando la tierra se pone morena y hay violetas en los tejados y el primer murciélago hace su ronda de animalejo complicado. Se sentaba solemne frente a las cuevas, mirando fijamente con la media risa de sus ojos, el arma homicida sobre las piernas y una canción como de cazadores por los labios. Se decía a sí mismo: _Ya está. Asoma, bonita. Y la rata averiguaba con su morrito saltimbanqui lo que había en la tarde. Luego se veía en silueta, aún indecisa, dando una carrerilla hasta la trinchera del río. Se encendía un farol lejano que enviaba una triste luz de iglesia pueblerina hasta la orilla. "Chico" empujaba una piedrecilla con el pie. La rata salía disparada y de pronto se le quebraba la vida en un aspaviento. Le había acertado. Después bombardeaba el cadáver con pedruscos. Solía hacer tres o cuatro víctimas por sesión. Las ranas también le atraían. Mostraban su barriga búdica y una como papada de bonzo bien alimentado que le despertaban escalofríos criminales. Las atrapaba por el método del caracol y luego les hacía el martirio chino, cumpliendo un rito geográfico de grave importancia cultural. Acababa malvendiéndolas en algún figón y con las monedas que le daban se iba al cinematógrafo, que todavía era mudo y se cortaba siempre en lo más emocionante, porque la película duraba varias sesiones, en las que no había forma de apresar a Fu-Man-Chu, a pesar de que el gallinero animaba constantemente a los buenos, que, aparte de buenos, eran algo cerrados de mollera. "Chico de Madrid" hizo un día amistad con un muchacho, resabiado de la vida, que hablaba como un loro, jugaba a las cartas como un profesional y era hijo de un oscuro anarquista que penaba en San Miguel de los Reyes. "Chico de Madrid" quedó deslumbrado y aquel vaina desplazó de su corazón a los héroes de las películas y de los periódicos de aventuras. Se hizo fanático de él y abandonó sus cacerías y sus purezas por seguir su pata coja hasta la misma Puerta del Sol. Él le enseñó a pedir con voz sollozante, acercándose mucho al limosnero para despertarle ascos: _ Señor, señor, una limosna para este expósito, que paga culpa de padres desnaturalizados. Nacido en enero y abandonado en la nieve. Y después, recitado velozmente: _El blanco sudario fue el regazo que acogió sus primeros llantos de niño. Una limosna para lo más necesario, y vaya usted con Dios con la conciencia tranquila por haber hecho una obra de caridad. Nadie se tragaba el cuento, pero todo el mundo les daba alguna perrilla, porque se los querían quitar de encima. El pregón de sus miserias lo había sacado aquella especie de paje de espantapájaros de una novelista sentimental y manoseada que un amigote le había prestado. "Chico" colaboró literariamente, arreglándolo a las circunstancias. Ganaban su dinero. En los repartos el cojo se quedaba con la mayor parte, porque para algo era el jefe. Una tarde de toros en que el sol quemaba de canto y la gente tenía los ojos llenos de picores de modorra, "Chico" y su jefe fueron a piratear a las puertas de la plaza. La gavilla de sus conocidos haraganeaba por allá en busca de corazones blandos o de estómagos satisfechos que necesitaban digestión sin molestias. Los guardias a caballo estaban tristes como estatuas. Se hacía obligatoria la tragedia en el ruedo. Los novilleros _porque había novillada_ debían estar desfigurados, borrosos de miedo. Los novillos estarían medio ahogados y quemados de las punzadas de los tábanos. Tal vez los picadores estuvieran aletargados con sus caras de tortugas gigantes, balanceando las cabezotas. Los caballejos, como los de su tiovivo, vacilantes y cansados. El presidente, orondo, fumándose un veguero, entre eructos disimulados. La plaza, frenética. Y la bandera, que él veía sobre el azul del cielo, poniendo sus crudos colores de estío africano, cortando, inmóvil, las retinas de los contempladores. Pasaban rostros abotagados que con el calor y la respiración parecían higos reventones llenos de dulzor. A ellos se acercaba "Chico" misereando: _Señor, señor, una limosna, por caridad, para este pobrecito, que hace dos días que no prueba bocado y vive en una choza con siete hermanitos, sin madre y con padre holgazán. Había variado la retahíla con astucia porque si se le ocurría decirles a los señores gordos que habían sido abandonados en la nieve los iban a juzgar los pobres más felices del mundo. "Chico de Madrid" oyó voces detrás de él y de pronto se sintió cogido por el cuello de la camisa. Un municipal lo tenía agarrado con la mano izquierda, mientras con la derecha casi arrastraba a su compañero, que pataleaba con fingido llanto. "Chico" intentaba escaparse por ley natural, por lo que recibió un terrible puntapié que lo calambró y lo dejó como cuando a una lagartija le cortan el rabo. Comenzó a hipar y a dar berridos, por lo que fue sacudido violentamente y conminado a callarse. Otro guardia municipal parsimonioso y con galones, se acercó a ver lo que pasaba. Ya tenían grupo en torno y algunas señoras, con impertinentes, aromosas y con ganas de saberlo todo, hociqueaban entre ellos con tristeza falsificada y evidente repulsión. El de los galones interrogaba al que le estaba dando garrote vil con sus manazas: _ ¿Y estos pájaros? _El cojitranco este que se pringaba en un reló _decía dándole un empujón al jefe. Y este otro _lo señalaba con gesto de cabeza, que había venido con él, que yo los vi cuando llegaron y estaban haciendo el paripé pidiendo. _Pues a la trena, y los amansas si se sienten gallos. "Chico de Madrid" no se sentía gallo; se sentía pájaro humildísimo y asustado gorrión. El guardia casi le ahogaba, pero se mordió los labios aguantándose porque, sin ninguna duda, había llegado la hora de callar y echarle pecho al asunto. De su jefe juraba vengarse, porque no estaba bien hacerle aquella jugada de silencio cuando el guardia se acercó a cogerle. Se derrumbó su héroe al mismo tiempo que le llegaba a la boca un sabor agrio de principios de vómito, porque el guardia le apretaba cada vez más. Tuvo una arcada. El guardia se paró soltándole del cuello y cogiéndole por la espaldera de la camisa. "Chico" notó que su salvación llegaba, dio una arrancada y salió corriendo. Oía confusamente las voces del guardia pidiendo ayuda e incapaz de perseguirle, so pena de perder al prestidigitador aficionado que danzaba como un ahorcado entre los bandazos y los achuchones de lo que quería ser carrera entre la gente... "Chico" se escurría con rapidez; pasó un tranvía y se colgó de los topes. ¡Estaba salvado! Le sorprendió el fresquillo acariciante de la madrugada tumbado a las orillas de su río, oyendo cantar a las ranas y dejando que se fuera el pensamiento por los incidentes de la tarde. No volvería a la ciudad; su puesto no estaba en la ciudad, sino en el límite de ella: entre el campo grande de las anchas llanadas y la apretura estratégica de los primeros edificios. En aquel terreno de nadie, suyo, con gorriones vestidos de saco y lagartijas pizpiretas, con perros famélicos y sabios y gatos alucinantes, con ratas y mariposas, con grillos y ranas, con el hedor de su río y el perfume lejano del tomillo campesino. No, no volvería a la ciudad y se dedicaría a pasarlo bien por aquellos andurriales hasta que lo llamaran a quintas. Se fue quedando dormido en el relente de la mañana; luego, el sol comenzó a calentarle los pies y a ascenderle por el cuerpo, despertándole con un grato hormigueo. "Chico de Madrid" se desperezó, se restregó los ojos y marchó en busca del desayuno silbando alegremente. Ahora sí que estaba salvado de verdad. Habían pasado algunos días. Su vida era tranquila y medieval: comer, dormir, cazar. No comía muy bien, ni dormía muy blandamente, ni cazaba otra cosa que animales inmundos, pero él estaba muy a sus anchas. Aquella tarde pensaba hacer una exploración por una alcantarilla vieja y abandonada, y ya se regodeaba soñando con lo que en ella iba a encontrar. Iba a encontrar ratas como caballos y puede que de añadidura se topase con algún esqueleto humano. Esto le parecía difícil; pero si lo encontrara, si lo encontrara, iba a ser rico, tremendamente rico de misterios. Sabía que cierta vez unos obreros, en un solar cercano, cuando trabajaban para levantar los cimientos de una casa, al lado de una antiquísima cloaca, hallaron varios esqueletos que, según se dijo, eran de los franceses, de cuando el 2 de mayo. "Chico" soñaba desde entonces con esqueletos de franceses, aunque no le importaban mucho sus nacionalidades, porque con que fueran esqueletos como los que había visto tenía bastante. A las cuatro de la tarde, armado de una estaca y con un farolillo de carro, dio comienzo a su exploración. Llevaba un riche por si tenía hambre y una vela y una caja de cerillas por si necesitaba repuesto o se dilataba demasiado cazando. Entró por el tunelillo encorvado y un tufo ácido le avispó la nariz. Se colocó un trapo a modo de careta preservadora y siguió avanzando impertérrito rumbo a lo desconocido. El farolillo le danzaba la sombra: una humedad grasa le manchaba las manos cuando las rozaba con las paredes; el garrote le hacía caminar como un extraño animal que tuviera allí mismo su cubil. Estuvo andando mucho tiempo, hasta que las espaldas se le cansaron; entonces montó su campamento, dejó el garrote y merendó su riche. Pensó en volver. La cloaca estaba vacía. No había esqueletos y lo más gordo era que tampoco había ratas. Se volvió. "Chico de Madrid" comenzó a sentir algunos trastornos intestinales. La frente le ardía. La última noche no pudo dormir de desasosiego. Fue a casa de su madre, a la que no veía desde la tarde en que se le ocurrió explorar la cloaca. La pobre mujer, después de regañarle, lo lavó como pudo; le hizo ponerse una camisa de su padre, guardada con todo esmero como recuerdo, y le invitó a tenderse en jergón. Salió breves momentos a la calle y luego regresó con un gran vaso de leche. "Chico" tampoco pudo dormir esta noche. Pasaron dos días. Cuando el médico llegó era ya demasiado tarde. "Chico", el buen "Chico", estaba en las últimas. La madre, fiel, sentada a sus pies, sin soltar una lágrima, se asombraba de lo que le ocurría a su hijo. El médico se limitó a decir: "Tifus; ya no hay remedio". Y "Chico de Madrid" murió porque no había remedio. Murió a la misma hora en que salen sus ratas a averiguar la tarde con los morritos saltimbanquis, cuando la tierra se pone morena y hay violetas en los tejados y el primer murciélago hace su ronda de animalejo complicado y se extiende como una gasa de tristeza por las orillas del Manzanares. "Chico de Madrid" murió a consecuencia de su última cacería, en la que si no pudo cazar ratas, como nunca falló, cazó un tifus; el tifus que lo llevó a los cazaderos eternos, donde es difícil que entren los que no sean como él, buenos; como él, pobres, y como él, de alma incorruptible. Un cuento de Reyes Ignacio Aldecoa El ojo del negro es el objetivo de una máquina fotográfica. El hambre del negro es un escorpioncito negro con los pedipalpos mutilados. El negro Omicrón Rodríguez silba por la calle, hace el visaje de retratar a una pareja, siente un pinchazo doloroso en el estómago. Veintisiete horas y media sin comer; doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar; la mayoría de las de su vida, silbando. Omicrón vivía en Almería y subió, con el calor del verano pasado, hasta Madrid. Subió con el termómetro. Omicrón toma, cuando tiene dinero, café con leche muy oscuro en los bares de la Puerta del Sol; y copas de anís vertidas en vasos mediados de agua, en las tabernas de Vallecas, donde todos le conocen. Duerme, huésped, en una casita de Vallecas, porque a Vallecas llega antes que a cualquier otro barrio la noche. Y por la mañana, muy temprano, cuando el sol sale, da en su ventana un rayo tibio que rebota y penetra hasta su cama, hasta su almohada. Omicrón saca una mano de entre las sábanas y la calienta en el rayo de sol, junto a su nariz de boxeador principiante, chata, pero no muy deforme. Omicrón Rodríguez no tiene abrigo, no tiene gabardina, no tiene otra cosa que un traje claro y una bufanda verde como un lagarto, en la que se envuelve el cuello cuando, a cuerpo limpio, tirita por las calles. A las once de la mañana se esponja, como una mosca gigante, en la acera donde el sol pasea sólo por un lado, calentando a la gente sin abrigo y sin gabardina que no se puede quedar en casa, porque no hay calefacción y vive de vender periódicos, tabaco rubio, lotería, hilos de nylon para collares, juguetes de goma y de hacer fotografías a los forasteros. Omicrón habla andaluza y onomatopéyicamente. Es feo, muy feo, feísimo, casi horroroso. Y es bueno, muy bueno; por eso aguanta todo lo que le dicen las mujeres de la boca del Metro, compañeras de fatigas. —Satanás, muerto de hambre, ¿por qué no te enchulas con la Rabona? —No me llames Satanás, mi nombre es Omicrón. —¡Bonito nombre! Eso no es cristiano. ¿Quién te lo puso, Satanás? —Mi señor padre. —Pues vaya humor. ¿Y era negro tu padre? Omicrón miraba a la preguntante casi con dulzura: —Por lo visto. De la pequeña industria fotográfica, si las cosas iban bien, sacaba Omicrón el dinero para sustentarse. Le llevaban veintitrés duros por la habitación alquilada en la casita de Vallecas. Comía en restaurantes baratos platos de lentejas y menestras extrañas. Pero días tuvo en que se alimentó con una naranja, enorme, eso sí, pero con una sola naranja. Y otros en que no se alimentó. Veintisiete horas y media sin comer y doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar, son muchas horas hasta para Omicrón. El escorpión le pica una y otra vez en el estómago y le obliga a contraerse. La vendedora de lotería le pregunta: —¿Qué, bailas? —No, no bailo. —Pues, chico, ¡quién lo diría!, parece que bailas. —Es el estómago. —¿Hambre? Omicrón se azoró, poniendo los ojos en blanco, y mintió: —No, una úlcera. —¡Ah! __ ¿Y por qué no vas al dispensario a que te miren? Omicrón Rodríguez se azoró aún más: —Sí tengo que ir, pero... —Claro que tienes que ir, eso es muy malo. Yo sé de un señor, que siempre me compraba, que se murió de no cuidarla. Luego añadió, nostálgica y apesadumbrada: —Perdí un buen cliente. Omicrón Rodríguez se acercó a una pareja que caminaba velozmente. —¿Una foto? ¿Les hago una foto? La mujer miró al hombre y sonrió: —¿Qué te parece, Federico? —Bueno, como tú quieras... —Es para tener un recuerdo. Sí, háganos una foto. Omicrón se apartó unos pasos. Le picó el escorpioncito. Por poco le sale movida la fotografía. Le dieron la dirección: Hotel... La vendedora de lotería le felicitó: —Vaya, has empezado con suerte, negro. —Sí, a ver si hoy se hace algo. —Casilda, ¿tú me puedes prestar un duro? —Sí, hijo, sí; pero con vuelta. —Bueno, dámelo y te invito a un café. —¿Por quién me has tomado? Te lo doy sin invitación. —No, es que quiero invitarte. La vendedora de lotería y el fotógrafo fueron hacia la esquina. La volvieron y se metieron en una pequeña cafetería. Cucarachas pequeñas, pardas, corrían por el mármol donde estaba asentada la cafetera exprés. —Dos con leche. Les sirvieron. En las manos de Omicrón temblaba el vaso alto, con una cucharilla amarillenta y mucha espuma. Lo bebió a pequeños sorbos. Casilda dijo: —Esto reconforta, ¿verdad? —Sí El «sí» fue largo, suspirado. Un señor, en el otro extremo del mostrador, les miraba insistentemente. La vendedora de lotería se dio cuenta y se amoscó. —¿Te has fijado, negro, cómo nos mira aquel tipo? Ni que tuviéramos monos en la jeta. Aunque tú, con eso de ser negro, llames la atención, no es para tanto. Casilda comenzó a mirar al señor con ojos desafiantes. El señor bajó la cabeza, preguntó cuánto debía por la consumición, pagó y se acercó a Omicrón: —Perdonen ustedes. Sacó una tarjeta del bolsillo. —Me llamo Rogelio Fernández Estremera, estoy encargado del Sindicato del... de organizar algo en las próximas fiestas de Navidad. _Bueno —carraspeó—, supongo que no se molestará. Yo le daría veinte duros si usted quisiera hacer el Rey negro en la cabalgata de Reyes. Omicrón se quedó paralizado. —¿Yo? —Sí, usted. Usted es negro y nos vendrá muy bien, y si no, tendremos que pintar a uno, y cuando vayan los niños a darle la mano o besarle en el reparto de juguetes se mancharán. ¿Acepta? Omicrón no reaccionaba. Casilda le dio un codazo: —Acepta, negro, tonto... Son veinte «chulís» que te vendrán muy bien. El señor interrumpió: —Coja la tarjeta. Lo piensa y me va a ver a esta dirección. ¿Qué quieren ustedes tomar? —Yo, un doble de café con leche —dijo Casilda—, y éste, un sencillo y una copa de anís, que tiene esa costumbre. El señor pagó las consumiciones y se despidió. —Adiós, píenselo y venga a verme. Casilda le hizo una reverencia de despedida. —Orrevuar, caballero. ¿Quiere usted un numerito del próximo sorteo? —No, muchas gracias, adiós. Cuando desapareció el señor, Casilda soltó la carcajada. —Cuando cuente a las compañeras que tú vas a ser Rey se van a partir de risa. —Bueno, eso de que voy a ser Rey... —dijo Omicrón. Omicrón Rodríguez apenas se sostenía en el caballo. Iba dando tumbos. Le dolían las piernas. Casi se mareaba. Las gentes, desde las aceras, sonreían al verle pasar. Algunos padres alzaban a sus niños. —Mírale bien, es el rey Baltasar. A Omicrón Rodríguez le llegó la conversación de dos chicos: —¿Será de verdad negro o será pintado? Omicrón Rodríguez se molestó. Dudaban por primera vez en su vida si él era blanco o negro, y precisamente cuando iba haciendo de Rey. La cabalgata avanzaba. Sentía que se le aflojaba el turbante. Al pasar cercano a la boca del Metro, donde se apostaba cotidianamente, volvió la cabeza, no queriendo ver reírse a Casilda y sus compañeras. La Casilda y sus compañeras estaban allí, esperándole; se adentraron en la fila; se pusieron frente a él y, cuando esperaba que iban a soltar la risa, sus risas guasonas, temidas y estridentes, oyó a Casilda decir: —Pues, chicas, va muy guapo, parece un rey de verdad. Luego, unos guardias las echaron hacia la acera. Omicrón Rodríguez se estiró en el caballo y comenzó a silbar tenuemente. Un niño le llamaba, haciéndole señas con la mano: —¡Baltasar, Baltasar! Omicrón Rodríguez inclinó la cabeza solemnemente. Saludó. —¡Un momento, Baltasar! Los flashes de los fotógrafos de prensa lo deslumbraron.   FRANZ KAFKA (Praga,1883 – Austria, 1924) fue un escritor de origen judío nacido en Bohemia que escribió en alemán. Su obra está considerada una de las más influyentes de la literatura universal y está llena de temas y arquetipos sobre la alienación, la brutalidad física y psicológica, los conflictos entre padres e hijos, personajes en aventuras terroríficas, laberintos de burocracia, y transformaciones místicas. Fue autor de tres novelas, El proceso , El castillo y El desaparecido (Amerika), la novela corta La metamorfosis y un gran número de relatos cortos. Además, dejó una abundante correspondencia y escritos autobiográficos. Su peculiar estilo literario ha sido comúnmente asociado con la filosofía artística del existencialismo —al que influenció— y el expresionismo, y en algún nivel se lo ha comparado con el realismo mágico. Su peculiar estilo ha dado origen al adjetivo “kafkiano” para referirse a sucesos o situaciones absurdas o incomprensibles.   FRANZ KAFKA La Metamorfosis I Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto". Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos. «¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados – Samsa era viajante de comercio –, estaba colgado aquel cuadro, que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa” de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo. La mirada de Gregor se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alfeizar de la ventana – le ponía muy melancólico. «¿Qué pasaría – pensó – si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?» Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se lanzase con mu cha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a ba lancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido. «iDios mío!», pensó. «iQué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!» Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se desli zó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos. Se deslizó de nuevo a su posición inicial. «Esto de levantarse pronto», pensó, «le hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir. Otros viajantes viven como pachás”. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi jefe, en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él – puedo tardar todavía entre cinco y seis años – lo hago con toda seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento, ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tictac sobre el armario. «¡Dios del cielo!», pensó. Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. ¿Es que no habría sonado el despertador?» Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero... Cera posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente. ¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregor no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico del seguro, haría reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres totalmente sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de razón? Gregor, a excepción de una modorra realmente superflua des pués del largo sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre. ¡Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar la cama – en este mismo instante el.despertador daba las siete menos cuarto –, llamaron caute losamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama. Gregor – dijeron (era la madre) –, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje? ¡Qué dulce voz! Gregor se asustó, al contestar, escuchó una voz que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como des de lo profundo, se mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir las palabras con clari dad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma que no se sabía si se había oído bien. Gregor querría haber contestado detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir: – Sí, sí, gracias madre, ya me levanto. Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el cambio en la voz de Gregor, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se marchó de allí. Pero merced a la breve conversación, los otros miembros de la familia se habían dado cuenta de que Gregor, en contra de todo lo esperado, estaba todavía en casa, y ya el padre llamaba suavemen te, pero con el puño, a una de las puertas laterales. – iGregor, Gregor! – gritó –. ¿Qué ocurre? – tras unos instantes insistió de nuevo con voz más grave –.¡Gregor, Gregor! Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana. – Gregor, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo? Gregor contestó hacia ambos lados: – Ya estoy preparado – y, con una pronunciación lo más cuidadosa posible, y haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó por despojar a su voz de todo lo que pudiese llamar la atención. El padre volvió a su desayuno, pero la hermana susurró: Gregor, abre, te lo suplico – pero Gregor no tenía ni la menor intención de abrir, más bien elogió la precaución de ce rrar las puertas que había adquirido durante sus viajes, y esto incluso en casa. Al principio tenía la intención de levantarse tranquilamente y, sin ser molestado, vestirse y, sobre todo, desayunar, y des pués pensar en todo lo demás, porque en la cama, eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata. Recordó que ya en varias ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor, quizá producido por estar mal tumbado, do lor que al levantarse había resultado ser sólo fruto de su imagi nación, y tenía curiosidad por ver cómo se iban desvaneciendo paulatinamente sus fantasías de hoy. No dudaba en absoluto de que el cambio de voz no era otra cosa que el síntoma de un buen resfriado, la enfermedad profesional de los viajantes. Tirar el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí solo, pero el resto sería difícil, especial mente porque él era muy ancho. Hubiera necesitado brazos y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía muchas pati tas que, sin interrupción, se hallaban en el más dispar de los movimientos y que, además, no podía dominar. Si quería do blar alguna de ellas, entonces era la primera la que se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta pata lo que quería, enton ces todas las demás se movían, como liberadas, con una agita ción grande y dolorosa. «No hay que permanecer en la cama inútilmente», se decía Gregor. Quería salir de la cama en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo, pero esta parte inferior que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar exactamente, demostró ser difícil de mover; el movimiento se producía muy despacio, y cuando, finalmente, casi furioso, se lanzó hacia adelante con toda su fuerza sin pensar en las consecuencias, había calculado mal la dirección, se golpeó fuertemente con la pata trasera de la cama y el dolor punzante que sintió le enseñó que precisa mente la parte inferior de su cuerpo era quizá en estos momentos la más sensible. Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo y volvió la cabeza con cuidado hacia el borde de la cama. Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo siguió finalmente con lentitud el giro de la cabeza. Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera de la cama, le entró miedo de continuar avanzando de este modo porque, si se dejaba caer en esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la cabeza no resultase herida, y precisamente ahora no podía de ningún modo perder la cabeza, prefería quedarse en la cama. Pero como, jadeando después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que antes, y veía sus patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza aún, y no encontraba posibilidad de poner sosiego y orden a este atropello, se decía otra vez que de ningún modo podía permanecer en la cama y que lo más sensato era sacrificarlo todo, si es que con ello existía la más mínima esperanza de liberarse de ella. Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas. En tales momentos dirigía sus ojos lo más agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se podían sacar del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la estrecha calle. «Las siete ya», se dijo cuando sonó de nuevo el despertador, «las siete ya y todavía semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano. Pero después se dijo: «Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo, como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar por mí, porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia fuera de la cama. Si se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que pretendía levantar con fuerza en la caída, permanecería probablemente ilesa. La espalda parecía ser fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer sobre la alfombra. Lo más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se produciría, y que posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si no temor, al menos preocupación. Pero había que intentarlo. Cuando Gregor ya sobresalía a medias de la cama – el nuevo método era más un juego que un esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones – se le ocurrió lo fácil que sería si alguien viniese en su ayuda. Dos personas fuertes – pensaba en su padre y en la criada – hubiesen sido más que suficientes; sólo tendrían que introducir sus brazos por debajo de su abombada espalda, descascararle así de la cama, agacharse con el peso, y después solamente tendrían que haber soportado que diese con cuidado una vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las patitas adquirirían su razón de ser. Bueno, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de ver dad pedir ayuda? A pesar de la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al concebir tales pensamientos. Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía guardar el equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro de cinco minutos se rían las siete y cuarto, en ese momento sonó el timbre de la puerta de la calle. «Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras sus patitas bailaban aún más deprisa. Du rante un momento todo permaneció en silencio. «No abren», se dijo Gregor, confundido por alguna absurda .esperanza. Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme, hacia la puerta y abrió. Gregor sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante y ya sabía quién era, el apoderado en persona. ¿Por qué había sido con denado Gregor a prestar sus servicios en una empresa en la que al más mínimo descuido se concebía inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los empleados, sin excepción, eran unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un hombre leal y adicto a quien, simplemente porque no hubiese aprove chado para el almacén un par de horas de la mañana, se lo co miesen los remordimientos y francamente no estuviese en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no era de verdad suficiente mandar a preguntar a un aprendiz – si es que este «pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y había con ello que mostrar a toda una familia inocente que la investigación de este sospechoso asunto solamente podía ser confiada al juicio del apoderado? Y, más como consecuencia de la irritación a la que le condujeron estos pen samientos que como consecuencia de una auténtica decisión, se lanzó de la cama con toda su fuerza. Se produjo un golpe fuerte, pero no fue un auténtico ruido. La caída fue amortigua da un poco por la alfombra y además la espalda era más elásti ca de lo que Gregor había pensado; a ello se debió el sonido sordo y poco aparatoso. Solamente no había mantenido la ca beza con el cuidado necesario y se la había golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor. – Ahí dentro se ha caído algo – dijo el apoderado en la ha bitación contigua de la izquierda. Gregor intentó imaginarse si quizá alguna vez no podría ocurrirle al apoderado algo parecido a lo que le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la posibilidad. Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par de pasos firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol. Desde la habitación de la derecha, la hermana, para advertir a Gregor, susurró: Gregor, el apoderado está aquí. « Ya lo sé», se dijo Gregor para sus adentras, pero no se atrevió a alzar la voz tan alto que la hermana pudiera haberlo oído. – Gregor Dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha –, el señor apoderado ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren. No sabemos qué debe mos decirle, además desea también hablar personalmente con tigo, así es que, por favor, abre la puerta. El señor ya tendrá la bondad de perdonar el desorden en la habitación. – Buenos días, señor Samsa – interrumpió el apoderado amablemente. – No se encuentra bien – dijo la madre al apoderado mien tras el padre hablaba ante la puerta –, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado. ¡Cómo si no iba Gregor a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el negocio. A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; aho ra ha estado ocho días en la ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la mesa y lee tranqui lamente el periódico o estudia horarios de trenes. Para él es ya una distracción hacer trabajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o tres tardes ha tallado un pequeño marco, se asombrará usted de lo bonito que es, está colgado ahí dentro, en la habita ción; en cuanto abra Gregor lo verá usted enseguida. Por cier to, que me alegro de que esté usted aquí, señor apoderado, no sotros solos no habríamos conseguido que Gregor abriese la puerta; es muy testarudo y seguro que no se encuentra bien a pesar de que lo ha negado esta mañana. – Voy enseguida – dijo Gregor, lentamente y con precau ción, y no se movió para no perderse una palabra de la con versación. – De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo dijo el apoderado –, espero que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que nosotros, los comer ciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos sencillamente que sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a los negocios. – Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? – preguntó impaciente el padre. – No – dijo Gregor. En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la derecha comenzó a sollozar la hermana. ¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se levantaba y de jaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de perder el trabajo y porque entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas deudas? Estas eran, de momento, preocu paciones innecesarias. Gregor todavía estaba aquí y no pensa ba de ningún modo abandonar a su familia. De momento ya cía en la alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase entrar al apoderado. Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregor ser despedido inmediatamente. Y a Gregor le parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en lugar de molestarle con lloros e intentos de persuasión. Pero la verdad es que era la incertidumbre la que apuraba a los otros y ha cía perdonar su comportamiento. – Señor Samsa – exclamó entonces el apoderado levantan do la voz –.¿Qué ocurre? Se atrinchera usted en su habita ción, contesta solamente con sí o no, preocupa usted grave e inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de una forma verdaderamente inaudita. Hablo aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le exijo seriamente una ex plicación clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy asombra do. Yo le tenía a usted por un hombre formal y sensato y aho ra de repente parece que quiere usted empezar a hacer alarde de extravagancias extrañas. El jefe me insinuó esta mañana una posible explicación a su demora, se refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco tiempo. Yo realmente di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser cier ta. Pero en este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo del todo el deseo de dar la cara en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en absoluto, la más segura. En prin cipio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya que me hace usted perder mi tiempo inútilmente no veo la ra zón de que no se enteren también sus señores padres. Su ren dimiento en los últimos tiempos ha sido muy poco satisfacto rio, cierto que no es la época del año apropiada para hacer grandes negocios, eso lo reconocemos, pero una época del año para no hacer negocios no existe, señor Samsa, no debe existir. – Pero señor apoderado – gritó Gregor fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo demás –, abro inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me han impedido levantarme. Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez despejado. Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia! Todavía no me encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede atacar a una persona una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien, mis padres bien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una pequeña corazonada, tendría que habérseme notado. ¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero lo cier to es que siempre se piensa que se superará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración con mis padres! No hay motivo alguno para todos los reproches que me hace usted; nunca se me dijo una palabra de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que he enviado. Por cierto, que en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de sosiego me han dado fuerza. No se entretenga usted, señor apoderado; yo mismo estaré enseguida en el almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi parte al jefe. Y mientras Gregor farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que decía, se había acercado un poco al arma rio, seguramente como consecuencia del ejercicio ya practica do en la cama, e intentaba ahora levantarse apoyado en él. Quería de verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con el apoderado; estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle, dirían ante su presencia. Si se asustaban, Gregor no tendría ya responsabilidad alguna y podría estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con tranquili dad entonces tampoco tenía motivo para excitarse y, de hecho, podría, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación. Al prin cipio se resbaló varias veces del liso armario, pero finalmente se dio con fuerza un último impulso y permaneció erguido; ya no prestaba atención alguna a los dolores de vientre, aunque eran muy agudos. Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio sobre sí, y en mudeció porque ahora podía escuchar al apoderado. ¿Han entendido ustedes una sola palabra? – preguntó el apoderado a los padres –.¿O es que nos toma por tontos? – ¡Por el amor de Dios! – exclamó la madre entre sollo zos –, quizá esté gravemente enfermo y nosotros le atormen tamos. ¡Grete! ¡Grete! – gritó después. ¿Qué, madre? – dijo la hermana desde el otro lado. Se co municaban a través de la habitación de Gregor –. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregor está enfermo. Rápido, a buscar al médico. ¡Acabas de oír hablar a Gregor? – Es una voz de animal – dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo comparado con los gritos de la madre. – ¡Anna! iAnna! – gritó el padre en dirección a la cocina, a través de la antesala, y dando palmadas –.¡ Ve a buscar inmediatamente un cerrajero! Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala ¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa? – y abrieron la puerta de par en par. No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia. Pero Gregor ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que antes, sin duda como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando. Pero en todo caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregor, y se estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron tomadas las primeras disposiciones le sentaron bien. De nuevo se consideró incluido en el círculo humano y esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre sí, excelentes y sorprendentes resultados. Con el fin de tener una voz lo más clara posible en las decisivas conversaciones que se avecinaban, tosió un poco esforzándose, sin embargo, por hacerlo con mucha moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una forma distinta a la voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él mismo. Mientras tanto en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizá los padres estaban sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban arrimados a la puerta y escuchaban. Gregor se acercó lentamente hacia la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella – las callosidades de sus patitas estaban provistas de una substancia pegajosa – y descansó allí, durante un momento, del esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con la boca la llave, que estaba dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener dientes propiamente dichos ¿con qué iba a agarrar la llave? –, pero, por el contrario, las mandíbulas eran, desde luego, muy poderosas, con su ayuda puso la llave, efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta de que, sin duda, se estaba causando algún daño, porque un líquido parduzco le salía de la boca, chorreaba por la llave y goteaba hasta el suelo. – Escuchen ustedes – dijo el apoderado en la habitación contigua –, está dando la vuelta a la llave. Esto significó un gran estímulo para Gregor; pero todos de bían haberle animado, incluso el padre y la madre. «iVamos Gregor! – debían haber aclamado –. ¡Duro con ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de que todos seguían con expecta ción sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. A medida que avanzaba el giro de la llave, Gregor se movía en torno a la cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según era necesario, se colgaba de la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro con todo el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que se abrió por fin, despertó del todo a Gregor. Respirando profun damente dijo para sus adentros: «No he necesitado al cerraje ro», y apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir la puerta del todo. Como tuvo que abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y todavía no se le veía. En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo, alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba absorto en llevar a cabo aquel difícil movi miento y no tenía tiempo de prestar atención a otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbido del viento, y en ese momento vio tam bién cómo aquél, que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba regularmente. La madre – a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los cabellos desenredados y levantados hacia arriba de haber pasado la noche – miró en primer lugar al padre con las ma nos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregor y, con el rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en me dio de sus faldas, que quedaron extendidas a su alrededor. El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si qui siera empujar de nuevo a Gregor a su habitación, miró insegu ro a su alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por el llanto. Gregor no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de la hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los demás. Entre tanto el día había aclarado; al otro lado de la calle se distinguía claramente una parte del edificio de enfren te, negruzco e interminable era un hospital'º , con sus ventanas regulares que rompían duramente la fachada. Toda vía caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas, que se distinguían una por una, y que eran lanzadas hacia abajo aisladamente so bre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayu no era la comida principal del día, que prolongaba durante ho ras con la lectura de diversos periódicos. Justamente en la pa red de enfrente había una fotografía de Gregor, de la época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de te niente, y cómo, con la mano sobre la espada, sonriendo des preocupadamente, exigía respeto para su actitud y su unifor me. La puerta del vestíbulo estaba abierta y, como la puerta del piso también estaba abierta, se podía ver el rellano de la es calera y el comienzo de la misma, que conducía hacia abajo. Bueno dijo Gregor, y era completamente consciente de que era el único que había conservado la tranquilidad , me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario y saldré de viaje. ¿Queréis dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fa tigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, se ñor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un momento dado puede uno ser in capaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguri dad, con más celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted. Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida. Es cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal; sí, en confianza, incluso una visión de conjunto mejor que la del mismo jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio del empleado. También sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está fuera del almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones, casualidades y quejas infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su propia carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no puede comprender. Señor apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre que, al menos en una pequeña parte, me da usted la razón. Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregor, y por encima del hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia Gregor poniendo los labios en forma de morro, y mientras Gregor hablaba no estuvo quieto ni un momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia la puerta, pero muy lentamente, como si existiese una prohibición secreta de abandonar la habitación. Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con que sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que acababa de quemarse la suela. Ya en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si allí le esperase realmente una salvación sobrenatural. Gregor comprendió que, de ningún modo, debía dejar marchar al apoderado en este estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el almacén. Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos años habían llegado al convencimiento de que Gregor estaba colocado en este almacén para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda previsión. Pero Gregor poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser retenido, tran quilizado, persuadido y, finalmente, atraído. iE1 futuro de Gre gor y de su familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya había llorado cuando Gregor toda vía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado lle var por ella; ella habría cerrado la puerta del piso y en el vestí bulo le hubiese disuadido de su miedo. Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregor tenía que actuar. Y sin pen sar que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que sus palabras posiblemente, seguramente incluso, no ha bían sido entendidas, abandonó la hoja de la puerta y se deslizó a través del hueco abierto. Pretendía dirigirse hacia el apodera do que, de una forma grotesca, se agarraba ya con ambas ma nos a la barandilla del rellano; pero, buscando algo en que apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un pequeño grito. Apenas había sucedido esto, sintió por primera vez en esta mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por debajo, obedecían a la perfección, como advirtió con alegría; incluso intentaban transportarle hacia donde él quería; y ya creía Gregor que el alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su alcance; pero en el mismo momento en que, balanceándose por el movimiento reprimi do, no lejos de su madre, permanecía en el suelo justo enfrente de ella, ésta, que parecía completamente sumida en sus propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los brazos exten didos, con los dedos muy separados entre sí, y exclamó: – ¡Socorro, por el amor de Dios, socorro! Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregor, pero, en contradicción con ello, retrocedió atropella damente; había olvidado que detrás de ella estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima precipita damente, como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de la cafetera volcada, caía a chorros sobre la alfombra. – iMadre, madre! – dijo Gregor en voz baja, y miró hacia ella. Por un momento había olvidado completamente al apode rado; por el contrario, no pudo evitar, a la vista del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus mándibulas al vacío. Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre, que corría a su encuentro. Pero Gre gor no tenía ahora tiempo para sus padres. El apoderado se encontraba ya en la escalera; con la barbilla sobre la barandilla miró de nuevo por última vez. Gregor tomó impulso para al canzarle con la mayor seguridad posible. El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios escalones y desa pareció; pero lanzó aún un «iUh!», que se oyó en toda la esca lera. Lamentablemente esta huida del apoderado pareció des concertar del todo al padre, que hasta ahora había estado rela tivamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al apo derado, o, al menos, no obstaculizar a Gregor en su persecu ción, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el ga bán; tomó con la mano izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregor a su habitación blandiendo el bastón y el periódico. De nada sirvieron los ruegos de Gregor, tampoco fueron entendidos, y por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos. Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas de las ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas sueltas revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba silbi dos como un loco. Pero Gregor todavía no tenía mucha prác tica en andar hacia atrás, andaba realmente muy despacio. Si Gregor se hubiese podido dar la vuelta, enseguida hubiese es Tado en su habitación, pero tenía miedo de impacientar al pa dre con su lentitud al darse la vuelta, y a cada instante le ame nazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la cabeza. Finalmente, no le quedó a Gregor otra solución, pues advirtió con angustia que andando hacia atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con temor constante mente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor rapidez posible, pero, en realidad, con una gran lenti tud. Quizá advirtió el padre su buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su empeño, sino que, con la punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su movimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese insoportable silbar del padre! Por su culpa Gregor perdía la cabeza por completo. Ya casi se había dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se equivocó y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo era demasiado ancho para pasar por ella sin más. Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregor espacio suficiente. Su idea fija consistía solamente en que Gregor tenía que entrar en su habitación lo más rápidamente posible; tampoco hubiera permitido jamás los complicados preparativos que necesitaba Gregor para incorporarse y, de este modo, atravesar la puerta. Es más, empujaba hacia adelante a Gregor con mayor ruido aún, como si no existiese obstáculo alguno. Ya no sonaba tras de Gregor como si fuese la voz de un solo padre; ahora ya no había que andarse con bromas, y Gregor se empotró en la puerta – pasase lo que pasase. Uno de los costados se levantó, ahora estaba atravesado en el hueco de la puerta, su costado estaba herido por completo, en la puerta blanca quedaron marcadas unas manchas desagradables, pronto se quedó atascado y solo no hubiera podido moverse, las patitas de un costado estaban colgadas en el aire, y temblaban, las del otro lado permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo. Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le produjo un auténtico alivio, y Gregor penetró profundamente en su habitación sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a continuación se hizo, por fin, el silencio. II Hasta la caída de la tarde no se despertó Gregor de su profundo sueño similar a una pérdida de conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más tarde, aun sin ser molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y descansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado. El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí, en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se encontraba Gregor, estaba oscuro. Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí. Su costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz que le daba desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por cierto, que una de las patitas había resultado gravemente herida durante los incidentes de la mañana – casi parecía un milagro que sólo una hubiese resultado herida –, y se arrastraba sin vida. Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió lo que le había atraído hacia ella, había sido el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la que nadaban trocitos de pan. Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión, no sólo comer le resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo – sólo podía comer si todo su cuerpo cooperaba jadeando –, sino que, además, la leche, que siempre había sido su bebida favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le gustaba, es más, se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro de la habitación. En el cuarto de estar, por lo que veía Gregor a través de la rendija de la puerta, estaba encendido el gas, pero mientras que, como era habitual a estas horas del día, el padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre de leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había perdido del todo en los últimos tiempos. Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, el piso no estaba vacío. «iQué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregor, y, mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintiócansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado. El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí, en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se encontraba Gregor, estaba oscuro. Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí. Su costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz que le daba desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por cierto, que una de las patitas había resultado gravemente herida durante los incidentes de la mañana – casi parecía un milagro que sólo una hubiese resultado herida –, y se arrastraba sin vida. Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió lo que le había atraído hacia ella, había sido el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la que nadaban trocitos de pan. Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión, no sólo comer le resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo – sólo podía comer si todo su cuerpo cooperaba jadeando –, sino que, además, la leche, que siempre había sido su bebida favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le gustaba, es más, se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro de la habitación. En el cuarto de estar, por lo que veía Gregor a través de la rendija de la puerta, estaba encendido el gas, pero mientras que, como era habitual a estas horas del día, el padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre de leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había perdido del todo en los últimos tiempos. Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, el piso no estaba vacío. «iQué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregor, y, mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintiómuy orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y a su hermana la vida que llevaban en una vivienda tan hermosa. Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la satisfacción, llegase ahora a un terrible final? Para no perderse en tales pensamientos, prefirió Gregor ponerse en movimiento y arrastrarse de acá para allá por la habitación. En una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una vez en una puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar rápidamente; probablemente alguien tenía necesidad de entrar, pero, al mismo tiempo, sentía demasiada vacilación. Entonces Gregor se paró justamente delante de la puerta del cuarto de estar, decidido a hacer entrar de alguna manera al indeciso visitante, o al menos, para saber de quién se trataba; pero la puerta ya no se abrió más y Gregor esperó en vano. Por la mañana temprano, cuando todas las puertas estaban bajo llave, todos querían entrar en su habitación, ahora que había abierto una puerta, y las demás habían sido abiertas sin duda durante el día, no venía nadie y, además, ahora las llaves estaban metidas en las cerraduras desde fuera. Muy tarde, ya de noche, se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil comprobar que los padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese tiempo, porque tal y como se podía oír perfectamente, se retiraban de puntillas los tres juntos en este momento. Así pues, seguramente hasta la mañana siguiente no entraría nadie más en la habitación de Gregor; disponía de mucho tiempo para pensar, sin que nadie le molestase, sobre cómo debía organizar de nuevo su vida. Pero la habitación de techos altos y que daba la impresión de estar vacía, en la cual estaba obligado a permanecer tumbado en el suelo, le asustaba sin que pudiera descubrir cuál era la causa, puesto que era la habitación que ocupaba desde hacía cinco años, y con un giro medio insconciente y no sin una cierta vergüenza, se apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su caparazón era algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza, se sintió pronto muy cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese demasiado ancho para poder desaparecer por completo debajo del canapé. Allí permaneció durante toda la noche, que pasó, en parteinmerso en un semisueño, del que una y otra vez le despertaba el hambre con un sobresalto, y, en parte, entre preocupaciones y confusas esperanzas, que le llevaban a la consecuencia de que, de momento, debía comportarse con calma y, con la ayuda de una gran paciencia y de una gran consideración por parte de la familia, tendría que hacer soportables las molestias que Gregor, en su estado actual, no podía evitar producirles. Ya muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregor la oportunidad de poner a prueba las decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi vestida del todo, abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación hacia dentro. No le encontró enseguida, pero cuando le descubrió debajo del canapé – ¡Dios mío, tenía que estar en alguna parte, no podía haber volado! – se asustó tanto que, sin poder dominarse, volvió a cerrar la puerta desde fuera. Pero como si se arrepintiese de su comportamiento, inmediatamente la abrió de nuevo y entró de puntillas, como si se tratase de un enfermo grave o de un extraño. Gregor había adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé y la observaba. ¿Se daría cuenta de que se había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería otra comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma, Gregor preferiría morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía unos enormes deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies de la hermana y rogarle que le trajese algo bueno de comer. Pero la hermana reparó con sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido un poco de leche, y la levantó del suelo, cierto que no lo hizo directamente con las manos, sino con un trapo, y se la llevó. Gregor tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, e hizo al respecto las más diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido adivinar lo que la bondad de la hermana iba realmente a hacer. Para poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas donde elegir, todas ellas extendidas sobre un viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas, huesos de la cena, rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido, algunas uvas pasas y almendras”, un queso que, hacía dos días, Gregor había calificado de incomible, un trozo de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro trozo de pan untado con mantequilla y sal. Además añadió a todo esto la escudilla, que, a partir de ahora, probablemente estaba destinada a Gregor, en la cual había echado agua. Y por delicadeza, como sabía que Gregor nunca comería delante de ella, se retiró rápidamente e incluso echó la llave, para que Gregor se diese cuenta de que podía ponerse todo lo cómodo que desease. Las patitas de Gregor zumbaban cuando se acercaba el momento de comer. Por cierto, que sus heridas ya debían estar curadas del todo, ya no notaba molestia alguna, se asombró y pensó en cómo, hacía más de un mes, se había cortado un poco un dedo y esa herida, todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos sensibilidad?, pensó, y ya chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más fuertemente y de inmediato le atrajo de todo. Sucesivamente, a toda velocidad, y con los ojos llenos de lágrimas de alegría, devoró el queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos, por el contrario, no le gustaban, ni siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó un poco las cosas que quería comer. Ya hacía tiempo que había terminado y permanecía tumbado perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, como señal de que debía retirarse, giró lentamente la llave. Esto le asustó, a pesar de que ya dormitaba, y se apresuró a esconderse bajo el canapé, pero le costó una gran fuerza de voluntad permanecer debajo del canapé aún el breve tiempo en el que la hermana estuvo en la habitación, porque, a causa de la abundante comida, el vientre se había redondeado un poco y apenas podía respirar en el reducido espacio. Entre pequeños ataques de asfixia, veía con ojos un poco saltones, cómo la hermana, que nada imaginaba de esto, no solamente barría con su escoba los restos, sino también los alimentos que Gregor ni siquiera había tocado, como si éstos ya no se pudiesen utilizar, y cómo lo tiraba todo precipitadamente a un cubo, que cerró con una tapa de madera, después de lo cual se lo llevó todo. Apenas se había dado la vuelta, cuando Gregor salía ya de debajo del canapé, se estiraba y se inflaba. De esta forma recibía Gregor su comida diaria una vez por la mañana, cuando los padres y la criada todavía dormían, y lasegunda vez después de la comida del mediodía, porque entonces los padres dormían un ratito y la hermana mandaba a la criada a algún recado. Sin duda los padres no querían que Gregor se muriese de hambre, pero quizá no hubieran podido soportar enterarse de sus costumbres alimenticias, más de lo que de ellas les dijese la hermana; quizá la hermana quería ahorrarles una pequeña pena porque, de hecho, ya sufrían bastante. Gregor no pudo enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero habían sido despedidos de la casa en aquella primera mañana, puesto que, como no podían entenderle, nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él pudiera entender a los demás, y, así, cuando la hermana estaba en su habitación, tenía que conformarse con escuchar de vez en cuando sus suspiros y sus invocaciones a los santos. Sólo más tarde, cuando ya se había acostumbrado un poco a todo – naturalmente nunca podría pensarse en que se acostumbrase del todo –, cazaba Gregor a veces una observación hecha amablemente o que así podía interpretarse: «Hoy sí que le ha gustado», decía, cuando Gregor había comido con abundancia, mientras que, en el caso contrario, que poco a poco se repetía con más frecuencia, solía decir casi con tristeza: «Hoy ha sobrado todo.» Mientras que Gregor no se enteraba de novedad alguna de forma directa, escuchaba algunas cosas procedentes de las habitaciones contiguas, y allí donde escuchaba voces una sola vez, corría enseguida hacia la puerta correspondiente y se estrujaba con todo su cuerpo contra ella. Especialmente en los primeros tiempos no había ninguna conversación que de alguna manera, si bien sólo en secreto, no tratase de él. A lo largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones sobre cómo se debían comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba del mismo tema, porque siempre había en casa al menos dos miembros de la familia, ya que seguramente nadie quería quedarse solo en casa, y tampoco podían dejar de ningún modo la casa sola. Incluso ya el primer día la criada (no estaba del todo claro qué y cuánto sabía de lo ocurrido) había pedido de rodillas a la madre que la despidiese inmediatamente, y cuando, cuarto de hora después, se marchaba con lágrimas en los ojos, daba gracias por el despido como por el favor más grande que pudiese hacérsele, y sin que nadie se lo pi diese hizo un solemne juramento de no decir nada a nadie. Ahora la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no ocasionaba demasido trabajo porque apenas se co mía nada. Una y otra vez escuchaba Gregor cómo uno anima ba en vano al otro a que comiese y no recibía más contestación que: «¡Gracias, tengo suficiente!», o algo parecido. Quizá tam poco se bebía nada. A veces la hermana perguntaba al padre si quería tomar una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella misma a buscarla, y como el padre permanecía en silencio, añadía, para que él no tuviese reparos, que también podía mandar a la portera, pero entonces el padre respondía, por fin, con un poderoso «no», y ya no se hablaba más del asunto. Ya en el transcurso del primer día el padre explicó tanto a la madre como a la hermana toda la situación económica y las perspectivas. De vez en cuando se levantaba de la mesa y reco gía de la pequeña caja marca Wertheim*, que había salvado de la quiebra de su negocio ocurrida hacía cinco años, algún do cumento o libro de anotaciones. Se oía cómo abría el compli cado cerrojo y lo volvía a cerrar después de sacar lo que busca ba. Estas explicaciones del padre eran, en parte, la primera cosa grata que Gregor oía desde su encierro. Gregor había creído que al padre no le había quedado nada de aquel negocio, .al menos el padre no le había dicho nada en sentido contrario y, por otra parte, tampoco Gregor le había preguntado. En aquel entonces la