jueves, 4 de abril de 2019

TEXTO ENSAYÍSTICO de Vargas Llosa y CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA

El invierno, en el internado del Colegio Militar Leoncio Prado, de Lima, ese año de 1950, era húmedo y ceniciento, la rutina atontadora y la vida algo infeliz. Las aventuras de Jean Valjean, la obstinación de sabueso de Javert, la simpatía de Gavroche, el heroísmo de Enjolras, borraban la hostilidad del mundo y mudaban la depresión en entusiasmo en esas horas de lectura robadas a las clases y a la instrucción, que me trasladaban a un universo de flamígeros extremos en la desdicha, en el amor, en el coraje, en la alegría, en la vileza. La revolución, la santidad, el sacrificio, la cárcel, el crimen, hombres superhombres, vírgenes o putas, santas o perversas, una humanidad atenta al gesto, a la eufonía, a la metáfora. Era un gran refugio huir allí: la vida espléndida de la ficción daba fuerzas para soportar la vida verdadera. Pero la riqueza de la literatura hacía también que la realidad real se empobreciera. (…) ¿Nos hace mejores o peores incorporar a nuestra vida la ficción, tratar de incrustarla en la historia? Es difícil saber si las mentiras que urde la imaginación ayudan al hombre a vivir o contribuyen a su infortunio al revelarle el abismo entre la realidad y el sueño, si adormecen su voluntad o lo inducen a actuar. Hace algunos siglos, a un manchego cincuentón, las novelas a que era tan aficionado le enajenaron la percepción de la realidad y lo lanzaron al mundo —que él creía igual al de las 20 ficciones— en pos de honor, gloria y aventura, con el resultado que sabemos. Sin embargo, las burlas y desventuras que padeció Alonso Quijano por culpa de las novelas, no lo han hecho un personaje digno de conmiseración. Por el contrario, en su imposible designio de vivir la ficción, de modelar la realidad en concierto con su fantasía, el personaje de Cervantes fijó un paradigma de generosidad e idealismo a la especie humana. Sin llegar a los extremos de Alonso Quijano, es posible que las novelas inoculen también en nosotros una insatisfacción de lo existente, un apetito de irrealidad que influya en nuestras vidas de la manera más diversa y ayude a moverse a la humanidad. Si llevamos tantos siglos escribiendo y leyendo ficciones, por algo será. Yo sé que aquel invierno del año 50, con uniforme, garúa y neblina, en lo alto del acantilado de La Perla, gracias a Los Miserables la vida fue para mí mucho menos miserable.

Mario Vargas Llosa.
La tentación de lo imposible, Alfaguara, 2004

  1. Resumen (1 p.)
  2. Comentario crítico: tipo de texto género y modo de elocución), justificar con procedimientos lingüísticos relevantes (2 p.)
  3. Valoración personal del tema, de la forma de presentarlo del autor y de los argumentos que utiliza (1 p.)
  4. Tipo y función de “que” en los siguientes enunciados: (1,5)
·         Esas horas de lectura, que me trasladaban a un nuevo universo.  
·         Pero la riqueza de la literatura hacía también que la realidad real se empobreciera.
·         Es difícil saber si las mentiras que urde la imaginación ayudan al hombre.
·         A un manchego cincuentón, las novelas a que era tan aficionado le enajenaron. 
·         Es posible que las novelas inoculen en nosotros una insatisfacción de lo existente.
  1. Explica el significado conceptual y contextual de las expresiones resaltadas: (1,5p.)
6.    Caracterización de los personajes subrayados en el siguiente fragmento, incluidos el cronista y su madre: (1,5)
  
Bayardo San Román, el hombre que devolvió a la esposa, había venido por primera vez en agosto del año anterior: seis meses antes de la boda. Llegó en el buque semanal con unas alforjas guarnecidas de plata que hacían juego con las hebillas de la correa y las argollas de los botines. Andaba por los treinta años, pero muy bien escondidos, pues tenía una cintura angosta de novillero, los ojos dorados, y la piel cocinada a fuego lento por el salitre. Llegó con una chaqueta corta y un pantalón muy estrecho, ambos de becerro natural, y unos guantes de cabritilla del mismo color. Magdalena Oliver había venido con él en el buque y no pudo quitarle la vista de encima durante el viaje. «Parecía marica -me dijo-. Y era una lástima, porque estaba como para embadurnarlo de mantequilla y comérselo vivo.» No fue la única que lo pensó, ni tampoco la última en darse cuenta de que Bayardo San Román no era un hombre de conocer a primera vista. La noche en que llegó dio a entender en el cine que era ingeniero de trenes, y habló de la urgencia de construir un ferrocarril hasta el interior para anticiparnos a las veleidades del río. Al día siguiente tuvo que mandar un telegrama, y él mismo lo transmitió con el manipulador, y además le enseñó al telegrafista una fórmula suya para seguir usando las pilas agotadas. Con la misma propiedad había hablado de  enfermedades fronterizas con un médico militar que pasó por aquellos meses haciendo la leva. Le gustaban las fiestas ruidosas y largas, pero era de buen beber, separador de pleitos y enemigo de juegos de manos. Un domingo después de misa desafió a los nadadores más diestros, que eran muchos, y dejó rezagados a los mejores con veinte brazadas de ida y vuelta a través del río. Mi madre me lo contó en una carta, y al final me hizo un comentario muy suyo: «Parece que también está nadando en oro».

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