preocupación de Gregor había sido hacer todo lo posible para que la familia olvidase rápidamente el de sastre comercial que les había sumido a todos en la más com pleta desesperación, y así había empezado entonces a trabajar con un ardor muy especial y, casi de la noche a la mañana, ha bía pasado a ser de un simple dependiente a un viajante que, naturalmente, tenía otras muchas posibilidades de ganar dine ro, y cuyos éxitos profesionales, en forma de comisiones, se convierten inmediatamente en dinero contante y sonante, que se podían poner sobre la mesa en casa ante la familia asombra da y feliz. Habían sido buenos tiempos y después nunca se habían repetido, al menos con ese esplendor, a pesar de que Gregor, después, ganaba tanto dinero, que estaba en situación de cargar con todos los gastos de la familia y así lo hacía. Se habían acostumbrado a esto tanto la familia como Gregor, se aceptaba el dinero con agradecimiento, él lo entregaba con gusto, pero ya no emanaba de ello un calor especial. Solamente la hermana había permanecido unida a Gregor, y su intención secreta consistía en mandarla el año próximo al conservatorio sin tener en cuenta los grandes gastos que ello traería consigo y que se compensarían de alguna otra forma, porque ella, al contrario que Gregor, sentía un gran amor por la música y tocaba el violín de una forma conmovedora. Con frecuencia, durante las breves estancias de Gregor en la ciudad, se mencionaba el conservatorio en las conversaciones con la hermana, pero sólo como un hermoso sueño en cuya realización no podía ni pensarse, y a los padres ni siquiera les gustaba escuchar estas inocentes alusiones; pero Gregor pensaba decididamente en ello y tenía la intención de darlo a conocer solemnemente en Nochebuena. Este tipo de pensamientos, completamente inútiles en su estado actual, eran los que se le pasaban por la cabeza mientras permanecía allí pegado a la puerta y escuchaba. A veces ya no podía escuchar más de puro cansancio y, en un descuido, se golpeaba la cabeza contra la puerta, pero inmediatamente volvía a levantarla, porque incluso el pequeño ruido que había producido con ello, había sido escuchado al lado y había hecho enmudecer a todos. ¿Qué es lo que hará? – decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a todas luces hacia la puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación que había sido interrumpida. De esta forma Gregor se enteró muy bien – el padre solía repetir con frecuencia sus explicaciones, en parte porque él mismo ya hacía tiempo que no se ocupaba de estas cosas, y, en parte también, porque la madre no entendía todo a la primera – de que, a pesar de la desgracia, todavía quedaba una pequeña fortuna, que los intereses, aún intactos, habían hecho aumentar un poco más durante todo este tiempo. Además, eldormía ni un momento, y se restregaba durante horas sobre el cuero. O bien no retrocedía ante el gran esfuerzo de empujar una silla hasta la ventana, trepar a continuación hasta el antepecho y, subido en la silla, apoyarse en la ventana y mirar a través de la misma, sin duda como recuerdo de lo libre que se había sentido siempre que anteriormente había estado apoyado aquí. Porque, efectivamente, de día en día, veía cada vez con menos claridad las cosas que ni siquiera estaban muy alejadas: ya no podía ver el hospital de enfrente, cuya visión constante había antes maldecido, y si no hubiese sabido muy bien que vivía en la tranquila pero central Charlottenstrasse, podría haber creído que veía desde su ventana un desierto en el que el cielo gris y la gris tierra se unían sin poder distinguirse uno de otra. Sólo dos veces había sido necesario que su atenta hermana viese que la silla estaba bajo la ventana para que, a partir de entonces, después de haber recojido la habitación, la colocase siempre bajo aquélla, e incluso dejase abierta la contraventana interior. Si Gregor hubiese podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo lo que tenía que hacer por él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de esta forma sufría con ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer más llevadero lo desagradable de la situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba, tanto más fácil le resultaba conseguirlo, pero también Gregor adquirió con el tiempo una visión de conjunto más exacta. Ya el solo hecho de que la hermana entrase le parecía terrible. Apenas había entrado, sin tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta, y eso que siempre ponía mucha atención en ahorrar a todos el espectáculo que ofrecía la habitación de Gregor, corría derecha hacia la ventana y la abría de par en par, con manos presurosas, como si se asfixiase y, aunque hiciese mucho frío, permanecía durante algunos momentos ante ella y respiraba profundamente. Estas carreras y ruidos asustaban a Gregor dos veces al día; durante todo ese tiempo temblaba bajo el canapé y sabía muy bien que ella le hubiese evitado con gusto todo esto, si es que le hubiese sido posible permanecer con la ventana cerrada en la habitación en la que se encontraba Gregor. Una vez, hacía aproximadamente un mes de la transformación de Gregor, y el aspecto de éste ya no era para la hermana motivo especial de asombro, llegó un poco antes de lo previsto y encontró a Gregor cuando miraba por la ventana, inmóvil y realmente colocado para asustar. Para Gregor no hubiese sido inesperado si ella no hubiese entrado, ya que él, con su posición, impedía que ella pudiese abrir de inmediato la ventana, pero ella no solamente no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta; un extraño habría podido pensar que Gregor la había acechado y había querido morderla. Gregor, naturalmente, se escondió enseguida bajo el canapé, pero tuvo que esperar hasta mediodía antes de que la hermana volviese de nuevo, y además parecía mucho más intranquila que de costumbre. Gregor sacó la conclusión de que su aspecto todavía le resultaba insoportable y continuaría pareciéndoselo, y que ella tenía que dominarse a sí misma para no salir corriendo al ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía del canapé. Para ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la espalda – para ello necesitó cuatro horas – la sábana encima del canapé, y la colocó de tal forma que él quedaba tapado del todo, y la hermana, incluso si se agachaba, no podía verlo. Si, en opinión de la hermana, esa sábana no hubiese sido necesaria, podría haberla retirado, porque estaba suficientemente claro que Gregor no se aislaba por gusto, pero dejó la sábana tal como estaba, e incluso Gregor creyó adivinar una mirada de gratitud cuando, con cuidado, levantó la cabeza un poco para ver cómo acogía la hermana la nueva disposición. Durante los primeros catorce días, los padres no consiguieron decidirse a entrar en su habitación, y Gregor escuchaba con frecuencia cómo ahora reconocían el trabajo de la hermana, a pesar de que anteriormente se habían enfadado muchas veces con ella, porque les parecía una chica un poco inútil. Pero ahora, a veces, ambos, el padre y la madre, esperaban ante la habitación de Gregor mientras la hermana la recogía y, apenas había salido, tenía que contar con todo detalle qué aspecto tenía la habitación, lo que había comido Gregor, cómo se había comportado esta vez y si, quizá, se advertía una pequeña mejoría. Por cierto, que la madre quiso entrar a ver a Gregor relativamente pronto, pero el padre y la hermana se lo impidieron, al principio con argumentos racionales, que Gregor escuchaba con mucha atención, y con los que estaba muy de acuerdo, pero más tarde hubo que impedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba. «¡Dejadme entrar a ver a Gregor, pobre hijo mío! ¿Es que no comprendéis que tengo que entrar a verle?» Entonces Gregor pensaba que quizá sería bueno que la madre entrase, naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la semana; ella comprendía todo mucho mejor que la hermana, que, a pesar de todo su valor, no era más que una niña, y, en última instancia, quizá sólo se había hecho cargo de una tarea tan difícil por irreflexión infantil. El deseo de Gregor de ver a la madre pronto se convirtió en realidad. Durante el día Gregor no quería mostrarse por la ventana, por consideración a sus padres, pero tampoco podía arrastrarse demasiado por los pocos metros cuadrados del suelo; ya soportaba con dificultad estar tumbado tranquilamente durante la noche, pronto ya ni siquiera la comida le producía alegría alguna y así, para distraerse, adoptó la costumbre de arrastrarse en todas direcciones por las paredes y el techo. Le gustaba especialmente permanecer colgado del techo; era algo muy distinto a estar tumbado en el suelo; se respiraba con más libertad; un ligero balanceo atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi feliz distracción en la que se encontraba allí arriba, podía ocurrir que, para su sorpresa, se dejase caer y se golpease contra el suelo. Pero ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo de una forma muy distinta a como lo había hecho antes y no se hacía daño, incluso después de semejante caída. La hermana se dio cuenta inmediatamente de la nueva diversión que Gregor había descubierto – dejaba tras de sí al arrastrarse por todas partes huellas de su substancia pegajosa – y entonces se le metió en la cabeza proporcionar a Gregor la posibilidad de arrastrarse a gran escala y sacar de allí los muebles que lo impedían, es decir, sobre todo el armario y el escritorio, ella no era capaz de hacerlo todo sola; tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre; la criada no la hubiese ayudado seguramente, porque esa chica, de unos dieciséis años, resistía ciertamente con valor desde que se despidió la cocinera anterior, pero había pedido el favor de poder mantener la cocina constantemente cerrada y abrirla solamente a una señal determinada, Así pues, no leque sólo Gregor era dueño y señor de las paredes vacías, no se atrevería a entrar ninguna otra persona más que Grete. Así pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de pura inquietud, parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció y ayudó a la hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario. Bueno, en caso de necesidad, Gregor podía prescindir del armario, pero el escritorio tenía que quedarse; y apenas habían abandonado las mujeres la habitación con el armario, en el cual se apoyaban gimiendo, cuando Gregor sacó la cabeza de debajo del canapé para ver cómo podía tomar cartas en el asunto lo más prudente y discretamente posible. Pero, por desgracia, fue precisamente la madre quien regresó primero, mientras Grete, en la habitación contigua, sujetaba el armario rodeándolo con los brazos y lo empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin moverlo un ápice de su sitio. Pero la madre no estaba acostumbrada a ver a Gregor, podría haberse puesto enferma por su culpa, y así Gregor, andando hacia atrás, se alejó asustado hasta el otro extremo del canapé, pero no pudo evitar que la sábana se moviese un poco por la parte de delante. Esto fue suficiente para llamar la atención de la madre. Ésta se detuvo, permaneció allí un momento en silencio y luego volvió con Grete. A pesar de que Gregor se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo común, sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como pronto habría de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres, sus breves gritos, el arrastrar de los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un gran barullo, que crecía procedente de todas las direcciones y, por mucho que encogía la cabeza y las patas sobre sí mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarse irremisiblemente que no soportaría todo esto mucho tiempo. Ellas le vaciaban su habitación, le quitaban todo aquello a lo que tenía cariño, el armario en el que guardaba la sierra y otras herramientas ya lo habían sacado; ahora ya aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual había hecho sus deberes cuando era estudiante de comercio, alumno del instituto e incluso alumno de la escuela primaria – ante esto no le quedaba ni un momento para comprobar las buenas intenciones que tenían las dos mujeres, y cuya existencia, por cierto, casi había olvidado, porque de puro agotamiento traba jaban en silencio y solamente se oían las sordas pisadas de sus pies. Y así salió de repente – las mujeres estaban en ese momen to en la habitación contigua, apoyadas en el escritorio para to mar aliento –, cambió cuatro veces la dirección de su marcha, no sabía a ciencia cierta qué era lo que debía salvar primero, cuando vio en la pared ya vacía, llamándole la atención, el cua dro de la mujer envuelta en pieles, se arrastró apresuradamen te hacia arriba y se apretó contra el cuadro, cuyo cristal le suje taba y le aliviaba el ardor de su vientre. Al menos este cuadro, que Gregor tapaba ahora por completo, seguro que no se lo llevaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del cuarto de es tar para observar a las mujeres cuando volviesen. No se habían permitido una larga tregua y ya volvían; Grete había rodeado a su madre con el brazo y casi la llevaba en vo landas. ¿Qué nos llevamos ahora? – dijo Grete, y miró a su alre dedor. Entonces sus miradas se cruzaron con las de Gregor, que estaba en la pared. Seguramente sólo a causa de la presen cia de la madre conservó su serenidad, inclinó su rostro hacia la madre, para impedir que ella mirase a su alrededor, y dijo temblando y aturdida: – Ven, ¿nos volvemos un momento al cuarto de estar? Gregor veía claramente la intención de Grete, quería llevar a la madre a un lugar seguro y luego echarle de la pared. Bue no, ¡que lo intentase! Él permanecería sobre su cuadro y no re nunciaría a él. Prefería saltarle a Grete a la cara. Pero justamente las palabras de Grete inquietaron a la ma dre, se echó a un lado, vio la gigantesca mancha parduzca so bre el papel pintado de flores y, antes de darse realmente cuen ta de que aquello que veía era Gregor, gritó con voz ronca y estridente: – ¡Ay Dios mío, ay Dios mío! – y con los brazos extendi dos cayó sobre el canapé, como si renunciase a todo, y se que dó allí inmóvil. –¡Cuidado Gregor! – gritó la hermana levantando el puño y con una mirada penetrante. Desde la transformación eran estas las primeras palabras que le dirigía directamente. Corrió a la habitación contigua para buscar alguna esencia con la que pudiese despertar a su madre de su inconsciencia; Gregor tam bién quería ayudar – había tiempo más que suficiente para sal var el cuadro –, pero estaba pegado al cristal y tuvo que des prenderse con fuerza, luego corrió también a la habitación de al lado como si pudiera dar a la hermana algún consejo, como en otros tiempos, pero tuvo que quedarse detrás de ella sin ha cer nada; mientras que Grete revolvía entre diversos frascos, se asustó al darse la vuelta, un frasco se cayó al suelo y se rom pió y un trozo de cristal hirió a Gregor en la cara; una medici na corrosiva se derramó sobre él. Sin detenerse más tiempo, Grete cogió todos los frascos que podía llevar y corrió con ellos hacia donde estaba la madre; cerró la puerta con el pie. Gregor estaba ahora aislado de la madre, que quizá estaba a punto de morir por su culpa; no debía abrir la habitación, no quería echar a la hermana que tenía que permanecer con la madre; ahora no tenía otra cosa que hacer que esperar; y, afli gido por los remordimientos y la preocupación, comenzó a arrastrarse, se arrastró por todas partes: paredes, muebles y te chos, y finalmente, en su desesperación, cuando ya la habita ción empezaba a dar vueltas a su alrededor, se desplomó en medio de la gran mesa. Pasó un momento, Gregor yacía allí extenuado, a su alrede dor todo estaba tranquilo, quizá esto era una buena señal. En tonces sonó el timbre. La chica estaba, naturalmente, encerra da en su cocina y Grete tenía que ir a abrir. El padre había lle gado. ¿Qué ha ocurrido? – fueron sus primeras palabras. El aspecto de Grete lo revelaba todo. Grete contestó con voz ahogada, sin duda apretaba su rostro contra el pecho del padre: – La madre se quedó inconsciente, pero ya está mejor. Gre gor se ha escapado. – Ya me lo esperaba – dijo el padre –, os lo he dicho una y otra vez, pero vosotras, las mujeres, nunca hacéis caso. Gregor se dio cuenta de que el padre había interpretado mal la escueta información de Grete y sospechaba que Gregor ha bía hecho uso de algún acto violento. Por eso ahora tenía que intentar apaciguar al padre, porque para darle explicaciones no tenía ni el tiempo ni la posibilidad. Así pues, Gregor se preci pitó hacia la puerta de su habitación y se apretó contra ella para que el padre, ya desde el momento en que entrase en el vestíbulo, viese que Gregor tenía la más sana intención de re gresar inmediatamente a su habitación, y que no era necesario hacerle retroceder, sino que sólo hacía falta abrir la puerta e inmediatamente desaparecería. Pero el padre no estaba en si tuación de advertir tales sutilezas. – ¡Ah! – gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiem po estuviese furioso y contento. Gregor retiró la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre. Nunca se hubiese imaginado así al padre, tal y como estaba allí; bien es verdad que en los últimos tiempos, puesta su atención en arrastrarse por todas partes, había perdido la ocasión de preocuparse como antes de los asuntos que ocurrían en el resto de la casa, y tenía realmen te cpe haber estado preparado para encontrar las circunstan cias cambiadas. Aun así, aun así. ¿Era este todavía el padre? El mismo hombre que yacía sepultado en la cama, cuando, en otros tiempos, Gregor salía en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la tarde en que volvía, le recibía en bata sentado en su sillón, y que no estaba en condiciones de levantarse, sino que, como señal de alegría, sólo levantaba los brazos hacia él? ¿El mismo hombre que, durante los poco frecuentes paseos en común, un par de domingos al año o en las festividades más importantes, se abría paso hacia delante entre Gregor y la madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más despacio que ellos, envuelto en su viejo abrigo, siempre apoyando con cui dado el bastón, y que, cuando quería decir algo, casi siempre se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a su alrede dor? Pero ahora estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul con botones, como los que llevan los ordenan zas de los bancos; por encima del cuello alto y tieso de la cha queta sobresalía su gran papada; por debajo de las pobladas ce jas se abría paso la mirada, despierta y atenta, de unos ojos ne gros. El cabello blanco, en otro tiempo desgreñado, estaba ahora ordenado en un peinado a raya brillante y exacto. Arrojó su gorra, en la que había bordado un monograma dorado, pro bablemente el de un banco, sobre el canapé a través de la habi tación formando un arco, y se dirigió hacia Gregor con el rostro enconado, las puntas de la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las manos en los bolsillos del pantalón. Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin embargo levantaba los pies a una altura desusada y Gregor se asombró del tamaño enorme de las suelas de sus botas. Pero Gregor no permanecía parado, ya sabía desde el primer día de su nueva vida que el padre, con respecto a él, sólo consideraba oportuna la mayor rigidez. Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se paraba, y se apresuraba a seguir hacia delante con sólo que el padre se moviese. Así recorrieron varias veces la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiese tenido el aspecto de una persecución, como consecuencia de la lentitud de su recorrido. Por eso Gregor permaneció de momento sobre el suelo, especialmente porque temía que el padre considerase una especial maldad por su parte la huida a las paredes o al techo. Por otra parte, Gregor tuvo que confesarse a sí mismo que no soportaría por mucho tiempo estas carreras, porque mientras el padre daba un paso, él tenía que realizar un sinnúmero de movimientos. Ya comenzaba a sentir ahogos, bien es verdad que tampoco anteriormente había tenido unos pulmones dignos de confianza. Mientras se tambaleaba con la intención de reunir todas sus fuerzas para la carrera, apenas tenía los ojos abiertos; en su embotamiento no pensaba en otra posibilidad de salvación que la de correr; y ya casi había olvidado que las paredes estaban a su disposición, bien es verdad que éstas estaban obstruidas por muebles llenos de esquinas y picos. En ese momento algo, lanzado sin fuerza, cayó junto a él, y echó a rodar por delante de él. Era una manzana; inmediatamente siguió otra; Gregor se quedó inmóvil del susto; seguir corriendo era inútil, porque el padre había decidido bombardearle. Con la fruta procedente del frutero que estaba sobre el aparador se había llenado los bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con exactitud, de momento. Estas pequeñas manzanas rojas rodaban por el sueño como electrificadas y chocaban unas con otras. Una manzana lanzada sin fuerza rozó la espalda de Gregor, pero resbaló sin causarle daños. Sin embargo, otra que la siguió inmediatamente, se incrustó en la espalda de Gregor; éste quería continuar arrastrándose, como si el increíble y sorprendente dolor pudiese aliviarse al cambiar de sitio; pero estaba como clavado y se estiraba, totalmente desconcertado. Sólo al mirar por última vez alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se abría de par en par y por delante de la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en enaguas, puesto que la hermana la había desnudado para proporcionarle aire mientras permanecía inconsciente; vio también cómo, a continuación, la madre corría hacia el padre y, en el camino, perdía úna tras otra sus enaguas desatadas, y cómo, tropezando con ellas, caía sobre el padre, y abrazándole, unida estrechamente a él – ya empezaba a fallarle la vista a Gregor –, le suplicaba, cruzando las manos por detrás de su nuca, que perdonase la vida de Gregor. III La grave herida de Gregor, cuyos dolores soportó más de un mes – la manzana permaneció empotrada en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía a retirarla –, pareció recordar, incluso al padre, que Gregor, a pesar de su triste y repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no podía tratarse como un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era aguantarse la repugnancia y resignarse, nada más que resignarse. Y si Gregor ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad para siempre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo inválido largos minutos – no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas –, sin embargo, en compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su opinión, una reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta del cuarto de estar, la cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de forma que, tumbado en la oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el comedor, podía ver a toda la familia en la mesa iluminada y podía escuchar sus conversaciones, en cierto modo con el consentimiento general, es decir, de una forma completamente distinta a como había sido hasta ahora. Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las que Gregor, desde la habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta nostalgia cuando, cansado, tenía que meterse en la cama húmeda. La mayoría de las veces transcurría el tiempo en silencio. El padre no tardaba en dormirse en la silla después de la cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente silencio; la madre, inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un comercio de moda; la hermana, que había aceptado un trabajo como dependienta, estudiaba por la noche estenografía y francés, para conseguir, quizá más tarde, un puesto mejor. A veces el padre se despertaba y, como si no supiera que había dormido, decía a la madre: «¡Cuánto coses hoy también!», e inmediatamente volvía a dormirse mientras la madre y la hermana se sonreían mutuamente. Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras estaba en casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el padre en su asiento, completamente vestido, como si siempre estuviese preparado para el servicio e incluso en casa esperase también la voz de su superior. Como consecuencia, el uniforme, que no era nuevo ya en un principio, empezó a ensuciarse a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Gregor se pasaba con frecuencia tardes enteras mirando esta brillante ropa, completamente manchada, con sus botones dorados siempre limpios con la que el anciano dormía muy incómodo y, sin embargo, tranquilo. En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz baja y convencerle para que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño auténtico y el padre tenía necesidad de él, porque tenía que empezar a trabajar a las seis de la mañana. Pero con la obstinación que se había apoderado de él desde que se había convertido en ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a pesar de que, normalmente, se quedaba dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos podía convencérsele de que cambiase la silla por la cama. Ya podían la madre y la hermana insistir con pequeñas amonestaciones, durante un cuarto de hora daba cabezadas lentamente, mantenía los ojos cerrados y no se levantaba. La madre le tiraba del brazo, diciéndole al oído palabras cariñosas, la hermana abandonaba su trabajo para ayudar a la madre, pero esto no tenía efecto sobre el padre. Se hundía más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres le cogían por debajo de los hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la madre y a la hermana, y solía decir: «¡Qué vida ésta! ¡Esta es la tranquilidad de mis últimos días!», y apoyado sobre las dos mujeres se levantaba pesadamente, como si él mismo fuese su más pesada carga, se dejaba llevar por ellas hasta la puerta, allí les hacía una señal de que no las necesitaba, y continuaba solo, mientras que la madre y la hermana dejaban apresuradamente su costura y su pluma para correr tras el padre y continuar ayudándole. ¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener más tiempo del necesario para ocuparse de Gregor? El presupuesto familiar se reducía cada vez más, la criada acabó por ser despedida. Una asistenta gigantesca y huesuda, con el pelo blanco y desgreñado, venía por la mañana y por la noche y hacía el trabajo más pesado; todo lo demás lo hacía la madre, además de su mucha costura. Ocurrió incluso el caso de que varias joyas de la familia, que la madre y la hermana habían lucido entusiasmadas en reuniones y fiestas, hubieron de ser vendidas, según se enteró Gregor por la noche por la conversación acerca del precio conseguido. Pero el mayor motivo de queja era que no se podía dejar este piso, que resultaba demasiado grande en las circunstancias presentes, ya que no sabían cómo se podía trasladar a Gregor. Pero Gregor comprendía que no era sólo la consideración hacia él lo que impedía un traslado, porque se le hubiera podido transportar fácilmente en un cajón apropiado con un par de agujeros para el aire; lo que, en primer lugar, impedía a la familia un cambio de piso era, aún más, la desesperación total y la idea de que habían sido azotados por una desgracia como no había igual en todo su círculo de parientes y amigos. Todo lo que el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el padre iba a buscar el desayuno para el pequeño empleado de banco, la madre se sacrificaba por la ropa de gente extraña, la hermana, a la orden de los clientes, corría de un lado para otro detrás del mostrador, pero las fuerzas de la familia ya no daban para más. La herida de la espalda comenzaba otra vez a dolerle a Gregor como recién hecha cuando la madre y la hermana, después de haber llevado al padre a la cama, regresaban, dejaban a un lado el trabajo, se acercaban una a otra, sentándose muy juntas. Entonces la madre, señalando hacia la habitación de Gregor, decía: «Cierra la puerta, Grete», y cuando Gregor se encontraba de nuevo en la oscuridad, fuera las mujeres confundían sus lágrimas o simplemente miraban fijamente a la mesa sin llorar. Gregor pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la próxima vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia como antes; en su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe y el encargado; los dependientes y los aprendices; el mozo de los recados, tan corto de luces; dos, tres amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de provincias; un recuerdo amado y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a quien había hecho la corte seriamente, pero con demasiada lentitud; todos ellos aparecían mezclados con gente extraña o ya olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y Gregor se sentía aliviado cuando desaparecían. Pero después ya no estaba de humor para preocuparse por su familia, solamente sentía rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a pesar de que no podía imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía planes sobre cómo podría llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese, incluso aunque no tuviese hambre alguna. Sin pensar más en qué es lo que podría gustar a Gregor, la hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la tienda, empujaba apresuradamente con el pie cualquier comida en la habitación de Gregor, para después recogerla por la noche con el palo de la escoba, tanto si la comida había sido probada, como si – y éste era el caso más frecuente – ni siquiera había sido tocada. Recoger la habitación, cosa que ahora hacía siempre por la noche, no podía hacerse más deprisa. Franjas de suciedad se extendían por las paredes, por todas partes había ovillos de polvo y suciedad. Al principio, cuando llegaba la hermana, Gregor se colocaba en el rincón más significativamente sucio para, en cierto modo, hacerle reproches mediante esta posición. Pero seguramente hubiese podido permanecer allí semanas enteras sin que la hermana hubiese mejorado su actitud por ello; ella veía la suciedad lo mismo que él, pero se había decidido a dejarla allí. Al mismo tiempo, con una susceptibilidad completamente nueva en ella y que, en general, se había apoderado de toda la familia, ponía especial atención en el hecho de que se reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de Gregor. En una ocasión la madre había sometido la habitación de Gregor a una gran limpieza, que había logrado solamente después de utilizar varios cubos de agua – la humedad, sin embargo, también molestaba a Gregor, que yacía extendido, amargado e inmóvil sobre el canapé –, pero el castigo de la madre no se hizo esperar, porque apenas había notado la hermana por la tarde el cambio en la habitación de Gregor, cuando, herida en lo más profundo de sus sentimientos, corrió al cuarto de estar y, a pesar de que la madre suplicaba con las manos levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres – el padre se despertó sobresaltado en su silla –, al principio, observaban asombrados y sin poder hacer nada, hasta que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos; el padre, a su derecha, reprochaba a la madre que no hubiese dejado al cuidado de la hermana la limpieza de la habitación de Gregor, a su izquierda, decía a gritos a la hermana que nunca más volvería a limpiar la habitación de Gregor; mientras que la madre intentaba llevar al dormitorio al padre, que no podía más de irritación, la hermana, sacudida por los sollozos, golpeaba la mesa con sus pequeños puños, y Gregor silbaba de pura rabia porque a nadie se le ocurría cerrar la puerta para ahorrarle este espectáculo y este ruido. Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo, estaba ya harta de cuidar de Gregor como antes, tampoco la madre tenía que sustituirla y no era necesario que Gregor hubiese sido abandonado, porque para eso estaba la asistenta. Esa vieja viuda, que en su larga vida debía haber superado lo peor con ayuda de su fuerte constitución, no sentía repugnancia alguna por Gregor. Sin sentir verdadera curiosidad, una vez había abierto por casualidad la puerta de la habitación de Gregor y, al verle, se quedó parada, asombrada, con los brazos cruzacios, mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie la perseguía, comenzó a correr de un lado a otro. Desde entonces no perdía la oportunidad de abrir un poco la puerta por la mañana y por la tarde para echar un vistazo a la habitación de Gregor. Al principío le llamaba hacia ella con palabras que, probablemente, consideraba amables, como: «¡Ven aquí, viejo escarabajo pelotero!» o «iMirad el viejo escarabajo pelotero!». Gregor no contestaba nada a tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su sitio, como si la puerta no hubiese sido abierta. ¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que limpiase diariamente la habitación en lugar de dejar que le molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por la mañana temprano – una intensa lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de la primavera, que ya se acercaba –, cuando la asistenta empezó otra vez con sus improperios, Gregor se enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para atacarla, pero de forma lenta y débil. Sin embargo, la asistenta, en vez de asustarse, alzó simplemente una silla, que se encontraba cerca de la puerta, y, tal como permanecía allí, con la boca completamente abierta, estaba clara su intención de cerrar la boca sólo cuando la silla que tenía en la mano acabase en la espalda de Gregor. ¿Con que no seguimos adelante? – preguntó, al ver que Gregor se daba de nuevo la vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón. Gregor ya no comía casi nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la comida tomaba un bocado para jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y horas y, la mayoría de las veces, acababa por escupirlo. Al principio pensó que lo que le impedía comer era la tristeza por el estado de su habitación, pero precisamente con los cambios de la habitación se reconcilió muy pronto. Se habían acostumbrado a meter en esta habitación cosas que no podían colocar en otro sitio, y ahora había muchas cosas de éstas, porque una de las habitaciones de la casa había sido alquilada a tres huéspedes. Estos señores tan severos – los tres tenían barba, según pudo comprobar Gregor por una rendija de la puerta – ponían especial atención en el orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la casa, puesto que se habían instalado aquí, y especialmente en el orden de la cocina. No soportaban trastos inútiles ni mucho menos sucios. Además, habían traído una gran parte de sus propios muebles. Por ese motivo sobraban muchas cosas que no se podían vender ni tampoco se querían tirar. Todas estas cosas acababan en la habitación de Gregor. Lo mismo ocurrió con el cubo de la ceniza y el cubo de la basura de la cocina. La asistenta, que siempre tenía mucha prisa, arrojaba simplemente en la habitación de Gregor todo lo que, de momento, no servía; por suerte, Gregor sólo veía, la mayoría de las veces, el objeto correspondiente y la mano que lo sujetaba. La asistenta tenía, quizá, la intención de recoger de nuevo las cosas cuando hubiese tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de una vez, pero lo cierto es que todas se quedaban tiradas en el mismo lugar en que habían caído al arrojarlas, a no ser que Gregor se moviese por entre los trastos y los pusiese en movimiento, al principio, obligado a ello porque no había sitio libre para arrastrarse, pero más tarde con creciente satisfacción, a pesar de que después de tales paseos acababa mortalmente agotado y triste, y durante horas permanecía inmóvil. Como los huéspedes a veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta permanecía algunas noches cerrada, pero Gregor renunciaba gustoso a abrirla, incluso algunas noches en las que había estado abierta no se había aprovechado de ello, sino que, sin que la familia lo notase, se había tumbado en el rincón más oscuro de la habitación. Pero en una ocasión la asistenta había dejado un poco abierta la puerta que daba al cuarto de estar y se quedó abierta incluso cuando los huéspedes llegaron y se dio la luz. Se sentaban a la mesa en los mismos sitios en que antes habían comido el padre, la madre y Gregor, desdoblaban las servilletas y tomaban en la mano cuchillo y tenedor. Al momento aparecía por la puerta la madre con una fuente de carne, y poco después lo hacía la hermana con una fuente llena de patatas. La comida humeaba. Los huéspedes se inclinaban sobre las fuentes que había ante ellos como si quisiesen examinarlas antes de comer, y, efectivamente, el señor que estaba sentado en medio y que parecía ser el que más autoridad tenía de los tres, cortaba un trozo de carne en la misma fuente con el fin de comprobar si estaba lo suficientemente tierna, o quizá; la madre y la hermana, que habían observado todo con impaciencía, comenzaban a sonreír respirando profundamente. La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el padre,antes de entrar en ésta, entraba en la habitación y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una vuelta a la mesa. Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuellc de su camisa. Cuando ya estaban solos, comían casi en absolu to silencio. A Gregor le parecía extraño el hecho de que, de to dos los variados ruidos de la comida, una y otra vez se escuchasen los dientes al masticar, como si con ello quisieran mostrarle a Gregor que para comer se necesitan los dientes y que,aún con las más hermosas mandíbulas, sin dientes no se podía conseguir nada. – Pero si yo tengo apetito – se decía Gregor; preocupa do –, pero no me apetecen estas cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero! Precisamente aquella noche ¿Gregor no se acordaba de haberlo oído en todo el tiempo – se escuchó el violín. Los hués pedes ya habían terminado de cenar, el de en medio había sa cado un periódico, les había dado una hoja a cada uno de los otros dos, y los tres fumaban y leían echados hacia atrás. Cuando el violín comenzó a sonar escucharon con atención, se levantaron y, de puntillas, fueron hacia la puerta del vestíbulo, en la que permanecieron quietos de pie, apretados unos junto a otros. Desde la cocina se les debió oír, porque el padre gritó: ¿Les molesta a los señores la música? Inmediatamente puede dejar de tocarse. – Al contrario – dijo el señor de en medio –. ¿No desearía la señorita entrar con nosotros y tocar aquí en la habitación, donde es mucho más cómodo y agradable? – Naturalmente – exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo. Los señores regresaron a la habitación y esperaron. Pronto llegó el padre con el atril, la madre con la partitura y la herma na con el violín. La hermana preparó con tranquilidad todo lo necesario para tocar. Los padres, que nunca antes habían al quilado habitaciones, y por ello exageraban la amabilidad con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la mano derecha colocada en tre dos botones de la librea abrochada; a la madre le fue ofreci da una silla por uno de los señores y, como la dejó en el lugar en el que, por casualidad, la había colocado el señor, permane cía sentada en un rincón apartado. La hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su lugar, seguían con atención los movimientos de sus manos; Gregor, atraído por la música, había avanzado un poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el cuarto de estar. Ya apenas se extrañaba de que en los últimos tiempos no tenía consideración con los demás; antes estaba orgulloso de tener esa consideración y, precisamente ahora, hubiese tenido mayor motivo para esconderse, porque, como consecuencia del polvo que reinaba en su habitación, y que volaba por todas partes al menor movimiento, él mismo estaba también lleno de polvo. Sobre su espalda y sus costados arrastraba consigo por todas partes hilos, pelos, restos de comida... Su indiferencia hacia todo era demasiado grande como para tumbarse sobre su espalda y restregarse contra la alfombra, tal como hacía antes varias veces al día. Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de avanzar por el suelo impecable del comedor. Por otra parte, nadie le prestaba atención. La familia estaba completamente absorta en la música del violín; por el contrario, los huéspedes, que al principio, con las manos en los bolsillos, se habían colocado demasiado cerca detrás del atril de la hermana, de forma que podrían haber leído la partitura, lo cual sin duda tenía que estorbar a la hermana, hablando a media voz, con las cabezas inclinadas, se retiraron pronto hacia la ventana, donde permanecieron observados por el padre con preocupación. Realmente daba a todas luces la impresión de que habían sido decepcionados en su suposición de escuchar una pieza bella o divertida al violín, de que estaban hartos de la función y sólo permitían que se les molestase por amabilidad. Especialmente la forma en que echaban a lo alto el humo de los cigarillos por la boca y por la nariz denotaba gran nerviosismo. Y, sin embargo, la hermana tocaba tan bien... Su rostro estaba inclinarlo hacia un lado, atenta y tristemente seguían sus ojos las notas del pentagrama. Gregor avanzó un poco más y mantenía la cabeza pegada al suelo para, quizá, poder encontrar sus miradas. ¿Es que era ya una bestia a la que le emocionaba la música? Le parecía como si se le mostrase el camino hacia el desconocido y anhelado alimento. Estaba decidido a acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y darle así a entender que ella podía entrar con su violín en su habitación porque nadie podía recompensar su música como él quería hacerlo. No quería dejarla salir nunca de su habitación, al menos mientras él viviese; su horrible forma le sería útil por primera vez; quería estar a la vez en todas las puertas de su habitación y tirarse a los que le atacasen; pero la hermana no debía quedar se con él por la fuerza, sino por su propia voluntad; debería sentarse junto a él sobre el canapé, inclinar el oído hacia él, y él deseaba confiarle que había tenido la firme intención de en viarla al conservatorio y que, si la desgracia no se hubiese cruzado en su camino la Navidad pasada – probablemente la Na vidad ya había pasado – se lo hubiese dicho a todos sin preo cuparse de réplica alguna. Después de esta confesión, la her mana estallaría en lágrimas de emoción y Gregor se levantaría hasta su hombro y le daría un beso en el cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba siempre al aire sin cintas ni adornos. – iSeñor Samsa! – gritó el señor de en medio al padre, y se ñaló, sin decir una palabra más, con el índice hacia Gregor, que avanzaba lentamente. El violín enmudeció, en un princi pio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo la cabeza y, a continuación, miró hacia Gregor. El padre, en lu gar de echar a Gregor, consideró más necesario, ante todo, tranquilizar a los huéspedes, a pesar de que ellos no estaban nerviosos en absoluto y Gregor parecía distraerles más que el violín. Se precipitó hacia ellos e intentó, con los brazos abier tos, empujarles a su habitación y, al mismo tiempo, evitar con su cuerpo que pudiesen ver a Gregor. Ciertamente se enfada ron un poco, no se sabía ya si por el comportamiento del pa dre, o porque ahora se empezaban a dar cuenta de que, sin sa berlo, habían tenido un vecino como Gregor. Exigían al padre explicaciones, levantaban los brazos, se tiraban intranquilos de la barba y, muy lentamente, retrocedían hacia su habitación. Entre tanto, la hermana había superado el desconcierto en que había caído después de interrumpir su música de una forma tan repentina, había reaccionado de pronto, después de que durante unos momentos había sostenido en las manos caídas con indolencia el violín y el arco, y había seguido mirando la partitura como si todavía tocase, había colocado el instrumen to en el regazo de la madre, que todavía seguía sentada en su silla con dificultades para respirar y agitando violentamente los pulmones, y había corrido hacia la habitación de al lado, a la que los huéspedes se acercaban cada vez más deprisa ante la insistencia del padre. Se veía cómo, gracias a las diestras ma nos de la hermana, las mantas y almohadas de las camas vola ban hacia lo alto y se ordenaban. Antes de que los señores hu biesen llegado a la habitación, había terminado de hacer las ca mas y se había 'escabullido hacia afuera. El padre parecía estar hasta tal punto dominado por su obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a sus huéspedes. Sólo les empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la habita ción, el señor de en medio dio una patada atronadora contra el suelo y así detuvo al padre. – Participo a ustedes – dijo, levantó la mano y buscaba con sus miradas también a la madre y a la hermana – que, tenien do en cuenta las repugnantes circunstancias que reinan en esta casa y en esta familia – en este punto escupió decididamente sobre el suelo –, en este preciso instante dejo la habitación. Por los días que he vivido aquí no pagaré, naturalmente, lo más mínimo; por el contrario, me pensaré si no procedo con tra ustedes con algunas reclamaciones muy fáciles, créanme, de justificar. Calló y miró hacia adelante como si esperase algo. En efec to, sus dos amigos intervinieron inmediatamente con las si guientes palabras: – También nosotros dejamos en este momento la habita ción. A continuación agarró el picaporte y cerró la puerta de un portazo. El padre se tambaleaba tanteando con las manos en dirección a su silla y se dejó caer en ella. Parecía como si se preparase para su acostumbrada siestecita nocturna, pero la profunda inclinación de su cabeza, abatida como si nada la sos tuviese, mostraba que de ninguna manera dormía. Gregor ya cía todo el tiempo en silencio en el mismo sitio en que le ha bían descubierto los huéspedes. la decepción por el fracaso de sus planes, pero quizá también la debilidad causada por el hambre que pasaba, le impedían moverse. Temía, con cierto fundamento, que dentro de unos momentos se desencadenase sobre él una tormenta general, y esperaba. Ni siquiera se so bresaltó con el ruido del violín que, por entre los temblorosos dedos de la madre, se cayó de su regazo y produjo un sonido retumbante. queridos padres – dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la mesa –, esto no puede seguir así. Si vosotros no os dais cuenta, yo sí me la doy. No quiero, ante esta bestia, pronunciar el nombre de mi hermano, y por eso sola mente digo: tenemos que intentar quitárnoslo de encima. hemos hecho todo lo humanamente posible por cuidarlo y acep tarlo; creo que nadie puede hacernos el menor reproche. – Tiene razón una y mil veces – dijo el padre para sus adentros. La madre, que aún no tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía ante la boca, con una expresión de enajenación en los ojos. La hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar enfrascado en determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana, se había sentado más de recho, jugueteaba con su gorra por entre los platos, que desde la cena de los huéspedes seguían en la mesa, y miraba de vez en cuando a Gregor, que permanecía en silencio. – Tenemos que intentar quitárnoslo de encima – dijo en tonces la hermana, dirigiéndose sólo al padre, porque la ma dre, con su tos, no oía nada –. Os va a matar a los dos, ya lo veo venir. Cuando hay que trabajar tan duramente como lo ha cemos nosotros no se puede, además, soportar en casa este tormento sin fin. Yo tampoco puedo más – y rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus lágrimas caían sobre el ros tro de la madre, del cual las secaba mecánicamente con las manos. – Pero hija – dijo el padre compasivo y con sorprendente comprensión –. ¡Qué podemos hacer! Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la perplejidad que, mientras lloraba, se había apoderado de ella, en contraste con su seguridad anterior. – Si él nos entendiese... – dijo el padre en tono medio inte rrogante. La hermana, en su llanto, movió violentamente la mano como señal de que no se podía ni pensar en ello. – Si él nos entendiese... – repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la convicción de la hermana acerca de la imposibilidad de ello –, entonces sería posible llegar a un acuerdo con él, pero así... – Tiene que irse – exclamó la hermana –, es la única posi bilidad, padre. Sólo tienes que desechar la idea de que se trata de Gregor. El haberlo creído durante tanto tiempo ha sido nuestra auténtica desgracia, pero ¿cómo es posible que sea Gregor? Si fuese Gregor hubiese comprendido hace tiempo que una convivencia entre personas y semejante animal no es posible, y se hubiese marchado por su propia voluntad: ya no tendríamos un hermano, pero podríamos continuar viviendo y conservaríamos su recuerdo con honor. Pero así esa bestia nos persigue, echa a los huéspedes, quiere, evidentemente, adue ñarse de toda la casa y dejar que pasemos la noche en la calle. ¡Mira, padre – gritó de repente –, ya empieza otra vez! Y con un miedo completamente incomprensible para Gregor, la her mana abandonó incluso a la madre, se arrojó literalmente de su silla, como si prefiriese sacrificar a la madre antes de perma necer cerca de Gregor, y se precipitó detrás del padre que, principalmente irritado por su comportamiento, se puso tam bién en pie y levantó los brazos a media altura por delante de la hermana para protejerla. Pero Gregor no prentendía, ni por lo más remoto, asustar a nadie, ni mucho menos a la hermana. Solamente había empe zado a darse la vuelta para volver a su habitación y esto llama ba la atención, ya que, como consecuencia de su estado enfer mizo, para dar tan difíciles vueltas, tenía que ayudarse con la cabeza, que levantaba una y otra vez y que golpeaba contra el suelo. Se detuvo y miró a su alrededor; su buena intención pareció ser entendida; sólo había sido un susto momentáneo, ahora todos le miraban tristes y en silencio. La madre yacía en su silla con las piernas extendidas y apretadas una contra otra, los ojos casi se le cerraban de puro agotamiento. El padre y la hermana estaban sentados uno junto a otro, y la hermana ha bía colocado su brazo alrededor del cuello del padre. «Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó Gregor, y em pezó de nuevo su actividad. No podía contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando tenía que descansar. Por lo demás, nadie le apremiaba, se le dejaba hacer lo que quisiera. Cuando hubo dado la vuelta del todo comenzó enseguida a retroceder todo recto... Se asombró de la gran distancia que le separaba de su habitación y no comprendía cómo, con su debilidad, hacía un momento había recorrido el mismo camino sin notarlo. Concentrándose constantemente en avanzar con rápidez, apenas se dio cuenta de que ni una palabra, ni una exclamación de su familia le molestaba. Cuando ya estaba en la puerta volvió la cabeza, no por completo, porque notaba que el cuello se le ponía rígido, pero sí vio aún que tras de él nada había cambiado, sólo la hermana se había levantado. Su última mirada acarició a la madre que, por fin, se había quedado profundamente dormida. Apenas entró en su habitación se cerró la puerta y echaron la llave. Gregor se asustó tanto del repentino ruido producido detrás de él, que las patitas se le doblaron. Era la hermana quien se había apresurado tanto. Había permanecido en pie allí y había esperado, con ligereza había saltado hacia adelante, Gregor ni siquiera la había oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los padres mientras echaba la llave. «¿Y ahora?», se preguntó Gregor, y miró a su alrededor en la oscuridad. Pronto descubrió que ya no se podía mover. No se extrañó por ello, más bien le parecía antinatural que, hasta ahora, hubiera podido moverse con estas patitas. Por lo demás, se sentía relativamente a gusto. Bien es verdad que le dolía todo el cuerpo, pero le parecía como si los dolores se hiciesen más y más débiles y, al final, desapareciesen por completo. Apenas sentía ya la manzana podrida de su espalda y la infección que producía a su alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo. Pensaba en su familia con cariño y emoción, su opinión de que tenía que desaparecer era, si cabe, aún más decidida que la de su hermana. En este estado de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el reloj de la torre dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del amanecer detrás de los cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se desplomó sobre el suelo y sus orificios nasales exhalaron el último suspiro. Cuando, por la mañana temprano, llegó la asistenta – de pura fuerza y prisa daba tales portazos que, aunque repetidas veces se le había pedido que procurase evitarlo, desde el momento de su llegada era ya imposible concebir el sueño en todo el piso –, en su acostumbrada y breve visita a Gregor nada le llamó al principio la atención. Pensaba que estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendido, le creía capaz de tener todo el entendimiento posible. Como tenía por casualidad la larga escoba en la mano, intentó con ella ha cer cosquillas a Gregor desde la puerta. Al no conseguir nada con ello, se enfadó y pinchó a Gregor ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese resistencia, le había movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuenta de las verdade ras circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus aden tras, pero no se entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del dormitorio y exclamó en voz alta ha cia la oscuridad: – ¡Fíjense, la ha diñado, ahí está, la ha diñado del todo! El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba sobreponerse del susto de la asistenta antes de llegar a com prender su aviso. Pero después, el señor y la señora Samsa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamente de la cama, el se ñor Samsa se echó la colcha por los hombros, la señora Samsa apareció en camisón, así entraron en la habitación de Gregor. Entre tanto, también se había abierto la puerta del cuarto de estar, en donde dormía Grete desde la llegada de los huéspe des; estaba completamente vestida, como si no hubiese dormi do, su rostro pálido parecía probarlo. ¿Muerto? – dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la asistenta a pesar de que ella misma podía comprobarlo, e incluso podía darse cuenta de ello sin necesidad de comprobarlo. – Digo, aya lo creo! – dijo la asistenta y, como prueba, em pujó el cadáver de Gregor con la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento como si quisie ra detener la escoba, pero no lo hizo. – Bueno – dijo el señor Samsa –, ahora podemos dar gracias a Dios – se santiguó y las tres mujeres siguieron su ejemplo. Grete, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo: – Mirad qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada, las comidas salían tal como entraban. Efectivamente, el cuerpo de Gregor estaba completamente plano y seco, sólo se daban realmente cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y ninguna otra cosa distraía la mirada. – Grete, ven un momento a nuestra habitación – dijo la se ñora Samsa con una sonrisa malancólica, y Grete fue al dormi torio detrás de los padres, no sin volver la mirada hacia el ca dáver. La asistenta cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A pesar de lo temprano de la mañana, ya había una cierta ti bieza mezclada con el aire fresco. Ya era finales de marzo. Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor en busca de su desayuno; se habían olvidado de ellos: ¿Dónde está el desayuno? – preguntó de mal humor el señor de en medio a la asistenta, pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada y silenciosamente, se ñales con la mano para que fuesen a la habitación de Gregor. Así pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los bolsillos de sus chaquetas algo gastadas, alrededor del cadáver, en la habitación de Gregor.ya totalmente iluminada. Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con su librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos; a veces Grete apoyaba su rostro en el brazo del padre. – Salgan ustedes de mi casa inmediatamente – dijo el señor Samsa, y señaló la puerta sin soltar a las mujeres. ¿Qué quiere usted decir? ¿ijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con cierta hipocresía. Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban constantemente una contra otra, como si esperasen con alegría una gran pelea que tenía que resultarles favorable. – Quiero decir exactamente lo que digo – contestó el señor Samsa; se dirigió en bloque con sus acompañantes hacia el huésped. Al principio éste se quedó allí en silencio y miró ha cia el suelo, como si las cosas se dispusiesen en un nuevo or den en su cabeza. – Pues entonces nos vamos – dijo después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa como si, en un repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso para tomar esta decisión. El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy abiertos. A continuación el huésped se dirigió, en efecto a grandes pasos hacia el vestíbulo; sus dos amigos lleva ban ya un rato escuchando con las manos completamente tranquilas y ahora daban verdaderos brincos tras de él, como si tuviesen miedo de que el señor Samsa entrase antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el contacto con su guía. Ya en el vestíbulo, los tres cogieron sus sombreros del perchero, saca ron sus bastones de la bastonera, hicieron una reverencia en silencio y salieron de la casa. Con una desconfianza completa mente infundada, como se demostraría después, el señor Sam sa salió con las dos mujeres al rellano; apoyados sobre la ba randilla veían cómo los tres, lenta pero constantemente, baja ban la larga escalera, en cada piso desaparecían tras un deter minado recodo y volvían a aparecer a los pocos instantes. Cuanto más abajo estaban tanto más interés perdía la familia Samsa por ellos, y cuando un oficial carnicero, con la carga en la cabeza en una posición orgullosa, se les acercó de frente y luego, cruzándose con ellos, siguió subiendo, el señor Samsa abandonó la barandilla con las dos mujeres y todos regresaron aliviados a su casa. Decidieron utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían ganado esta pausa en el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa. Así pues, se sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a su dirección, la señora Samsa al señor que le daba trabajo, y Gre te al dueño de la tienda. Mientras escribían entró la asistenta para decir que ya se marchaba porque había terminado su tra bajo de por la mañana. Los tres que escribían solamente asin tieron al principio sin levantar la vista; cuando la asistenta no daba sañales de retirarse levantaron la vista enfadados. ¿gué pasa? – preguntó el señor Samsa. La asistenta permanecía de pie junto a la puerta, como si quisiera participar a la familia un gran éxito, pero sólo lo haría cuando se la interrogase con todo detalle. La pequeña pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero, que, des de que estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se ba lanceaba suavemente en todas las direcciones. ¿Qué es lo que quiere usted? – preguntó la señora Samsa, que era, de todos, la que más respetaba la asistenta. – Bueno contestó la asistenta, y no podía seguir hablan do de puro sonreír amablemente –, no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de al lado. Ya está todo arreglado. La señora Samsa y Grete se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran continuar escribiendo; el señor Sam sa, que se dio cuenta de que la asistenta quería empezar a con tarlo todo con todo detalle, lo rechazó decididamente con la mano extendida. Como no podía contar nada, recordó la gran prisa que tenía, gritó visiblemente ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonó la casa con un portazo tremendo. – Esta noche la despido dijo el señor Samsa, pero no re cibió una respuesta ni de su mujer ni de su hija, porque la asis tenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas recién con seguida. Se levantaron, fueron hacia la ventana y permanecie ron allí abrazadas. El señor Samsa se dio la vuelta en su silla hacia ellas y las observó en silencio un momento, luego las llamó: – Vamos, venid. Olvidad de una vez las cosas pasadas y te ned un poco de consideración conmigo. Las mujeres le obedecieron enseguida, corrieron hacia él, le acariciaron y terminaron rápidamente sus cartas. Después, los tres abandonaron el piso juntos, cosa que no habían hecho des de hacía meses, y se marcharon al campo, fuera de la ciudad, en el tranvía. El vehículo en el que estaban sentados solos es taba totalmente iluminado por el cálido sol. Recostados comó damente en sus asientos, hablaron de las perspectivas para el futuro y llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas más de cerca, no eran malas en absoluto, porque los tres trabajos, a este respecto todavía no se habían preguntado realmente unos a otros, eran sumamente buenos y, especialmente, muy pro metedores para el futuro. Pero la gran mejoría inmediata de la situación tenía que producirse, naturalmente, con más facili dad con un cambio de piso; ahora querían cambiarse a un piso más pequeño y más barato, pero mejor ubicado y, sobre todo, más práctico que el actual, que había sido escogido por Gregor. Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al mismo tiempo, al ver a su hija cada vez más animada, que en los últimos tiempos, a pesar de las calamidades que habían hecho palidecer sus mejillas, se había convertido en una joven lozana y hermosa. Tornándose cada vez más silenciosos y entendiéndose casi inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba el momento de buscarle un buen marido, y para ellos fue como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas intenciones cuando, al final de su viaje, fue la hija quien se levantó primero y estiró su cuerpo joven. ROALD DAHL (Cardiff, 13 de septiembre de 1916 – Oxford, 23 de noviembrede 1990) fue un novelista y autor de cuentos británico de ascendencianoruega, famoso como escritor para niños y adultos. Entre sus libros más populares están Charlie y la fábrica de chocolate, James y el melocotón gigante, Matilda o Las brujas. Es también autor de gran cantidad de relatos cortos par adultos, recogido en varias recopilaciones como Relatos de lo inesperado, caracgerizados por su peculiar sentido del humor negro. Muchos de sus relatos se han llevado al cine o a la television.   ROALD DAHL Hombre del sur (Cuento publicado en “Relatos de lo inesperado” Tales of the Unexpected, 1979. Adaptado por Hitchcock para su serie televisiva; y reelaborado por Q. Tarantino con distinto final en “Four Rooms”) Eran cerca de las seis. Fui al bar a pedir una cerveza y me tendí en una hamaca a tomar un poco el sol de la tarde. Cuando me trajeron la cerveza, me dirigí a la piscina pasando por el jardín. Era muy bonito, lleno de césped, flores y grandes palmeras repletas de cocos. El viento soplaba fuerte en la copa de las palmeras, y las palmas, al moverse, hacían un ruido parecido al fuego. Grandes racimos de cocos colgaban de las ramas. Había muchas hamacas alrededor de la piscina, así como me-sitas y toldos multicolores; hombres y mujeres bronceados por el sol estaban sentados aquí y allá en traje de baño. Dentro de la piscina multitud de chicos y chicas chapoteaban, gritando y jugando al water-polo, un poco en serio y un poco en broma. Me quedé mirándolos. Las chicas eran unas inglesas del hotel en que me hospedaba. A los chicos no los conocía, pero parecían americanos, seguramente cadetes navales llegados en un barco militar que había anclado en el puerto aquella mañana. Llegué hasta allí y me metí bajo un toldo amarillo donde había cuatro asientos vacíos, me serví la cerveza y me arrellané cómodamente con un cigarrillo entre los dedos. Los marinos americanos congeniaban bien con las inglesas. Buceaban juntos bajo el agua y las hacían subir a la superficie cogiéndolas por las piernas. En aquel momento distinguí a un hombrecillo de edad, que caminaba rápidamente por el mismo borde de la piscina. Llevaba un traje blanco, inmaculado, y caminaba muy aprisa, dando un saltito a cada paso. Llevaba en la cabeza un gran sombrero de paja e iba a lo largo de la piscina mirando a la gente y a las hamacas. Se paró frente a mí y me sonrió, enseñándome dos hileras de dientes pequeños y desiguales, ligeramente deslustrados. Yo también le sonreí. —Perdón. ¿Me puedo sentar aquí? —Claro —dije yo—, tome asiento. Dio la vuelta a la silla y la inspeccionó para su seguridad. Luego se sentó y cruzó las piernas. Llevaba sandalias de cuero, abiertas, para evitar el calor. —Una tarde magnífica —dijo—; las tardes son maravillosas aquí, en Jamaica. No estaba yo seguro de si su acento era italiano o español, pero lo que sí sabía de cierto era que procedía de Sudamérica, y además se le veía viejo, sobre todo cuando se le miraba de cerca. Tendría unos sesenta y ocho o setenta años. —Sí —dije yo—, esto es estupendo. —¿Y quiénes son ésos?, pregunto yo. No son del hotel, ¿verdad? Señalaba a los bañistas de la piscina. —Creo que son marinos americanos —le expliqué—, mejor dicho, cadetes. —¡Claro que son americanos! ¿Quiénes si no iban a hacer tanto ruido? Usted no es americano, ¿verdad? —No —dije yo—, no lo soy. De repente uno de los cadetes americanos se detuvo frente a nosotros. Estaba completamente mojado porque acababa de salir de la piscina. Una de las inglesas le acompañaba. —¿Están ocupadas estas sillas? —preguntó. —No —contesté yo. —¿Les importa que nos sentemos? —No. —Gracias —dijo. Llevaba una toalla en la mano, y al sentarse sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor. Le ofreció a la chica, pero ella rehusó; luego me ofreció a mí y acepté uno. El hombrecillo, por su parte, dijo: —Gracias, pero creo que tengo un cigarro puro. Sacó una pitillera de piel de cocodrilo y cogió un purito. Luego sacó una especie de navaja provista de unas tijerillas y cortó la punta del cigarro puro. —Yo le daré fuego —dijo el muchacho americano, tendiéndole el encendedor. —No se encenderá con este viento. —Claro que se encenderá. Siempre ha ido bien. El hombrecillo sacó el cigarro de su boca y dobló la cabeza hacia un lado, mirando al muchacho con atención. —¿Siempre? —dijo casi deletreándolo. —¡Claro! Nunca falla, por lo menos a mí nunca me ha fallado. El hombrecillo continuó mirando al muchacho. —Bien, bien, así que usted dice que este encendedor no falla nunca. ¿Me equivoco? —Eso es —dijo el muchacho. Tendría unos diecinueve o veinte años y su rostro, al igual que su nariz, era alargado. No estaba demasiado bronceado y su cara y su pecho estaban completamente llenos de pecas. Tenía el encendedor en la mano derecha, preparado para hacerlo funcionar. —Nunca falla —dijo sonriendo porque ahora exageraba su anterior jactancia intencionadamente—, le prometo que nunca falla. —Un momento, por favor. La mano que sostenía el cigarro se levantó como si estuviera parando el tráfico. Tenía una voz suave y monótona; miraba al muchacho con insistencia. —¿Qué le parece si hacemos una pequeña apuesta? —le dijo sonriendo—. ¿Apostamos sobre si enciende o no su mechero? —Apuesto —dijo el chico—. ¿Por qué no? —¿Le gusta apostar? —Sí, siempre lo hago. El hombre hizo una pausa y examinó su puro y debo confesar que a mí no me gustaba su manera de comportarse. Parecía querer sacar algo de todo aquello y avergonzar al muchacho. Al mismo tiempo, me pareció que se guardaba algún secreto para sí mismo. Miró de nuevo al americano y dijo despacio: —A mí también me gusta apostar. ¿Por qué no hacemos una buena apuesta sobre esto? Una buena apuesta —repitió recalcándolo. —Oiga, espere un momento —dijo el cadete—. Le apuesto veinticinco centavos o un dólar, o lo que tenga en el bolsillo; algunos chelines, supongo. El hombrecillo movió su mano de nuevo. —Óigame, nos vamos a divertir: hacemos la apuesta. Luego subimos a mi habitación del hotel al abrigo del viento y le apuesto a que usted no puede encender su encendedor diez veces seguidas sin fallar. —Le apuesto a que puedo —dijo el muchacho americano. —De acuerdo, entonces..., ¿hacemos la apuesta? —Bien, le apuesto cinco dólares. —No, no, hay que hacer una buena apuesta. Yo soy un hombre rico y deportivo. Ahora, escúcheme. Fuera del hotel está mi coche. Es muy bonito. Es un coche americano, de su país, un Cadillac... —¡Oiga, oiga, espere un momento! —El chico se recostó en la hamaca y sonrió—. No puedo consentir que apueste eso, es una locura. —No es una locura. Usted enciende su mechero y el Cadillac es suyo. Le gustaría tener un Cadillac, ¿verdad? —Claro que me gustaría tener un Cadillac. —El cadete seguía sonriendo. —De acuerdo, yo apuesto mi Cadillac. —¿Y qué apuesto yo? —preguntó el americano. El hombrecillo quitó cuidadosamente la vitola del cigarro todavía sin encender. —Yo no le pido, amigo mío, que apueste algo que esté fuera de sus posibilidades. ¿Comprende? —Entonces, ¿qué puedo apostar? —Se lo voy a poner fácil. ¿De acuerdo? —De acuerdo, póngamelo fácil. —Tiene que ser algo de lo cual usted pueda desprenderse y que en caso de perderlo no sea motivo de mucha molestia. ¿Le parece bien? —¿Por ejemplo? —Por ejemplo, el dedo meñique de su mano izquierda. —¿Mi qué? —dejó de reír el muchacho. —Sí. ¿Por qué no? Si gana se queda con mi coche. Si pierde, me quedo con su dedo. —No le comprendo. ¿Qué quiere decir quedarse con mi dedo? —Se lo corto. —¡Rayos y truenos! ¡Eso es una locura! Apuesto un dólar. El hombrecillo se reclinó en su asiento y se encogió de hombros. —Bien, bien, bien —dijo—. No lo entiendo. Usted dice que su mechero se enciende, pero no quiere apostar. Entonces, ¿lo olvidamos? El muchacho se quedó quieto mirando a los bañistas de la piscina. De repente se acordó de que tenía el cigarrillo entre sus dedos. Lo acercó a sus labios, puso las manos alrededor del encendedor y lo encendió. Al momento, apareció una pequeña llama amarillenta. El americano ahuecó las manos de tal forma que el viento no pudiera apagar la llama. —¿Me lo deja un momento? —le dije. —¡Oh, perdón! Me olvidé de que usted también tenía el cigarrillo sin encender. Alargué la mano para coger el encendedor, pero se incorporó y se acercó para encendérmelo él mismo. —Gracias —le dije. El volvió a su sitio. —¿Se divierte? ¿Lo pasa bien? —le pregunté. —Estupendo —me contestó—, esto es precioso. Hubo un silencio. Me di cuenta de que el hombrecillo había logrado perturbar al chico con su absurda proposición. Estaba sentado muy quieto, y era evidente que la tensión se iba apoderando de él. Empezó a moverse en su asiento, a rascarse el pecho, a acariciarse la nuca y finalmente puso las manos en las rodillas y empezó a tamborilear con los dedos. Pronto empezó a dar golpecitos con un pie, incómodo y nervioso. —Bueno, veamos en qué consiste esta apuesta —dijo al fin—, usted dice que vamos a su cuarto y si mi mechero se enciende diez veces seguidas, gano un Cadillac. Si me falla una vez, entonces pierdo el dedo meñique de la mano izquierda. ¿Es eso? —Exactamente, ésa es la apuesta. —¿Qué hacemos si pierdo? ¿Deberé sostener mi dedo mientras usted lo corta? —¡Oh, no! Eso no daría resultado. Podría ser que usted no quisiera darme su dedo. Lo que haríamos es atar una de sus manos a la mesa antes de empezar y yo me pondría a su lado con una navaja, dispuesto a cortar en el momento en que su encendedor fallase. —¿De qué año es el Cadillac? —preguntó el chico. —Perdón, no le entiendo. —¿De qué año..., cuánto tiempo hace que tiene usted ese Cadillac? —¡Oh! ¿Cuánto tiempo? Sí, es del año pasado, está completamente nuevo, pero veo que no es un jugador. Ningún americano lo es. Hubo una pausa. El muchacho miró primero a la inglesa y luego a mí. —Sí —dijo de pronto—. Apuesto. —¡Magnífico! —El hombrecillo juntó las manos por un momento—, ¡Estupendo! Ahora mismo. Y usted, señor —se volvió hacia mí—, será tan amable de hacer de... ¿Cómo lo llaman ustedes? ¿Arbitro? ¿Juez? Tenía los ojos muy claros, casi sin color, y sus pupilas eran pequeñas y negras. —Bueno —titubeé yo—, esto me parece una tontería. No me gusta nada. —A mí tampoco —dijo la inglesa. Era la primera vez que hablaba—. Considero esta apuesta estúpida y ridícula. —¿Le cortará de veras el dedo a este chico si pierde? —pregunté yo. —¡Claro que sí! Yo le daré el Cadillac si gana. Bueno, vamos a mi habitación. Se levantó. —¿Quiere vestirse antes? —le preguntó. —No —contestó el chico—. Iré tal como voy. —Consideraría un favor que viniera usted con nosotros y actuara como arbitro. Se volvió hacia mí. —Muy bien, iré. Pero no me gusta nada esta apuesta. —Venga usted también —dijo a la chica—. Venga y mirará. El hombrecillo se dirigió por el jardín hacia el hotel. Se le veía animado y excitado y al andar daba más saltitos que nunca. —Vivo en el anexo —dijo—. ¿Quieren ver primero el coche? Está aquí. Nos llevó hasta el aparcamiento del hotel y nos señaló un elegante Cadillac verde claro, aparcado en el fondo. —Es aquel verde. ¿Le gusta? —Es un coche precioso —contestó el cadete. —Muy bien, vamos arriba y veamos si lo gana. Le seguimos al anexo y subimos las escaleras. Abrió la puerta y entramos en una habitación doble, espaciosa, agradable. Había una bata de mujer a los pies de una de las camas. —Primero tomaremos un martini —dijo tranquilamente. Las bebidas estaban en una mesilla, dispuestas para ser mezcladas. Había una coctelera, hielo y muchos vasos. Empezó a preparar el martini. Mientras tanto había hecho sonar la campanilla; se oyeron unos golpecitos en la puerta y apareció una doncella negra. —¡Ah! —exclamó é! dejando la botella de ginebra. Sacó del bolsillo una cartera y le dio una libra a la doncella. —Me va a hacer un favor. Quédese con esto. Vamos a hacer un pequeño juego aquí. Quiero que me consiga dos..., no, tres cosas. Quiero algunos clavos; un martillo y un cuchillo de los que emplean los carniceros. Lo encontrará en la cocina. ¿Podrá conseguirlo? —¡Un cuchillo de carnicero! —La doncella abrió mucho los ojos y dio una palmada con las manos—. ¿Quiere decir un cuchillo de carnicero de verdad? —Sí, exactamente. Vamos, por favor, usted puede encontrarme esas cosas. —Sí, señor, lo intentaré. Haré todo lo posible por conseguir lo que pide. Después de estas palabras salió de la habitación. El hombrecillo fue repartiendo los martinis. Los bebimos con ansiedad, el muchacho delgado y pecoso, vestido únicamente con el traje de baño; la chica inglesa, rubia y esbelta, que vestía un bañador azul claro y no dejaba de mirar al muchacho por encima de su vaso; el hombrecillo de ojos claros, con su traje blanco, inmaculado, que miraba a la chica del traje de baño azul claro. Yo no sabía qué hacer. La apuesta iba en serio y el hombre estaba dispuesto a cortar el dedo de su rival en caso de que perdiera. Pero, ¡diablos!, ¿y si el chico perdía? Tendríamos que llevarlo urgentemente al hospital en el Cadillac que no había podido ganar. Tendría gracia, ¿no es cierto? En mi opinión, no habría por qué llegar a ese extremo. —¿No les parece una apuesta muy tonta? —dije yo. —Yo creo que es una buena apuesta —contestó el chico. Ya se había tomado un martini doble. —Me parece una apuesta estúpida y ridícula —dijo la chica—. ¿Qué pasará si pierdes? —No importa. Pensándolo un poco, no recuerdo haber usado jamás en mi vida el dedo meñique de mi mano izquierda. Aquí está. —El chico se cogió el dedo—. Y todavía no ha hecho nada por mí. ¿Por qué no voy a apostármelo? Yo creo que es una apuesta estupenda. El hombrecillo sonrió y tomó la coctelera para volver a llenar los vasos. —Antes de empezar —dijo— le entregaré al arbitro la llave del coche. Sacó la llave de su bolsillo y me la dio. —Los papeles de propiedad y del seguro están en el coche —añadió. La doncella volvió a entrar. En una mano llevaba un cuchillo de los que usan los carniceros para cortar los huesos de la carne, y en la otra un martillo y una bolsita con clavos. —¡Magnífico! ¿Lo ha conseguido todo? ¡Gracias, gracias! Ahora puede marcharse. Esperó a que la doncella cerrara la puerta y entonces puso los objetos en una de las camas y dijo: —Ahora nos prepararemos nosotros. Luego se dirigió al muchacho: —Ayúdeme, por favor, a levantar esta mesa. La vamos a correr un poco. Era una mesa de escritorio del hotel, una mesa corriente, rectangular, de metro veinte por noventa, con papel secante, plumas y papel. La pusieron en el centro de la habitación y retiraron las cosas de escribir. —Ahora —dijo— lo que necesitamos es un cordel, una silla y los clavos. Cogió la silla y la puso junto a la mesa. Estaba tan animado como la persona que organiza juegos en una fiesta infantil. —Ahora hay que colocar los clavos. Los clavó en la mesa con el martillo. Ni el muchacho ni la chica ni yo nos movimos de donde estábamos. Con nuestros martinis en las mano?, observábamos el trabajo del hombrecillo. Le vimos clavar dos clavos en la mesa a quince centímetros de distancia. No los clavó del todo; dejó que sobresaliera una pequeña parte. Luego comprobó su firmeza con los dedos. «Cualquiera diría que este hijo de puta ya lo ha hecho antes —pensé yo—. No duda un momento. La mesa, los clavos, el martillo, el cuchillo de cocina. Sabe exactamente lo que necesita y cómo arreglarlo.» —Ahora el cordel —dijo alargando la mano para cogerlo—, Muy bien, ya estamos listos. Por favor, ¿quiere sentarse? —le dijo al chico. El muchacho dejó su vaso y se sentó. —Ahora ponga la mano izquierda entre esos dos clavos para que pueda atársela donde corresponda. Así, muy bien. Bueno, ahora le ataré la mano a la mesa. Puso el cordel alrededor de la muñeca del chico, luego lo pasó varias veces por la palma de la mano y lo ató fuertemente a los clavos. Hizo un buen trabajo. Cuando hubo terminado, al muchacho le era imposible despegar la mano de la mesa, pero podía mover los dedos. —Por favor, cierre el puño, excepto el dedo meñique. Tiene que dejar ese dedo alargado sobre la mesa. ¡Excelente! ¡Excelente! Ahora ya estamos dispuestos. Coja el encendedor con su mano derecha..., pero ¡espere un momento, por favor! Fue hacia la cama y cogió el cuchillo. Volvió y se puso junto a la mesa, empuñando con firmeza el arma cortante. —¿Preparados? —dijo—. Señor arbitro, puede dar la orden de comenzar. La inglesa estaba de pie, justo detrás del muchacho, sin decir una palabra. El chico estaba sentado sin moverse, con el encendedor en la mano derecha mirando el cuchillo. El hombrecillo me miraba. —¿Está preparado? —le pregunté al muchacho. —Preparado. —¿Y usted? —al hombrecillo. —Preparado también. Levantó el cuchillo al aire y lo colocó a cierta distancia del dedo del chico, dispuesto a cortar. El muchacho le observaba sin mover un miembro de su cuerpo. Simplemente frunció las cejas y le miró ceñudamente. —Muy bien —dije yo—, empiecen. El muchacho me hizo una petición antes de comenzar: —¿Quiere contar en voz alta el número de veces que lo enciendo? Por favor. —Sí, lo haré. Levantó la tapa del mechero y con el mismo dedo dio una vuelta a la ruedecita. La piedra chispeó y apareció una llama amarillenta. —¡Uno! —dije yo. No apagó la llama, sino que colocó la tapa en su sitio y esperó unos segundos antes de volverlo a encender. Dio otra fuerte vuelta a la rueda y de nuevo apareció la pequeña llama al final de la mecha. —¡Dos! El silencio era total. El muchacho tenía los ojos puestos en el encendedor. El hombrecillo tenía el cuchillo en el aire y también miraba al encendedor. —¡Tres! —¡Cuatro! —¡Cinco! —¡Seis! —¡Siete! Desde luego era un mechero de los que funcionan a la perfección. La piedra chisporroteó y la mecha se encendió. Observé el pulgar bajar la tapa y apagar la llama. Luego, una pausa. El pulgar volvió a subirla otra vez. Era una operación de pulgar, este dedo lo hacía todo. Respiré, dispuesto a decir ocho. El pulgar accionó la rueda, la piedra chispeó y la pequeña llama brilló de nuevo. —¡Ocho! —dije yo al tiempo que se abría la puerta. Nos volvimos todos a la vez y vimos a una mujer en la puerta, una mujer pequeña y de pelo negro, bastante vieja, que se precipitó gritando: —¡Carlos, Carlos! Le agarró la muñeca y le cogió el cuchillo, lo arrojó a la cama, aferró al hombrecillo por las solapas de su traje blanco y lo sacudió vigorosamente, hablando al mismo tiempo aprisa y fuerte en un idioma que parecía español. Lo sacudía tan fuerte que no se le podía ver. Se convirtió en una línea difusa y móvil como el radio de una rueda. Cuando paró y volvimos a ver al pequeño hombrecillo, ella le dio un empujón y lo tiró a una de las camas como si se tratara de un muñeco. El se sentó en el borde y cerró los ojos, moviendo la cabeza para ver si todavía podía torcer el cuello. —Lo siento —dijo la mujer—, siento mucho que haya pasado esto. Hablaba un inglés bastante correcto. —Es horrible —continuó ella—. Supongo que todo ha ocurrido por mi culpa. Le he dejado solo durante diez minutos para lavarme el cabello y ha vuelto a hacer de las suyas. Se la veía disgustada y preocupada. El muchacho se estaba desatando la mano de la mesa. La inglesa y yo no decíamos ni una palabra. —Es una seria amenaza —dijo la mujer—. Donde nosotros vivimos ha cortado ya cuarenta y siete dedos a diferentes personas y ha perdido once coches. Últimamente le amenazaron con quitarle de en medio. Por eso lo traje aquí. —Sólo habíamos hecho una pequeña apuesta —murmuró el hombrecillo desde la cama. —Supongo que habrá apostado un coche —dijo la mujer. —Sí —contestó el cadete—, un Cadillac. —No tiene coche. Ese es el mío, y esto agrava las cosas —dijo ella—, porque apuesta lo que no tiene. Estoy avergonzada y lo siento muchísimo. Parecía una mujer muy simpática. —Bueno —dije yo—, aquí tiene la llave de su coche. La puse sobre la mesa. —Sólo estábamos haciendo una pequeña apuesta —murmuró el hombrecillo. —No le queda nada que apostar —dijo la mujer—, no tiene nada en este mundo, nada. En realidad, yo se lo gané todo hace ya muchos años. Me llevó mucho, mucho tiempo, y fue un trabajo muy duro, pero al final se, lo gané todo. Miró al muchacho y sonrió tristemente. Luego alargo la mano para coger la llave que estaba encima de la mesa. Todavía ahora recuerdo aquella mano: sólo le quedaba un dedo y el pulgar. Libros Tauro http://www.LibrosTauro.com.ar   Gastrónomos Roald Dahl (Cuento publicado en “Relatos de lo inesperado” Tales of the Unexpected, 1979) Éramos seis cenando aquella noche en la casa de Mike Schofield en Londres: Mike con su esposa e hija, mi esposa y yo, y un hombre llamado Richard Pratt. Richard Pratt era un famoso gourmet, presidente de una pequeña sociedad gastronómica conocida por «Los epicúreos», que mandaba cada mes a todos sus miembros un folleto sobre comida y vinos. Organizaba comidas en las cuales eran servidos platos opíparos y vinos raros. No fumaba por terror a dañar su paladar, y cuando discutía sobre un vino tenía la costumbre, curiosa y un tanto rara, de referirse a éste como si se tratara de un ser viviente. «Un vino prudente —decía—, un poco tímido y evasivo, pero prudente al fin.» O bien, «un vino alegre, generoso y chispeante. Ligeramente obsceno, quizá, pero, en cualquier caso, alegre». Yo había coincidido en casa de Mike dos veces con Richard Pratt anteriormente. En ambas ocasiones, Mike y su esposa se habían esmerado en preparar una comida especial para el famoso gourmet y, naturalmente, esta vez no iban a hacer una excepción. En cuanto entramos en el comedor me di cuenta de que la mesa estaba preparada para una fiesta. Los grandes candelabros, las rosas amarillas, la numerosa vajilla de plata, las tres copas de vino para cada persona, y, sobre todo, el suave olor a carne asada que venía de la cocina, hicieron que mi boca empezara a segregar saliva. Al sentarnos recordé que, en las dos anteriores visitas de Richard Pratt, Mike siempre había apostado con él acerca del vino clarete, presionándole para que dijera de qué año era la solera de aquel caldo. Pratt replicaba que eso no sería difícil para él. Entonces Mike apostaba con él sobre el vino en cuestión. Pratt había aceptado y ganado en ambas ocasiones. Esta noche estaba seguro de que volvería a jugar otra vez, porque Mike quería perder su apuesta y probar así que su vino era conocido como bueno, y Pratt, por su parte, parecía sentir un placer especial en exhibir sus conocimientos. La comida empezó con un plato de chanquetes dorados y fritos con mantequilla, rociados con vino de Mosela. Mike se levantó y lo sirvió él mismo, y cuando volvió a sentarse me di cuenta de que observaba atentamente a Richard Pratt. Había dejado la botella frente a mí para que pudiera leer la etiqueta. Esta decía: «Geirslay Ohligsberg, 1945.» Se inclinó hacia mí y me dijo que Geirslay era un pueblecito a orillas del Mosela, casi desconocido fuera de Alemania. Me dijo que ese vino era muy raro porque, siendo los viñedos tan escasos, para un extranjero resultaba prácticamente imposible conseguir una botella. El había ido personalmente a Geirslay el verano anterior para conseguir unas pocas docenas de botellas que consintieron en venderle. —Dudo que lo tenga alguien más en esta comarca —dijo, mirando de nuevo a Richard Pratt—. Lo bueno del Mosela —continuó, levantando la voz— es que es el vino más adecuado para servir antes del clarete. Mucha gente sirve vino del Rin, pero los que tal hacen no entienden nada de vinos. Cualquier vino del Rin mata el delicado bouquet del clarete. ¿Lo sabían? Es una barbaridad servir un Rin antes de un clarete. Pero el Mosela... ¡Ah! ¡El Mosela es el más indicado! Mike Schofield era un hombre de mediana edad, muy agradable. Pero era corredor de Bolsa. Para ser exacto, era un agiotista de la Bolsa y, como muchos de su clase, parecía estar un poco perplejo, casi avergonzado, de haber hecho dinero con tan poco talento. En su fuero interno sabía que no era sino un book-maker, un corredor de apuestas, un untuoso, infinitamente respetable y secretamente inescrupuloso corredor de apuestas. Suponía que sus amigos lo sabían también. Por eso quería convertirse en un hombre de cultura, cultivar un gusto literario y artístico, coleccionando cuadros, música, libros y todo lo demás. Su explicación acerca de los vinos del Rin y del Mosela formaba parte de esta cultura que él buscaba. —Un vino estupendo, ¿verdad? —dijo, mirando insistentemente a Richard Pratt. Yo le veía echar una furtiva mirada a la mesa cada vez que agachaba la cabeza para tomar un bocado de chanquetes. Yo casi le sentía esperar el momento en que Pratt cataría el primer sorbo, contemplaría el vaso tras haber bebido con una sonrisa de placer, de asombro, quizá hasta de duda, y entonces se suscitaría una discusión en la cual Mike le hablaría del pueblo de Geirslay. Pero Richard Pratt no probó el vino. Estaba conversando animadamente con Louise, la hija de Mike, la cual no tenía aún dieciocho años. Estaba frente a ella, sonriente, contándole, al parecer, alguna historia de un camarero en un restaurante parisiense. Mientras hablaba, se inclinaba más y más hacia Louise, hasta casi tocarla, y la pobre chica retrocedía lo máximo que podía, asintiendo cortésmente, o más bien desesperadamente, y mirándole no a la cara sino al botón superior de su smoking. Terminamos el pescado y la doncella empezó a retirar los platos. Cuando llegó a Pratt y vio que no había tocado su comida siquiera, dudó unos instantes. Entonces Pratt advirtió su presencia, la apartó, interrumpió su conversación y empezó a comer rápidamente, metiéndose el pescado en la boca con hábiles y nerviosos movimientos del tenedor. Cuando terminó, cogió su vaso y en dos tragos se bebió el vino para continuar en seguida su interrumpida conversación con Louise Schofield. Mike lo vio todo. Estaba sentado, muy quieto, conteniéndose y mirando a su invitado. Su cara, redonda y jovial, pareció ceder a un impulso repentino, pero se contuvo y no pronunció palabra. Pronto llegó la doncella con el segundo plato. Este consistía en un gran rosbif. Lo colocó en la mesa delante de Mike, quien se levantó y empezó a trincharlo, cortando las lonchas muy delgadas y poniéndolas delicadamente en los platos para que la doncella las fuera distribuyendo. Cuando hubo servido a todos, incluyéndose a sí mismo, dejó el cuchillo y se inclinó apoyando las manos en el borde de la mesa. —Bueno —dijo, dirigiéndose a todos, pero sin dejar de mirar a Richard—, ahora el clarete. Perdónenme, pero tengo que ir a buscarlo. —¿Vas a buscarlo tú, Mike? —dije—. ¿Dónde está? —En mi estudio. Está destapado, para que respire. —¿Por qué en el estudio? —Para que adquiera la temperatura ambiente, por supuesto. Lleva allí veinticuatro horas. —Pero ¿por qué en el estudio? —Es el mejor sitio de la casa. Richard me ayudó a escogerlo la última vez que estuvo aquí. Al oír su nombre Richard nos miró. —¿Verdad que sí? —dijo Mike. —Sí —dijo Pratt afirmando con la cabeza—, es verdad. —Encima del fichero de mi estudio —dijo Mike—. Ese fue el lugar que escogimos. Un buen sitio en una habitación con temperatura constante. Excúsenme, por favor. Voy a buscarlo. El pensamiento de un nuevo vino le devolvió el humor y dirigióse rápidamente a la puerta para regresar un minuto más tarde, despacio, solemnemente, llevando entre sus manos una cesta donde había una botella oscura. La etiqueta estaba invertida. —Bueno —gritó, viniendo hacia la mesa—. ¿Y éste, Richard? Este no lo adivinará nunca. Richard Pratt se volvió lentamente y miró a Mike; luego sus ojos descendieron hasta la botella metida en la cesta, levantó las cejas y echó hacia adelante el labio inferior con un gesto feo e imperioso. Mientras tanto las mujeres callaban, en una especie de mutismo embarazoso y tenso. —Nunca lo adivinará —repitió Mike—; ni en cien años. —¿Un clarete? —preguntó Richard, como afirmándolo. —Naturalmente. —Entonces me imagino que será de algún pequeño viñedo. —Puede que sí, Richard, y puede que no. —Pero ¿es de un buen año? ¿Una de las grandes cosechas? —Sí, eso se lo garantizo. —Entonces no puede ser difícil —dijo Richard Pratt, recalcando las palabras, ya un poco aburrido. Sólo que, en mi opinión, había algo extraño en su forma de pronunciar, y en su aburrimiento: en sus ojos se percibía una sombra algo diabólica, y en su actitud un ansia que me provocó una cierta inquietud. —Esta vez es realmente difícil —dijo Mike—. No le voy a coaccionar a que apueste por este vino. —¿Por qué no? Sus cejas se arquearon de nuevo y sus ojos adquirieron un extraño brillo. —Porque es difícil. —Esto no me deja en muy buen lugar. —Mi querido amigo —dijo Mike—, apostaré con gusto si usted lo desea. —No creo que sea tan difícil descubrirlo. —¿Significa eso que va a apostar? —Efectivamente, quiero apostar —dijo Pratt. —Muy bien, lo haremos como siempre. —No cree que pueda adivinarlo, ¿verdad? —Con todo el respeto, no lo creo —dijo Mike. Hacía esfuerzos por mantenerse correcto. Pero Pratt no se molestó mucho en ocultar su desdén por todo el asunto. Sin embargo, su pregunta siguiente traicionó un cierto interés. —¿Quiere aumentar la apuesta? —No, Richard. —¿Apuesta cincuenta cajas? —Sería tonto. Mike se quedó quieto detrás de su silla en la cabecera de la mesa, cogiendo la botella embutida en su ridícula cesta. Su rostro estaba pálido y la línea de sus labios era muy fina. Pratt estaba recostado en el respaldo de su silla, mirándole, con las cejas levantadas, los ojos medio cerrados y una ligera sonrisa en los labios. Observé de nuevo, o creí ver, algo enigmático en la cara del hombre, una sombra de ansia en sus ojos, que ocultaban cierta malignidad un tanto pueril y maliciosa. —Entonces, ¿no quiere subir a apuesta? —Por mí no hay inconveniente, querido amigo —dijo Mike—; apostaré lo que quiera. Las tres mujeres y yo estábamos callados, mirando a los dos hombres. La esposa de Mike empezaba a sentirse incómoda; su boca se contraía en un mohín de disgusto y me pareció que en cualquier momento iba a interrumpirles. El rosbif estaba intacto en los platos, jugoso y humeante. —Entonces, ¿apostaremos lo que yo quiera? —Exactamente, le apuesto lo que quiera, si está dispuesto a mantener la apuesta. —¿Hasta diez mil libras? —Desde luego, si así lo desea. Mike iba ganando confianza por momentos. Sabía ciertamente que podía apostar cualquier suma que Pratt dijera. —Entonces, ¿apuesto yo primero? —preguntó Pratt otra vez. —Eso es lo que he dicho. Hubo una pausa en la cual Pratt me miró a mí y luego a las tres mujeres detenidamente. Parecía querer recordarnos que éramos testigos de la oferta. —¡Mike! —dijo la señora Schofield rompiendo la tensión ambiental—, ¿por qué no dejas de hacer tonterías y empezamos a comer? La carne se está enfriando. —No es ninguna tontería —dijo Pratt tranquilamente—; estamos haciendo una apuesta. Distinguí a la doncella en segundo término con una fuente de verdura en las manos, dudando entre seguir adelante o no. —Muy bien —dijo Pratt—, le diré qué es lo que quiero que apueste. —Diga, pues —le respondió Mike descaradamente—, empiece. Pratt volvió la cabeza y nuevamente una diabólica sonrisa apareció en sus labios. Luego, lentamente, mirándonos a Mike y a mí, dijo: —Quiero que apueste para mí, la mano de su hija. Louise Schofield dio un salto de la silla. —¡Eh! —gritó—. ¡No, esto no tiene gracia! Oye, papá, no tiene ninguna gracia. —No te preocupes, querida —la tranquilizó su madre—; sólo están jugando. —No bromeo —dijo Richard Pratt. —¡Esto es ridículo! —exclamó Mike, perdiendo el control de sus nervios. —Usted ha dicho que apostara lo que quisiera. —¡Yo he querido decir dinero! —No ha dicho dinero. —Eso es lo que he querido decir. —Pues es una lástima que no lo haya dicho. De todas formas, si se arrepiente de su oferta, no tengo inconveniente. —No voy a retirar mi oferta, amigo mío. Lo que pasa es que usted no tiene una hija para substituir a la mía, en caso de que pierda, y aunque la tuviera, yo no me casaría con ella. —Me alegro de oírte decir eso, querido —intervino su esposa. —Me apuesto lo que usted quiera —anunció Pratt—. Mí casa, por ejemplo, ¿qué le parece mi casa? —¿Cuál de ellas? —preguntó Mike, bromeando. —La del campo. —¿Por qué no la otra, también? —De acuerdo, si así lo quiere usted. Las dos casas. En aquel momento, vi dudar a Mike. Dio un paso adelante y colocó la botella sobre la mesa. Puso el salero a un lado, luego hizo lo mismo con la pimienta. Seguidamente cogió un cuchillo y durante unos segundos examinó pensativamente la hoja, colocándolo luego en su sitio otra vez. Su hija también le vio vacilar. —Bueno, papá —gritó—. ¡No seas absurdo! Esto es una soberana tontería. Me niego a que me apostéis, como si fuera un trofeo de caza. —Tienes mucha razón, nena —dijo su madre—. Ya está bien, Mike. Siéntate y come. Mike no le hizo ningún caso. Miró a su hija paternalmente. Sus ojos brillaban con un gesto de triunfo. —¿Sabes, Louise? —le dijo, sonriendo mientras hablaba—, debemos pensarlo. —Bueno. ¡Ya está bien, papá! ¡Me niego a escucharte! ¡En mi vida he oído una cosa tan ridícula! —Hablemos en serio, querida. Espera un momento y escucha lo que voy a decirte. —¡No quiero oírlo! —¡Louise, por favor! Se trata de lo siguiente: Richard ha hecho una apuesta seria, él es quien ha apostado, no yo. Si pierde, tendrá que desprenderse de sus valiosas propiedades. Espera un momento, querida, no interrumpas. La cosa es ésta: no puede ganar. —El cree que sí. —Ahora, escúchame, porque yo sé de qué se trata. El experto, al paladear un clarete, siempre que no sea algún vino famoso como Laffite o Latour, sólo puede dar un nombre aproximado de la viña. Naturalmente puede decir el distrito de Burdeos de donde viene el vino, sea St. Emilion, Pomerol, Graves o Médoc. Pero cada distrito tiene varias comarcas, pequeños condados, y cada condado tiene gran número de pequeños viñedos. Es imposible que un hombre pueda diferenciarlos por el gusto y el olor. No me importa decirte que éste que tengo aquí es vino de una pequeña viña rodeada de muchas otras y nunca podrá adivinarlo. Es imposible. —No puedes asegurar eso —dijo su hija. —Te digo que sí. Aunque no sea demasiado correcto por mi parte el decirlo, entiendo un poco de vinos. Y además, ¡por el amor del cielo!, soy tu padre y supongo que no pensarás que te voy a obligar a algo que no quieres, ¿verdad? Te estoy haciendo ganar dinero. —¡Mike! —le replicó su mujer duramente—. ¡No sigas, Mike, por favor! De nuevo pareció ignorarla. —Si consientes en esta apuesta, en diez minutos poseerás dos grandes casas. —Pero yo no quiero dos casas, papá. —Entonces las vendes. Véndeselas a él inmediatamente. Yo lo arreglaré todo. Piénsalo, querida. Serás rica, independiente para toda la vida. —¡Oh, papá, no me gusta! Me parece una cosa tonta. —A mí también —dijo la madre. Al hablar, movía la cabeza de arriba abajo como una gallina. —Deberías avergonzarte de ti mismo, Michael, por sugerir una cosa así. ¡Llegar a apostar a tu propia hija! Mike ni siquiera la miró. —Acepta —dijo testarudamente, mirando a la chica—. ¡Acepta!, ¡rápido! Te garantizo que no perderás. —No me gusta eso, papá. —Vamos, nena, ¡acepta! Mike la forzaba más y más. Estaba inclinado hacia ella, mirándola fijamente, como si tratara de hipnotizarla. —¿Y si pierdo? —dijo con voz ahogada. —Te repito que no puedes perder, te lo garantizo. —¡Oh, papá! ¿Debo hacerlo? —Te voy a hacer ganar una fortuna, así que no lo pienses más. ¿Qué dices, Louise? ¿De acuerdo? Por última vez, ella dudó. Luego, se encogió de hombros desesperadamente y dijo: —Bien, acepto, siempre que me jures que no hay peligro de perder. —¡Estupendo! —exclamó Mike—. Entonces apostamos. Inmediatamente, Mike cogió el vino, se sirvió primero a sí mismo y luego fue llenando los vasos de los demás. Ahora todos miraban a Richard Pratt, observando su rostro mientras él cogía su vaso con la mano derecha y se lo llevaba a la nariz. Era un hombre de unos cincuenta años y su rostro no era muy agradable. Todo era boca —boca y labios—, esos labios gruesos y húmedos del sibarita profesional, con el labio inferior más saliente en el centro, un labio colgante y permanentemente abierto con el fin de recibir más fácilmente la comida y la bebida. Como un embudo, pensé yo al observarle: su boca es un embudo grande y húmedo. Lentamente, levantó el vaso hacia la nariz. La punta de la nariz se metió en el vaso, y se deslizó por la superficie del. vino, husmeando con delicadeza. Agitó el vino en su vaso, para poder percibir mejor el aroma. Parecía intensamente concentrado. Había cerrado los ojos y la mitad superior de su cuerpo, la cabeza, cuello y pecho parecían haberse convertido en una sensitiva máquina de oler, recibiendo, filtrando, analizando el mensaje que le transmitía la nariz, con sus aletas carnosas, eréctiles, nerviosas y sensitivas. Observé a Mike, sentado en su silla, aparentemente despreocupado, pero atento a todos los movimientos. La señora Schofield, su esposa, estaba sentada muy erguida en el lado opuesto de la mesa, mirando de frente, con gesto de desaprobación en el rostro. Louise, la hija, había separado un poco la silla y, como su padre, observaba atentamente los movimientos del sibarita. Durante un minuto el proceso olfativo continuó; luego, sin abrir los ojos ni mover la cabeza, Pratt acercó el vaso a su boca y bebió casi la mitad de su contenido. Después del primer sorbo, se paró para paladearlo, luego lo hizo pasar por su garganta y pude ver su nuez moverse al paso del líquido. Pero no se lo tragó todo, sino que se quedó casi todo el sorbo en la boca. Entonces, sin tragárselo, hizo entrar por sus labios un poco de aire que mezclándose con el aroma del vino en su boca pasó luego a sus pulmones. Contuvo la respiración, sacando luego el aire por la nariz; para poner finalmente el vino debajo de la lengua y engullirlo, masticándolo con los dientes, como si fuera pan. Fue una representación solemne e impresionante, debo confesar que lo hizo muy bien. —¡Hum! —dijo, dejando el vaso y relamiéndose los labios con la lengua—, ¡hum!, sí..., un vinito muy interesante, cortés y gracioso, de gusto casi femenino. Tenía saliva en exceso en la boca y al hablar soltó algunos salpicones sobre la mesa. —Ahora empezaremos a eliminar —dijo—, me perdonarán si lo hago concienzudamente, pero es que me juego mucho. Normalmente, quizá me hubiera arriesgado y hubiera dicho directamente el nombre del viñedo de mi elección. Pero esta vez debo tener precaución, ¿verdad? Miró a Mike y le dedicó una espesa y húmeda sonrisa. Mike no le sonrió. —En primer lugar: ¿de qué distrito de Burdeos procede este vino? No es demasiado difícil de adivinar. Es excesivamente ligero para ser St. Emilion o Graves. Desde luego, es un Médoc, no cabe duda. »Veamos, ¿de qué comarca de Médoc procede? Esto, por eliminación, tampoco es difícil de saber. ¿Margaux? No. No puede ser Margaux, no tiene el aroma violento de un Margaux. ¿Pauillac? Tampoco puede ser Pauillac. Es demasiado tierno y gentil para ser un Pauillac. El vino de Pauillac tiene un carácter casi imperioso en su gusto. Además, para mí, Pauillac contiene un curioso y peculiar residuo que la uva toma del suelo de la viña. No, no. Este es un vino muy gentil, serio y tímido la primera vez que se prueba. Quizá sea un poco revoltoso a la segunda degustación, excitando la lengua con un poquito de ácido tánico. Después de haberlo saboreado, es delicioso, consolador y femenino, con la generosa calidad que se asocia a los vinos de la comarca de St. Julien. Indudablemente, éste es un St. Julien. Se respaldó en la silla, puso las manos a la altura del pecho con los dedos juntos. Estaba poniéndose ridículamente pomposo, pero creo que lo hacía deliberadamente para burlarse de su anfitrión. Esperé ansiosamente a que continuara. Louise encendió un cigarrillo. Pratt le oyó rascar el fósforo y se volvió hacia ella, mirándola con ira. —¡Por favor, no lo haga! Fumar en la mesa es una costumbre horrible. Ella le miró, con el fósforo en la mano, observándolo fijamente con sus grandes ojos, quedando así un momento, y echándose hacia atrás otra vez, lenta y ceremoniosamente. Luego inclinó la cabeza y apagó el fósforo, pero continuó con el cigarrillo sin encender entre los dedos. —Lo siento, querida —dijo Pratt—, pero no puedo consentir que se fume en la mesa. Ella no le volvió a mirar. —Bueno, veamos. ¿Dónde estábamos? —dijo él—. ¡Ah, sí! Este vino es de Burdeos, de la comarca de St. Julien, en el distrito de Médoc. Hasta ahora voy bien. Pero llegamos a lo más difícil: el nombre de la viña. Porque en St. Julien hay muchos viñedos y, como ya ha señalado nuestro anfitrión anteriormente, a menudo no hay mucha diferencia entre el vino de uno y de otro, pero ya veremos. Hizo una pausa otra vez, cerrando los ojos. —Estoy tratando de establecer la cosecha —dijo—, si consigo esto, tendré ganada la mitad de la batalla. Bueno, veamos. Evidentemente, este vino no es de la primera cosecha de una viña, ni de la segunda. No es un gran vino. La calidad, la..., el..., ¿cómo lo llaman?: el esplendor, el poder, eso falta. Pero la tercera cosecha, ésa sí podría ser. Sin embargo, lo dudo. Sabemos que es de un buen año, nuestro anfitrión lo ha dicho. Esto lo desfigura un poco. Tengo que ser prudente, muy prudente, en este punto. Tomó el vaso y dio otro sorbo. —Sí —dijo, secándose los labios—, tenía razón. Es de la cuarta cosecha, ahora estoy seguro. La cuarta cosecha de un año muy bueno, bueno de verdad. Eso es lo que le dio el gusto de tercera y hasta segunda cosecha. ¡Bien! ¡Esto está mejor! ¡Nos vamos acercando! ¿Cuáles son las viñas de las cuartas cosechas de la comarca de St. Julien? Volvió a pararse, tomó el vaso y se lo puso en los labios. Luego le vi sacar la lengua, estrecha y rosada, con la punta metiéndose en el vino, escondiéndose otra vez; era un espectáculo repulsivo. Cuando dejó el vaso, mantuvo los ojos cerrados, el rostro concentrado, sólo los labios se movían, restregándose uno contra otro como dos piezas de húmeda y esponjosa goma. —¡Aquí está otra vez! —gritó—. Ácido tánico después de un sorbo y una sensación bajo la lengua. ¡Sí, sí, claro, ya lo tengo! El vino procede de una de esas pequeñas viñas de los alrededores de Beychevelle. Ahora recuerdo. El distrito de Beychevelle, el río, el pequeño puerto, anticuado y ridículo. Beychevelle... ¿Puede ser el mismo Beychevelle? No, no creo. No exactamente, pero debe de ser muy cerca de allí. ¿Château Talbot? ¿Puede ser Talbot? Sí, podría ser: esperen un momento. Volvió a probar el vino y al fijarme en Mike Schofield le vi inclinarse más y más sobre la mesa, con la boca un poco abierta y sus ojos fijos en Richard Pratt. —No. Estaba equivocado. Un Talbot viene más pronto a la memoria que ése; la fruta está más cerca de la superficie. Si es un «34», que creo que es, no puede ser Talbot. Bien, bien. Déjenme pensar. No es un Beychevelle y no es un Talbot, y sin embargo está tan cerca de ambos, tan cerca, que el viñedo debe de estar en medio. ¿Qué podrá ser? Dudó unos momentos. Nosotros esperamos, observando su rostro. Todos, hasta la esposa de Mike, le mirábamos. Oí a la doncella poner el plato de verduras en el aparador, detrás de mí, suavemente, para no turbar el silencio. —¡Ah! —gritó—, ¡ya lo tengo! ¡Sí, creo que lo tengo! Por última vez probó el vino. Luego, con el vaso todavía cerca de la boca, se volvió hacia Mike y le dedicó una lenta y suave sonrisa, diciéndole: —¿Sabe lo que es? Este es el pequeño Château Branaire-Duoru. Mike quedó inmóvil. —Y del año 1934. Todos miramos a Mike, esperando que volviese la botella y nos enseñara la etiqueta. —¿Es ésa su respuesta? —dijo Mike. —Sí, creo que sí. —Bueno. ¿Es o no es la respuesta final? —Sí, es mi respuesta definitiva. —¿Me quiere decir su nombre otra vez? —Château Branaire-Duoru. Una pequeña viña. Un viejo castillo, lo conozco muy bien. No comprendo cómo no lo he reconocido desde el principio. —Vamos, papá —dijo la chica—, vuelve la botella y veamos qué pasa. Quiero mis dos casas. —Un momento —dijo Mike—, espera un momento. Parecía inquieto y sorprendido y su rostro iba palideciendo como si fuera perdiendo las fuerzas. —¡Michael!—exclamó su esposa desde la otra parte de la mesa—. ¿Qué pasa? —No te metas en esto, Margaret, por favor. Richard Pratt miraba a Mike con ojos brillantes. Mike no miraba a nadie. —¡Papá! —gritó la hija angustiada—. ¡No me digas que lo ha adivinado! —No te preocupes, querida. No hay por qué angustiarse. Supongo que fue por 'desembarazarse de la familia por lo que Mike se volvió hacia Richard Pratt y le dijo: —Oiga, Richard, creo que será mejor que vayamos a la otra habitación y hablemos. —No quiero hablar —dijo Pratt, fríamente—, lo que quiero es ver la etiqueta de la botella. Ahora sabía que había ganado, tenía la arrogancia y la apostura del ganador y me di cuenta de que se molestaría si encontraba algún impedimento. —¿Qué espera? —le dijo a Mike—. ¡Déle la vuelta! Entonces ocurrió: la doncella, la pequeña y fina figura de la doncella de uniforme blanco y negro, estaba de pie al lado de Richard Pratt con algo en la mano. —Creo que son suyas, señor —dijo. Pratt la miró y vio las gafas que ella le tendía. Dudó un momento. —¿Son mías? Sí, seguramente, no sé... —Sí, señor, son suyas. La doncella era una mujer mayor, más cerca de los setenta que de los sesenta y llevaba muchos años en la casa. Puso las gafas en la mesa, a su lado. Sin darle las gracias, Pratt las cogió y las deslizó en el bolsillo de la chaqueta, detrás del blanco pañuelo. Pero la doncella no se retiró. Se quedó de pie, detrás de Richard Pratt. Había algo raro en ella y en la manera de quedarse allí, derecha y sin moverse. La observé con repentino interés. Su viejo rostro tenía una mirada fría y determinada, los labios apretados y las manos juntas delante de ella. La cofia en la cabeza y la blanca pechera del uniforme la hacían parecerse a un pajarito. —Las ha dejado en el estudio —dijo. Su voz era deliberadamente correcta—, encima del fichero verde, cuando ha ido allí, solo, antes de la cena. Sus palabras tardaron unos minutos en tomar sentido y en el silencio que siguió a ellas advertí que Mike se sentaba con tranquilidad en su silla, volviéndole el color a las mejillas, los ojos muy abiertos, la extraña curva de su boca y la blancura de las aletas de la nariz. — ¡Bueno, Michael! —dijo su esposa—. ¡Cálmate, Michael, querido, cálmate! Libros Tauro http://www.LibrosTauro.com.ar